La mala luz
La mala luz, Carlos Castán. Ediciones Destino, Barcelona, 2013. 227 pp. 16.90 €
Por Nere Basabe
No hay en mis estanterías libros más subrayados que los de Carlos Castán. Sólo de lo perdido o Museo de la soledad nos confirmaron a Castán como uno de los mejores cuentistas de nuestro país, de esos por cuyos textos uno desarrolla verdadero apego, y nos situaron en la curiosidad impaciente ante su “estreno”, pasada la cincuentena, en el género de la novela.
Sólo había una certeza: volver a disfrutar de su prosa. Castán es maestro de la frase redonda que lees y relees en voz alta, que paladeas, que se queda contigo por su música. La oscuridad, la tristeza, el desaliento y la amargura de lo que se cuenta (porque de eso va La mala luz, del “esfuerzo que, de un tiempo a esta parte, me costaba estar vivo”, p. 81) queda eclipsado por la belleza de cómo se cuenta, especialmente en lo que parece ser la constante que atraviesa su narrativa, la obsesión por el paso del tiempo y lo que quedó atrás: “como si en realidad pudiésemos ser algo más que lo que queda, siempre lo que queda, lo poco que queda, lo casi nada que queda después de haber recorrido los miles de caminos, después de haber amado, después de haber vivido entre paredes y espadas, acorralados contra el cielo y contra las piedras” (p. 88). Carlos Castán se atreve, desde luego, a remar contracorriente y contra el manido precepto de la prosa contenida, en largas oraciones que se desbordan de la página, incidiendo una y otra vez en la herida y arañando con ello la superficie epidérmica del lector. Porque apela a lo más íntimo de cada cual, tiene la capacidad virtuosa de conectar, a través de reflexiones poéticas e imágenes poderosas, con lo más hondo de nosotros mismos: “recuerdo el miedo que yo era” (p. 23); “lo verdaderamente terrible son los años perdidos por venir” (p. 40).
Posee La mala luz algunos pasajes, pequeñas historias dentro de la historia que son haces de luz, como la del minero chileno que se le aparece en sueños, la vida imaginada con la dependienta oriental de un bazar chino, el triángulo amoroso de Duras o los recuerdos de la madre sobre su amiga de juventud Gisia Paradís; su técnica brilla especialmente en el capítulo en el que, mientras habla con Nadia por teléfono, ve en el televisor un documental sobre la Segunda Guerra Mundial, superponiendo ambos planos: “Quiero verte, Nadia, quiero verte, ahora que los divisionarios españoles se preparan para cruzar el Oder y Stalin grita desde lo alto de un balcón (…) Ven porque Berlín es ahora mismo una enorme extensión de ruinas humeantes…” (pp. 171-173). Porque La mala luz es también, en medio del paisaje devastado, una novela de amor, aunque sea entendido como “una especie de desconcierto compartido” (p. 193), una tragedia, una imposibilidad: “por fuerte que la abrace, es un montón de nada lo que retengo, lo que temo perder, lo que me mata” (p. 89). No es sin embargo el contenido romántico lo que, personalmente, más me ha interesado, tal vez porque esas semblanzas de mujer fatal despiertan mis recelos; tengo la sensación de que, cuando Carlos Castán se asoma o roza el cliché de la otra sentimentalidad (los bares con humo, las habitaciones de hotel con las sábanas revueltas), pierde algo de lo que le es más propio. Emoción que sí me alcanza de lleno, en cambio, en las visitas al geriátrico donde está la madre o, el que es mi favorito, el capítulo “El niño de las palomas”, donde el protagonista se enfrenta a una foto de sí mismo en la infancia: “Dentro de una caja de cartón encuentro una foto en blanco y negro en la que camino feliz abriéndome paso entre las palomas de una plaza (…) Debo de tener unos cuatro o cinco años (…) la palabra ‘yo’ se me desdibuja por momentos, creo que no la entiendo. (…) Niño, perdóname por todo el daño que te he infringido, por lo que he acabado haciendo con tu vida. (…) Necesito hoy decirte (…) que me gusta que seas mi pasado y que estoy orgulloso de tus diplomas del colegio y de las cosas que dibujabas con cuatro pinturas (…) quiero que sepas que duele de puro frío el lugar de mis entrañas donde dormías abrazado a tu camión de plástico, con tu elefante de juguete, tu pijama heredado, tus ganas de conocerme tal como creías que yo iba a ser y al final no supe. (…) afortunadamente un niño no puede recordar lo que será. Por eso juegan y ríen, los niños, por eso no se tiran por los barrancos” (pp. 135-139).
Es otro tópico, de la crítica esta vez, dividir el comentario en forma y contenido. Cuál fue mi sorpresa, cuando ya llevaba leído casi la mitad del libro, al echar un vistazo a la sinopsis de la contraportada y encontrarme de que allí se hablaba de una novela que no parecía ser la que yo estaba leyendo. Para que este libro fuera el “vertiginoso thriller” que promete la contraportada habría necesitado de otros ingredientes. No es la historia del amigo Jacobo la que se narra aquí (es de hecho el personaje más débilmente trazado, porque la novela, de tan intimista, cae a ratos en el ensimismamiento), ni la de su asesinato ni la posterior investigación (me quedo con el momento del interrogatorio policial en el que, para explicar quién era el difunto, el protagonista sólo explica que “Samuel Beckett le gustaba mucho”, p. 96, o las maledicencias en el velatorio, “dicen que ni plancha tenía”, p. 111), ni el romance con Nadia; esa trama negra parece de hecho estorbar a ratos, no avanza, y se resuelve de manera precipitada en el último capítulo: la tensión no se logra con técnicas argumentales, sino con la cadencia de la prosa. Porque sí hay una indagación en este libro, no la del homicidio sino la que emprende el protagonista, en primera persona y que carece hasta de nombre, acerca de sí mismo; ahí reside la importancia de esos “investigadores” sin rostro, leitmotiv de la novela, casi un estribillo, pero que no son sino alegoría: “Vendrán un día los investigadores y averiguarán lo que yo nunca supe, las razones escondidas de mis miedos, la raíz de las tormentas, los motivos de la noche (…); pondrán patas arriba lo sagrado, lo delicado, lo medio roto, todo lo que se sostenía de puro milagro. Vendrán un día los investigadores y sabrán a quién amé” (p. 133).
Novela tremendamente literaria, trufada de versos de Celan, Kavafis, Vallejo, de libros de Bataille o Marguerite Duras, de fotos de escritoras suicidas o canciones de Moustaki y Johnny Cash, de París y Malasaña, La mala luz es todo un canto de amor a la literatura que sabe (invirtiendo el título de su anterior libro, Polvo en el neón) extraer luz de entre los escombros, hacerse cargo del zarpazo de lo bello y la ternura, y finalmente atreverse a abrazar “casi sin cautelas” (p. 204).