Diario de una estudiante en Paris: la ciudad que madruga
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
Paris madruga, a primera hora de la mañana sus estaciones de metro se convierten en aglomerados cruces de anónimos recorridos, el estridente pitido de las puertas al abrirse tras convalidar el billetes es continuo y los bancos son casi siempre insuficientes para todos aquellos que se reúnen en los andenes. Para los que venimos de lugares sincronizados con la impuntualidad, los trenes parisinos llegan con inusual rapidez, la espera siempre breve permite a penas repasar los titulares de la prensa, compañero de viaje para la mayoría de los que, a horas tempranas, se dirigen mecánicamente a su trabajo. Los estudiantes, adolescentes de adormilada mirada, viajan aislados entre los auriculares, mientras cargan con pesadas mochilas apoyadas en el suelo, en el exiguo espacio que queda libre entre botas, zapatos de tacón y llamativas deportivas. París madruga cada día de la semana; los sábados, los domingos, incluso los festivo, la ciudad está en movimiento, a pesar de que la luz del día, matizada por las nubes bajas de la mañana, todavía se resiste a despertar. Es sábado, no son todavía las ocho y media de la mañana y el barrio de Marais ya ha dado el buenos días a sus vecinos. La frutería de Rue Saint-Antoine ya expone su mercancía a una calle donde no faltan transeúntes; en la boulangerie de al lado, el olor de los cruasanes recién hechos invita a entrar en busca de un desayuno que, en bolsas de papel, los transeúntes llevan consigo sin así detener su marcha. No hay todavía terrazas abiertas, es febrero y el viento sopla con fuerza; en Place Sainte Catherine, con rítmica lentitud, los camareros empiezan a sacar algunas mesas y a preparar las estufas o a extender las lonas que recubrirán aquellas mismas mesas en las que, poco tiempo después, se reunirán los vecinos para acompañar el expreso con el cigarrillo de la mañana. Cruzo la plaza, entre las bajas paredes de edificios que la rodean, reina un silencio que se disipa al llegar a Saint-Antoine, donde el tráfico fluido convierte el barrio en ciudad. Me dirijo al metro de Saint-Paul, de allí a Chatelet-Les Halles, una ciudad subterránea en la que, a modo de encrucijada, los caminos posibles se confunden, a pesar de algunas gastadas indicaciones, y donde las múltiples direcciones se ofrecen al viajero -ya no transeúnte- en un amplio abanico de opciones posibles frente al cual nadie duda. Se equivocaba Marc Augé, en Chatelet-Les Halles nadie parece dudar de la dirección que debe tomar, con mirada al frente, los viajeros se dirigen con automatizada seguridad a las diferentes vías: tras los colores y los números de las líneas metropolitanas se esconden los anónimos viajeros que, aun compartiendo los mismos pasos, las mismas escaleras y los mismos vagones, se ignoran en el automatismo de un programático recorrido
Diez minutos separan la línea 4 del metro de la RER B dirección sur; algunas maletas arrastradas por sus cansados dueños se cruzan en mi camino, se dirigen al aeropuerto de Orly, la última estación de este tren de cercanías que me dejará en la Cité Universitier, donde resido y donde hubiera tenido que transcurrir la noche. Tras cinco paradas, me encuentro frente al inmenso campus internacional; todavía no son las nueves de la mañana, tengo tiempo de subir a la habitación y ducharme antes de que se acabe el turno para el desayuno. El frío que sentía al salir del apartamento del Marais ha desaparecido, me desabrocho el abrigo comprado a penas una semana antes en Barcelona en previsión de las bajas temperaturas de la capital francesa. No hace tanto frío como hubiera esperado, «catorce grados», exclamaba, sorprendida, Estela la pasada noche, mientras buscábamos un bar donde tomar unas copas entre los tantos locales que, de noche, iluminan, y hacen bulliciosas, las calles del barrio Latino. Camino con prisa, los irregulares y descolados adoquines, hacen del andar un ejercicio de equilibrismo; con el abrigo desabrochado y acalorada, me presento en la conserjería de la residencia, espero que no pregunten nada, no quiero dar explicaciones, no quiero tener que decirles que no pude regresar a mi habitación porque perdí el último RER. «No es culpa mía», pienso en el intento de inventar una posible justificación ante la temible pregunta, «no es mi culpa que Paris se acueste tan temprano». No eran todavía la una cuando, al entrar en la estación de Luxemburgo, las puertas bloqueadas hacían intuir que el último tren hacia Orly ya había pasado; el jefe de estación, me lo confirma, hasta las 12:30 hay RER, el metro -cuya trayectoria, a pesar del nombre, no es mucho más restringida- funciona hasta una hora más tarde. Frente a un mapa, el jefe de estación me señala como llegar hasta mi destino, el metro hasta Porte d’Orleans es la única opción que tengo. Trato de localizar la parada en el mapa que, en estos primeros días, he tratado de reconstruir, pero la puerta de Orleans, tan familiar para aquel joven frente a mi, se me aparece como un punto disperso en una geografía que no reconozco. Le doy las gracias y miro a Estela, que sonríe a mi lado, pues mi rostro debe reflejar la incertidumbre que, sin embargo, trato de disimular. No es muy tarde, en Barcelona, a esa hora los restaurantes se vacían y los bares de copas empiezan a llenarse, en París, sin embargo, ha empezado la retirada. Mientras permanezco inmóvil buscando, ilusa, una solución alternativa a mi regreso, un grupo de jóvenes todavía imberbes ríen exageradamente por los pasillos de la estación. A estas horas, quienes no van a discotecas, comienzan su regreso a casa, me explica Estela, los bares no tardarán en cerrar y la ciudad, al ritmo del frenado de los metros, también empieza a detenerse por algunas horas.
Diario de una estudiante en Paris: las primeras horas https://www.culturamas.es/blog/2014/02/12/diario-de-una-estudiante-en-paris-las-primeras-horas/