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Testigos del pasado

Por Miguel Ángel Montanaro. Pablo y Eduarda corrieron a refugiarse bajo las ramas de la ceiba que vigilaba los tinglados del puerto. El intervalo entre la primera y la segunda explosión había sido demasiado breve. Pablo, alertado por los rumores del sabotaje que acechaba al barco yankee atracado en el puerto de la ciudad de La Habana, y prevenido por el sexto sentido que ya le había salvado la vida en más de una ocasión, se arrojó sobre su esposa protegiéndola con su cuerpo; pero ella, aterrorizada, no pudo reprimir un grito cuando a escasos centímetros de su cara, cayó humeante la bota de un marinero norteamericano con el pie dentro.
Apenas una hora después, cuando Mamá Rosilla, la sirvienta cuarterona, se afanaba en desanudar el polisón que levantaba por detrás el vestido de faya de su señora, Pablo ocultaba disimuladamente un pequeño revólver en la cintura antes de abotonarse la levita.
–No me esperes levantada –se despidió con una sombra de preocupación en su sonrisa.
–¿Al final vas a ir de paisano? –preguntó ella dejándose hacer por la criada.
–No es prudente que salga de uniforme después de lo que ha pasado esta noche. En el cuartel tengo ropa de faena y no creo que en adelante tenga que ponerme de nuevo el traje de gala. Desde hoy, los españoles desfilaremos poco en La Habana.
–Ten mucho cuidado y no quieras ganar la guerra tú solo –dijo al besarle en la mejilla, obligando a la sirvienta a detener su tarea y a quedarse parada con un cordón del polisón en cada mano, como si estuviera domando a su ama.
Esa noche, a nadie se le escapaba que los norteamericanos ya tenían su guerra.

 

