A mis quince
Por Fernando J. López. Era 2º de BUP. El año del Latín y la Física y Química. El curso de la Literatura medieval y la trigonometría en Matemáticas… Hasta entonces todo había sido fácil. Y no porque no lo supiera, sino porque era cómodo evitarlo. No había tanta necesidad. Ni tanta urgencia. Los juegos de la infancia permitían disimular lo que para mí ya empezaba a ser obvio. Lo que confiaba que el tiempo, del algún modo, se llevaría consigo.
A aquellos juegos les sucedió la adolescencia y, con ella, la certeza de no encajar. La duda en la mirada de cierto compañero que, unos pupitres más allá, parecía poder entender lo que me sucedía. El miedo, sin embargo, aniquilaba la posibilidad. Y el no sentirme parte de lo esperable acabó recluyéndome en mí mismo. Era más fácil esconderme que intentar asumirme, sobre todo porque no tenía ni idea de cómo debía empezar a hacerlo.
Pero aquel 2º de BUP lo cambió todo. Porque -y aquí está la razón de que hoy sea dramaturgo- empecé a hacer teatro en el instituto. Porque ese año conocí a una de mis mejores amigas -aún hoy lo somos- con quien compartiría cine y confidencias. Porque rompí la timidez y decidí que mientras aprendía a ser yo, al menos, podía empezar el viaje de buscarme. Y en ese viaje hubo historias de ambigüedad con chicas a las que amé, claro que las amé, solo que de otro modo al que ellas necesitaban y al que yo sabía que quería llegar a hacerlo con otro alguien. Y hubo silencios incómodos con chicos a los que no les podía confesar que me ponía nervioso cuando sabía que íbamos a coincidir en aquellas pandillas inmensas donde todo era una excusa para beber juntos, para reír juntos, para provocar juntos. Aquellas noches en las que, entre mini y mini de calimocho, podías fingir que era una broma abrazar o tocar -furtivamente- a ese colega a quien no querías llamar así.
En esos años no me fue sencillo encontrarme. Y no porque no supiera que estaba ahí, al otro lado de mi inseguridad, sino porque sentía que me faltaban referentes que me permitieran verme en un espejo donde quienes aparecían -en los libros, en la publicidad, en cuanto me rodeaba- no sentían ni deseaban como yo. Fue entonces cuando el adjetivo normal empezó a hacerme daño, con esa descarnada sonoridad de las palabras que encierran morales estúpidas y prejuicios obsoletos. Pero a los quince no era consciente de ello. A los quince solo sabía que, según dictaba lo normal, me enamoraba siempre de personas inadecuadas. Según quienes pronunciaban ese término con tanta seguridad.
No mucho después -y en secreto- apareció el primer chico. Todo a escondidas. Todo sin nombres. Todo a oscuras… Y poco a poco, aquel silencio que me separaba hasta de mis amigos se volvió sórdido. Por eso lo rompí. Y recuperé la sonrisa de aquel chico de quince años que descubrió en el teatro un modo de expresarse y en la amistad de ciertas personas un refugio al que siempre habría de regresar. Desde entonces fue inevitable pelear por ser yo. Al principio no parecía sencillo, como sabemos todos los que llevamos mucho tiempo ejerciendo nuestra identidad sin ocultarnos, pero sí contaba con la motivación y con el impulso, con la necesidad, activista y activa, de marcar territorio y romper sombras.
Todo fue bien hasta que, unos años después, llegué de nuevo a las aulas. Y esta vez, como profesor. No sé lo que esperaba, pero sí sé lo que me encontré. Me encontré con un oficio que me apasiona y, a la vez, con una puerta abierta -y peligrosa- hacia aquel adolescente que no terminaba de encontrarse. Y, años después, volvía a dolerme encontrarme con el consabido maricón escrito en pizarras, mesas y alguna mochila. Volvía a estremecerme la mirada de desprecio de sus compañeros hacia cierto alumno con algo de pluma. Volvía a herirme la pesadumbre de alguna alumna a quien en casa -e incluso entre ciertos miembros del claustro- martirizaban por haber confesado que era lesbiana.
No recordaba ese dolor. Me había sumergido en mi propia autosatisfacción. En la felicidad de mi libertad conquistada: individual e insuficiente. Porque mi viaje era inútil si no servía para algo más. Si no intentaba que aquel miedo que me detuvo años atrás no paralizase también a quienes ahora tenían esos mismos quince. Ya no se llama BUP. Ni sé si se da o no trigonometría en esa edad. Pero sé que reconozco la misma inseguridad, las mismas miradas ambiguas, los mismos juegos que ocultan entre el deseado y el deseante una seducción que el segundo suele saber imposible.
Desde ese dolor escribí La edad de la ira. Porque pensé que a mis quince me habría gustado leer un libro donde la realidad fuera cercana a mí. Reconocible. Una novela donde lo normal tuviera mi forma de sentir y no la de todos los demás. Un libro donde el amor tuviera muchas formas y muchas direcciones. Donde se pudiese amar sin tener miedo. Donde ese amor fuera, a su modo, el núcleo del relato.
Nunca, hasta hoy, había sentido la necesidad de compartir este porqué. Pero ahora que La edad de la ira acaba de volver a la vida con Booket en su nueva edición sí necesito hacerlo. Porque desde que fuera finalista al Nadal, desde que se publicara con Espasa, desde que llegara por primera vez a las librerías hasta ahora, he seguido viendo -y viviendo- en las aulas las mismas situaciones que describo en ella. Situaciones de soledad, de desorientación y, peor aún, de acoso que me devuelven al dolor de aquellos quince de los que no me siento tan lejano y que me recuerdan cuánto nos queda por luchar. Y es que si adolescente es aquel que carece –adolece- de algo, resulta evidente que todos los somos. Algo que, mientras sigamos teniendo quince, seguiremos buscando.