Un milagro de piedra llamado San Juan de la Peña
Por Víctor F. Correas. De cuando en cuando me dejo caer por lugares singulares de este país. No me digan por qué ni las razones de tal impulso.Leo al respecto, reviso fotos, algún vídeo, y si me atrae lo suficiente, allá que acudo a conocerlo. Sin más preámbulos. Y ha sido ver una de esas fotos que guardo en el disco duro externo de mi ordenador y recordar la visita a uno de esos emplazamientos que sobrecogen a uno. Basta con ver la imagen adjunta a estas líneas para dar fe de que no miento; ni falta que hace. Como comprenderán, no gano nada con ello.
El lugar en cuestión es un monasterio único y particular ubicado en tierras oscenses, a escasos kilómetros de Jaca. Es San Juan de la Peña. Plantar los pies en su suelo y ver piedra arriba y abajo, en el cielo y en la tierra, es uno. Entre ambos, una suerte de pétreo recogimiento en forma de cenobio. Ya desde la carretera se vislumbra la increíble arquería del claustro, al aire libre, amenazado eternamente por la misma roca que lo cobija, en las entrañas de la sierra a la que da su nombre. Visto así, parece como si la piedra se hubiera detenido a la hora de comerse la fábrica cuyos muros custodian uno de los emplazamientos más impresionantes de la cristiandad. Que no es poco.
Situado en la provincia de Huesca, en plena Jacetania, a pocos kilómetros de un maravilloso enclave llamado Santa Cruz de la Serós, San Juan de la Peña habla. Depende de lo que cada cual quiera escuchar, eso sí. Pero habla; incluso relata con voz queda y gutural sus avatares. Hito de eternos peregrinos que recorren el Camino Aragonés, hay que pegar el oído a la piedra para escuchar, sobrecogido, su tremenda historia, que se inicia en el siglo X. Incendios, desolación, luchas intestinas y un milagroso origen se funden aquí con total naturalidad.
─ ¿Te cuento lo del santo?
─Si se tercia…
Leyenda y tradición, como suele ocurrir en estos casos, se funden a la hora de explicar el nacimiento del lugar. Unas y otras cuentan que a principios del siglo VIII un joven zaragozano llamado Voto perseguía un ciervo por estas tierras. El ímpetu, que cegaba su visión, le impidió ver cómo el animal y él mismo se encaminaban hacia un precipicio de la Sierra de la Peña. Una vez caído el ciervo, y consciente de su trágico destino, Voto se encomendó a San Juan, y el caballo, repentinamente, se posó con suavidad en una roca donde dejó sus cascos marcados. Aún excitado por el episodio, aquél siguió un sendero que nacía en el lugar donde cayó hasta alcanzar una cueva donde yacía el cuerpo de un eremita, San Juan de Atarés. Tan marcado quedó tan marcado por la experiencia el tal Voto que nunca más abandonó el lugar, y su cuerpo fue sepultado junto al del eremita.
─ ¿Te lo crees?
─Cuando la realidad y la leyenda andan en trifulcas…
Porque ni la una ni la otra se pondrán de acuerdo alguna vez. Contemplo absorto lo que el monasterio cobija: los estilos (prerrománico, románico, gótico, barroco y neoclásico) se mezclan con total armonía y ofrecen visiones tan bellas como el Panteón de los Reyes, donde descansan los primeros reyes de Aragón y, por encima de todas, la del claustro. Incluso aguzo el oído para escuchar las explicaciones que una atenta guía ofrece a un grupo de jubilados. Les cuenta, casi analiza, cada uno de los capiteles que componen la obra y la originalidad de todos y cada uno de ellos. Al igual que ellos, también admiro uno por uno los capiteles; su autor, capaz de recrear en una piedra tanta emoción y sabiduría, lo merece. Los jubilados, sin conocer la historia que aquéllos encierran, unos asienten con caras perplejas, otros exhiben francas sonrisa. Lo mismo que hicieron seiscientos años atrás quienes pidieron a los monjes que velaran por sus últimos días, o simplemente un lugar en el que pernoctar. Aunque no hubieran leído nunca las Sagradas Escrituras ni supieran leer siquiera, la piedra les hablaba. Y lo sigue haciendo. Por los siglos de los siglos.
─Es una pena. Cómo tendría que ser de bonito si no hubiera sido por el fuego…
Recojo sonriente el comentario soltado a vuelapluma por una anciana de aspecto jovial y suave sonrisa de asombro en su rostro. Pero no sólo fue el incendio, el de la noche del 24 de febrero de 1675, que devastó por completo el monasterio durante tres días y obligó a la comunidad que lo habitaba a edificar uno nuevo algo más arriba, en la pradera de San Indalecio; también los franceses, que durante la Guerra de la Independencia hicieron de las suyas por aquí; y Mendizábal, cuya desamortización dio la puntilla casi definitiva al Monasterio de San Juan en 1836. Vamos, que entre todos lo mataron y él solo se murió. Las ruinas dieron paso al olvido, y éste a un silencio del que, poco a poco, emerge como una sombra deseosa de recuperar su brillo y esplendor.
Abandono el lugar con cierto frío en el cuerpo, echo la vista atrás, lo contemplo por última vez y asiento con la cabeza. No sólo los ha recuperado, sino que se ha apropiado de ellos. Para siempre.