Nebraska (2013), de Alexander Payne
Por Jordi Campeny.
El inexorable y despiadado paso del tiempo, los hilos generacionales, viajes físicos que son –también– interiores, paisajes más vacíos por los muchos que ya no están, los nidos derribados, la tierra que pisamos y que, yerma, se extiende ante nuestra mirada; el Medio Oeste americano, la simple poética de (sobre)vivir; restablecer los vínculos, enfrentarse al crepúsculo de la existencia.
Estos conceptos, grandilocuentes y sencillos a la vez, son los que laten por debajo de la última propuesta –bella, triste, levemente envolvente– del director norteamericano Alexander Payne, Nebraska. Una vez más, como ya hizo con sus célebres A propósito de Schmidt (2002) y Entre copas (2004), se sirve de una excusa, o mcguffin, para contarnos los periplos interiores de unos personajes a través de un viaje físico; una road movie. En este caso, Payne narra la historia de un anciano, huraño, de pocas palabras y con síntomas de demencia que recibe un señuelo publicitario prometiéndole un millón de dólares. El viejo Woody, con un pasado turbio y etílico, convence a su receloso hijo David para emprender un viaje al estado de Nebraska e ir a cobrar el “premio”, ante la sorpresa de la madre y del hermano triunfador.
Como en su anterior película, Los descendientes (2011), la vibración emocional entre generaciones se halla íntimamente ligada a la tierra que late bajo sus pies. En este caso, América. La América profunda que tanto conoce Payne. Paisajes vastos, bellos y desolados; réplica o reflejo de sus paisajes internos. Escenarios en blanco y negro, melancólicos, elocuentes y poéticos. El pueblo donde nacieron; un terruño donde todavía viven unos pocos pero donde muchos más yacen para siempre. Los vínculos rotos. La casa donde el viejo Woody nació y fue feliz; un nido desvencijado y muerto, como sus padres y hermanos. El tiempo y el viento que acaba con todo. Ya lo dijo aquél: “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”.
A pesar de lo lúgubre y triste que pueda parecer todo, la película –y ahí reside su mayor acierto– está atravesada, de cabo a rabo, por un fino y negrísimo sentido del humor que equilibra totalmente la balanza hasta el punto que, a pesar de que en algún tramo del camino el espectador pueda emocionarse –levemente–, la risa (o la sonrisa) se acabará imponiendo. Un elenco de actores principales en estado de gracia (los tres principales, perfectos: Bruce Dern, Will Forte y June Squibb), pero también una elección de secundarios de auténtico lujo (por la normalidad, vulgaridad y verosimilitud que desprenden) y un muy tonificante humor negro contribuyen a ello de forma decisiva.
Sencilla e inspiradora película, en definitiva. La decisión de su director de rodarla en blanco y negro no hace sino acentuar la poética de lo cotidiano, de la vida que se escapa, de un mundo que se pulveriza. La película muestra la América del Norte real, auténtica; justo la que se encuentra al cruzar el espejismo de los flashes y el glamour, la cara B del viejo sueño americano. Un país, como todos, azotado por la crisis, la soledad y la intemperie.
Es casi imposible no rememorar la road movie que nos ofreció David Lynch en 1999, Una historia verdadera, con la que Nebraska guarda no pocos puntos en común. Como en aquélla, la propuesta de Payne es la vuelta a los orígenes de un anciano en el ocaso de su vida; es su país desfilando ante sus ojos y es la tierra que lo acogerá en breve. Son los hijos que se quedarán, es un último intento para intentar redimirse. Es la vida, que se acaba; y acabándose, a su vez, sigue.
Para ser justos, vamos a situar algunos leves elementos en el otro lado de la balanza: Nebraska deja conceptos hondos en el espectador, pero no es una película especialmente profunda; resulta perfecta y precisa, pero no arriesgada; es emotiva y tierna, pero no contundente. Es tan difícil criticarla como salir realmente removido por ella. Deja escasas grietas para la discrepancia, puesto que pisa terreno firme y seguro. Conmueve, pero no zarandea.
Es lánguida, suave, tierna y despojada. Como una caricia.