Saber perder
Saber perder. David Trueba. Anagrama, 2008, 544 páginas.20 €
Por Julia T. López
Ahora que una lluvia de premios Goya ha caído sobre la película escrita y dirigida por David Trueba, Vivir es fácil con los ojos cerrados, es tiempo de releer esta joya literaria de la que también es autor y que se alzó con el Premio Nacional de la Crítica de 2008.
Resulta interesante volver a sus páginas para constatar su profunda lucidez al retratar, con virtuoso realismo, la sociedad en que vivimos; el alcance del mensaje que encierra su título y que, seis años más tarde, se ha convertido en vaticinio cumplido. La crisis económica ha acabado con ese espejismo de crecimiento infinito, de prosperidad sin límite, de burbuja financiera, y ahora toca saber perder. O enfocar otra vez la vida para salir adelante sin hundirse dentro de esta sociedad que, en plena transformación hacia no se sabe muy bien dónde, continúa su andadura en la segunda década del siglo XXI. Lo llamativo es que la novela se asoma a ese precipicio que ya se avecinaba, con la clara intuición de que, al final, la caída era inevitable. Por eso, la lectura de esta caleidoscópica narración es, si cabe, aún más oportuna ahora porque se comprende en profundidad ese sentimiento de pérdida, de culpa que conduce a la expiación.
La novela presenta un mosaico de ambientes y personajes cuyas historias encajan sin fisuras dentro de ese contexto de “pelotazo” económico que caracterizó a los primeros años del nuevo milenio. La ficción se centra en las vivencias de cuatro personajes que conducen el hilo narrativo por los sucesivos estadios de la vida y que muestran las dificultades con las que en ellos se encuentran. Silvia es una adolescente, hija de padres separados, que va a conocer por primera vez el amor, el sexo y la muerte de un ser querido; Ariel es un joven futbolista argentino que se instala en España al ser fichado por un equipo importante, y que debe afrontar la presión de la fama; Lorenzo, un hombre divorciado y en paro, oculta un grave secreto de su pasado e intenta recomponer su vida a pesar del remordimiento y de la sensación de fracaso que arrastra; por último, Leandro es un hombre de setenta y tres años que intenta huir de la vejez y de la enfermedad de su esposa gracias a la evasión que el sexo le proporciona.
El escritor utiliza al narrador omnisciente con una vocación de objetividad en la observación y descripción de los detalles cotidianos que roza lo documental. La historia está contada a través de una voz que actúa como filtro expositivo, que incluso narra los diálogos como si fueran parte de la descripción, simulando captar episodios de la realidad de los personajes para proyectarlos, en tiempo real, ante el lector. A lo largo de sus quinientas cuarenta y cuatro páginas se va construyendo un mundo que es fiel espejo del nuestro, en el que los protagonistas, cercanos e identificables, van descubriendo en carne propia que la vida es un proceso de pérdida, una lucha por la supervivencia que obliga al individuo a debatirse entre lo correcto y lo que no lo es; entre la moral social y la ética personal; entre el egoísmo propio y el ajeno; entre la mezquindad y la entrega; ente la ambición y el fracaso.
Silvia y Ariel encarnan la pureza de la juventud, la ingenuidad que despierta a un entorno adulto, corrompido por el dinero, única medida de valor en la escala social. Lorenzo y Leonardo, por su parte, muestran la decepción ante la realidad que el paso del tiempo y la vejez les pone delante; el peso de la culpa por los errores cometidos, el arrepentimiento y la angustia que supone acercarse a la muerte marcan sus acciones y sus tribulaciones. Aristóteles explicaba en su Poética que el auténtico héroe trágico es aquel que acaba siendo consciente de que su destrucción se debe a su conducta equivocada, a un error propio al que estaba abocado. En cierta manera, estos personajes responden a las imperfecciones de su naturaleza, caen en las debilidades humanas de las que, a su vez, son un eco amplificado las estructuras sociales en las que han de moverse, vivir y relacionarse, con ese toque trágico que conlleva lo inevitable. El hombre no puede ganar siempre cuando lucha contra sí mismo, contra sus deseos, sus miedos y sus necesidades. Y, sin embargo, sus flaquezas no pueden traducirse en maldad, ni las consecuencias más negativas de sus actos en algo premeditado. Sus intenciones son elevadas, pero sus actuaciones no están a la altura.
Los cuatro personajes asisten a su presente con desconcierto, con temor y con la decepcionante impresión de que, se haga lo que se haga, siempre se pierde al final. Como decía Scott Fitzgerald en su espléndido cuento The Crack-up, toda vida es un proceso de demolición que se manifiesta en pequeños golpes cotidianos, hasta que uno se da cuenta de que ha tocado fondo y de que ya nunca será un hombre tan sano. Esta obra de Trueba, tierna a veces, otras divertida o irónica, muestra su profundo lirismo en esa conclusión subjetiva a la que los personajes se asoman, igual que la sociedad española se asomó a la crisis de su sistema en 2008, y que asumen con resignación y tristeza: que en la vida lo importante es aprender a perder, con fortaleza, para pasar página y seguir adelante hasta que todo se acabe. Ese es el destino de nuestra tragedia, que se percibe mejor cuando más se vive, pero que, mientras tanto, deja resquicio para la felicidad y la alegría.