Estados Unidos, desde su fundación como nación, ha deseado anexionarse Cuba.
No en vano, el que fuera Presidente de los Estados Confederados de América, Jefferson Davis, proclamó en el Senado: «Cuba tiene que ser nuestra».
Posteriormente –y adelantándose en más de un siglo a la invasión de Bahía de Cochinos–, el venezolano de origen vasco, Narciso López de Urriola, pagado por políticos y empresarios del azúcar, intentó desembarcar en la isla varios cientos de hombres armados en 1848, mientras la oferta económica a España por el territorio caribeño se incrementaba de cien a ciento veinte millones de dólares.
Las décadas de tensión en la zona y el levantamiento del pueblo cubano contra el agónico poder colonial español, dejaron a la isla como una fruta que los norteamericanos creyeron lo suficientemente madura para que cayese en la cesta de su intervencionismo expansionista.
Así las cosas, la oferta subió a los ciento cincuenta millones de dólares.
El gobierno español, orgulloso, y sobre todo, temeroso de que una mala jugada política terminase por desacreditar a una monarquía anquilosada en el pasado, resistió los envites de los norteamericanos; no obstante, mientras continuaba la guerra contra el Ejercito Libertador cubano, España concedió autonomía a Cuba y a Puerto Rico, en un intento por evitar un enfrentamiento bélico con la nueva potencia, que condenaría a una derrota segura a una España extenuada económica y militarmente.
Los norteamericanos sólo tenían que aplicar un poco más de presión sobre  España, que ya no era ni la sombra del imperio donde nunca se ponía el sol.
Y al poco de que el presidente McKinley proclamase: «Sí posteriormente pareciera ser un deber impuesto por nuestras obligaciones con nosotros mismos, con la civilización y con la humanidad intervenir con la fuerza, sería sin falta de nuestra parte y sólo porque la necesidad de tal acción será tan clara como para merecer el apoyo y la aprobación del mundo civilizado»; los norteamericanos, enviaron a Cuba al acorazado de segunda clase Maine, con el pretexto de proteger a sus ciudadanos establecidos en la isla.
El buque atracó en La Habana el día 25 de enero de 1898 y los españoles, siempre tan cándidos, tomamos aquella acción por una cortesía y enviamos a los cruceros Vizcaya y Oquendo, a cumplimentar la visita al puerto de Nueva York.
Tres semanas más tarde, el 15 de febrero, a las 21:40 horas, dos explosiones volaron en pedazos los cuerpos de 266 marineros y dos oficiales de la dotación del Maine.
En las tareas de auxilio, en las cuales se volcaron los marinos de otros barcos que se encontraban atracados junto al buque americano, fallecieron dos españoles.
Se analizaron las posibles causas de la voladura en dos comisiones, una norteamericana y una española, a la que se le negó el acceso a la parte sumergida del casco de la nave.
Los norteamericanos dictaminaron, que la explosión podía deberse a causas externas y no, a un accidente en la caldera o a un incendio en el pañol de municiones y descartaron, como no podía ser de otra manera, una negligencia del personal de abordo.
El dictamen de nuestros marinos ni siquiera fue  escuchado.
Se culpaba a los españoles de volar el acorazado con una mina.
La suerte estaba echada.
La opinión pública norteamericana, azuzada por la prensa amarillista de William Randolph Hearst, clamó la consigna de: «Remember the Maine. Hell to Spain», y la presión a la Corona española llegó con una oferta y un ultimátum: trescientos millones de dólares por las posesiones españolas en aquella zona de influencia norteamericana, o la guerra.
España sólo podía tratar de mantener su dignidad de potencia histórica yendo a un conflicto armado, que esperaba resultase lo más corto posible, como así fue.
Así llegó el desastre del 98 que amamantaría en España a una generación formidable de escritores y nos cubriría a los españoles con una raída capa de desilusión colectiva con la que nos tapamos las vergüenzas colonialistas.
Pero no hemos terminado la historia. Puede que ustedes se estén preguntando… en realidad… ¿qué o quién hundió el Maine?
Los expertos no se han puesto definitivamente de acuerdo.
Ni la comisión Vreeland, o el estudio contenido en la monografía de Rickover, u otros, han terminado por dar una explicación satisfactoria para ambas naciones enfrentadas en su día por este extraño suceso.
Es evidente, que los españoles no atentamos contra el Maine porque lo último que nos interesaba era una guerra contra los norteamericanos. Los cubanos no tenían ni los medios, ni la oportunidad física de colocar un explosivo que alcanzase la zona crítica del buque siniestrado; y mucho menos, podían permitirse cambiar de amo.
Sin embargo, sabemos que el magnate Hearst, que había visitado la isla en esas fechas acompañado de hombres de negocios con fuertes intereses en Cuba, mantuvo su yate, el Bucanero, atracado a escasa distancia del Maine; lo que no sabemos, es por qué tomó tal cantidad de fotografías del acorazado antes de partir de La Habana, cuatro días antes de la voladura del buque de la Armada estadounidense.
Pero es muy posible que la respuesta a este desgraciado incidente la tuvieran Pablo y Eduarda.
Cuando se perdió la guerra, el matrimonio regresó a España y Pablo, que leía una creciente melancolía en su esposa, decidió construirle una casa señorial en un pueblecito en las afueras de Cartagena, pensando que tal vez, los aires del campo llevarían de nuevo el color al rostro y la vitalidad al espíritu alicaído de su amada.
Allí, en aquella casona de indiano orgulloso, que Eduarda decoró con azulejería valenciana y donde las parejas, engalanadas a la moda de la Belle Époque, bailaron en el salón reflejadas en los cristales esmerilados de Bruselas incrustados en las puertas de caoba; la pareja siempre contó la misma historia a sus hijos y nietos.
Un relato que se ha contado en la familia de generación en generación.
Pablo y Eduarda aseguraron siempre, que esa noche de su paseo por el puerto de La Habana, cuando voló el Maine, media ciudad esperaba tal acontecimiento, pues los mandos americanos habían abandonado el buque dejando abordo  a la marinería y a dos oficiales de baja graduación; circunstancia ésta que las autoridades norteamericanas siempre han querido obviar, considerándola anecdótica.
¿Por qué la alta oficilía, al completo, bajo a tierra esa noche?
Inexplicablemente, el comandante del Maine, el capitán de navío Charles Dwight Sigsbee y todos sus oficiales, tuvieron que atender distintas obligaciones a la misma hora y se le ordenó a la marinería que no saliese del buque, con el pretexto de que ellos, los marineros, podían ser objeto de ataques de la población.
Yo creo en las palabras de Pablo y Eduarda, que siempre repitieron la misma historia sin contradecirse, ni cambiar su versión.
De buena tinta sé, además, que eran buena gente. Y también sé, que la mansión donde nuestros protagonistas narraron por primera vez esa fuga de oficiales norteamericanos, la noche que explotó el Maine, encierra celosa otros sucesos inexplicables.
Pero esos hechos forman parte de otras historias…
¡Ah! Casi lo olvido. No les había dicho, Pablo y Eduarda, que ilustran con su fotografía esta crónica, eran mis bisabuelos.

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