Ardalén, de Migelanxo Prado
Por Julio Andrés García Lana
«Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio.» (Federico García Lorca)
Miguelanxo Prado siempre logra sorprendernos. La experiencia que proporcionan sus obras es única e irrepetible. Tremendamente estética, y de narratividad (perdóneme la metáfora el lector) tangible, tanto por su capacidad cromática, como por su singular estilo lírico. Cuando abordó la realización de su película De Profundis, Miguelanxo Prado destacó que lo que buscaba era:
“A nivel visual, recuperar todas las posibilidades expresivas de la imagen (color, matices, texturas, rasgo, pincelada…), aunque fuese renunciando a la espectacularidad del movimiento (aún no tenemos medios técnicos que nos eviten esa renuncia, pero no tardarán en llegar). Y a nivel de contenido, elaborar un discurso de carácter poético, centrado en transmitirle al espectador sensaciones y emociones.”
Vi el film por primera vez cuando tenía diecisiete años. Se acababa de estrenar. Había comenzado mis estudios de arte hace poco tiempo y me entusiasmó. La técnica de la película era tremendamente original: como armazón de los stop motion, el artista utiliza óleos. El trabajo necesario es enorme y se asume de una forma artesanal, puesto al servicio de un cúmulo de sentimientos. Recuerda esa delicadeza de las películas de Hayao Miyazaki, de estética sencilla y cuidada, con argumentos que hablan de la protección de la naturaleza, o de la defensa de los animales. Uno de los mayores éxitos de Studio Ghibli, marco en el que Miyazaki ha desarrollado sus obras, fue La Princesa Mononoke. El director pinta (ésa es la palabra, y no otra) a una humanidad volcada en el progreso tecnológico a cualquier coste. En el sacrificio, se destruyen bosques enteros, pero sus habitantes (en sus películas hay un profundo poso sintoísta), lobos y jabalíes orgullosos y de gran poder, se rebelan ante tamaña afrenta. La película es un canto a la belleza de la naturaleza, al poder de los bosques y a la comunión con ellos.
Miguelanxo Prado homenajea en De Profundis al padre mar. Ese gran gigante que invade las vidas de miles de personas. Devora el aliento de los marineros, pero también los alimenta, les da cobijo y un medio de vida. El gigante se mostró herido con el desastre del Prestige, y fue curado por ciudadanos anónimos. Máquina de mitos maravillosos y realidades fascinantes, que se mostraba dañada y supuraba sangre negra. El gran azul que baña las costas gallegas en las que el autor nació, y que vuelve a jugar un importante papel en Ardalén, donde la vida marinera y su Galicia natal forman parte indispensable de la novela gráfica.
Ardalén es el nombre de un viento que sopla desde el mar hacia la tierra. Según las creencias populares, se origina en el continente americano, cruza el Atlántico y llega a las costas de la Península Ibérica. Sobre ese viento cabalgan recuerdos, ensoñaciones, tristezas y alegrías. Vidas humanas entremezcladas en la memoria de un habitante gallego. Marineros sin tierra, prostitutas porteñas, emigrantes gallegos, y bellas musas jóvenes. Todo se mezcla en el ardalén, y es captado por un habitante de los bellos parajes gallegos. Verdes y melancólicos, de lluvia casi perenne. Miguelanxo Prado plantea un fantástico ejercicio sobre la memoria del ser humano, sus límites, creación y destrucción. Crea un planteamiento subyacente muy profundo. La lectura del cómic deja un fuerte poso amargo. Es una obra de las que calan. Lo busca, es verdad. Recurre a instrumentos que sabe que van a llegar a la sensibilidad de cierto tipo de lector. Pero eso es lo de menos. Interroga sobre pasado y presente a través de historias bien hilvanadas, utilizando un magnífico poema visual.
Bien cerrado y detallista, con concesiones a la realidad que reafirman la historia. Lo representado plásticamente parece factible a pesar de su visible fantasía. Como las películas de Miyazaki o Isao Takahata, Miguelanxo Prado nos atrae por su estética candorosa y frágil. Plantea las obras como un regalo para sí mismo, ideas de reflexión intimista. Ejercicios metalingüísticos como los que ya encontramos en Trazo de tiza, se dan cita también en Ardalén. Ficción y realidad rompen los límites que tradicionalmente las separan y forman un terreno intermedio, una tierra de nadie.
Es cierto que, en realidad y a pesar de las concesiones metalingüísticas, la estructura narrativa es muy tradicional. Las viñetas se constituyen como pequeños cuadros que apenas varían. Sirven, simplemente, para que el autor desarrolle su potencial creativo. Y a veces resulta un poco cargante. El tapiz visual se convierte en una muestra de virtuosismo técnico antes que en una vía de transmisión plástica o narrativa. Pequeños cuadros en vez de pequeñas viñetas.
Pero la conjunción acaba resultando emocionante. Gusta. Atrae. Incita a llegar al final. Lo que encontramos en Ardalén es al Miguelanxo Prado más característico. La retahíla de premios que ha recibido (desde el Premio Nacional de Cómic hasta el reconocimiento del Salón del Cómic de Barcelona) no son más que un reconocimiento, ya no sólo a Ardalén, sino al Miguelanxo Prado totalmente libre que, ante todo, crea una obra por la mera finalidad de disfrutar creándola. Ese es el secreto que hace luego disfrutar al lector.