La Religión, la lotería y el opio de la miseria: releyendo a Gramsci
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
«El opio de la miseria», así define Balzac a la lotería en la irónica descripción que realiza de Madame Descoings, uno de los personajes del relato, Un piso de soltero, perteneciente a magna obra La comedia humana, un detallado, crítico y literariamente brillante retrato de la sociedad del siglo XIX. La lotería, escribe Balzac, despierta en las personas esperanzas mágicas, engañando el árido presente con vanas e ilusorias promesas de futuro. Madame Descoings juega con la esperanza de ser premiada con un golpe de suerte, juega porque teme no jugar, teme cerrar la puerta a una suerte que, tarde o temprano, deberá llamar. Una similar descripción acerca del carácter ilusorio de la lotería, la realiza en Il ventre di Napoli el escritor italiano Serao quien, como señaló el crítico Benedetto Croce y posteriormente se hace eco Antonio Gramsci, relata como para los napolitanos la lotería se aparece como «el gran sueño de la felicidad»: con sus apuestas semanales, los napolitanos «durante seis días», escribe Serao, viven «en una creciente esperanza, que le invade, se extiende, se sale de los límites de la vida real». En su interesante texto, La Religión, la lotería y el opio de la miseria, incluido en sus Conversaciones críticas, Gramsci establece un interesante paralelismo entre la explícita definición ofrecida por Balzac de la lotería como «opio de la miseria» y la todavía hoy polémica definición de la religión como «opio del pueblo», propuesta por Karl Marx: » La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo», escribía Marx en su Contribución a la filosofía del derecho de Hegel, aunque, en posteriores textos, especialmente en La ideología Alemana, retomará dicha afirmación para concluir que la religión, como ya decía Serao acerca de la lotería, ofrece una creciente esperanza que ensombrece, cuan ilusorio engaño, la vida real, marcada por las dificultades, las contradicciones y las penurias provocadas por las desigualdades socio-económicas.
Karl Marx, gran lector de Balzac, como testimonia Lafargue en sus memorias y como también puede observarse en algunas de las cartas escritas por Engels, reelabora la definición balzaquiana de la lotería para proponer una reflexión acerca de la religión, no en tanto que creencia, sino como discurso utilizado desde los distintos poderes hegemónicos a modo de distracción y, por tanto, a modo de narcótico que oculta y dulcifica con promesas futuras la realidad de los hechos. No se trata de fe religiosa, como tampoco se trata de la lotería como mero entretenimiento, sino de cómo estos dos aspectos dejan de ser trazo característico de la individualidad de cada uno, es decir, dejan de pertenecer a la esfera privada, para convertirse en un mecanismo discursivo a través del cual regir la conducta, la percepción y el sistema de valores en el ámbito público. De los textos de Balzac, de Serao y de Marx se deduce que los tres autores, desde ámbitos y realidades sociales distintas, comparten la idea de que sea la lotería como la religión, abandonando el ámbito privado, son el «panem et circenses» de la nueva sociedad burguesa-industrial del siglo XIX. En su ensayo, anteriormente ya mencionado, Antonio Gramsci analiza, a partir de las palabras de Balzac, el paralelismo entre lotería y religión, paralelismo que tiene como nexo en común la idea de opio como elemento de distracción distorsión y, sobre todo evasión: la lotería y la religión, reflexiona el crítico italiano, parafraseando los versos de Baudelaire, han sido no en pocos momentos de la historia utilizados «como medios para disfrutar de un paraíso artificial», es decir, a modo de promesa futura, capaz de compensar las penurias sufridas en el presente. No estaba sólo Gramsci en esta afirmación, años antes Moses Hess sostenía que la religión hace soportable «la infeliz conciencia de servidumbre» y, añadía, «de igual forma el opio es de buena ayuda en angustiosas dolencias» Si el opio dulcifica las «angustiosas dolencias», la lotería despierta la ilusión de la suerte, de un posible y definitivo cambio de la persona, mientras que la religión, en particular el cristianismo, se erige sobre la promesa de la salvación eterna, que se convirtió en excusa y justificación para los sacrificios terrenales. Como ya demostró Max Weber en su ensayo La ética protestante y el espíritu capitalista, tras la reforma luterana y, en especial, a lo largo del siglo XIX, el capital, el trabajo y de productividad -y no sólo, podría añadirse, en el protestantismo- se convirtieron en la base conceptual e ideológica sobre la cual se erigía sea el concepto de progreso como la idea de salvación espiritual, en tanto que recompensa por los sacrificios realizados en una vida considerada por la doctrina católica, como una etapa pasajera hacia la vida eterna.
Si Nietzsche proclamó la muerte de Dios, Schopenhauer el definitivo corrimiento del velo de Maya, Marx la crítica a la religión, considerada como «la crítica del valle de lágrimas, cuyo halo lo constituye la religión», Gramsci propone la filosofía y, por tanto y de acuerdo con Marx, la crítica como único medio de superación de este opiáceo y falsario halo, así como única razón válida -una razón que, como dirá también Adorno, está siempre sometida a la dialéctica de la crítica- en el ámbito de lo público, de lo colectivo. La religión, a diferencia de la razón filosófica, debe permanecer en el ámbito privado, en la intimidad de la conciencia individual, pues solamente allí encuentra espacio la fe, la creencia ciega, tan necesariamente respetable como imposible de imponer colectivamente. «La filosofía es un orden intelectual», escribió Gramsci en 1926, «cosa que no pueden ser ni la religión ni el sentido común», dos conceptos generales, «nombres colectivos», imposibles de sistematizar racionalmente al pertenecer a las creencias y convicciones personales e intransferibles de cada individuo. La fe no obliga a la crítica, ni a la autocrítica; la fe no necesita de demostraciones: no puede obligarse a creer y, por tanto, no puede obligarse a compartir unos valores y unos principios que derivan única y exclusivamente de dicha fe. «La filosofía es la crítica y la superación de la religión y del sentido común», una superación que creímos haber realizado y que hoy día, con la reforma educativa y la reforma de la ley del aborto, vuelve a convertirse en un obstáculo todavía por superar. Desaparece la filosofía de los planes de estudio y la moral religiosa, íntima y personal, vuelve a convertirse en ley, en un valor forzadamente colectivo. Desaparece la reflexión y la crítica, y la religión reaparece en nombre de unos valores que justifican la pérdida de libertades.
«Por qué llamar a esa unidad de fe religión, en vez de llamarla ideología o incluso política», se preguntaba Gramsci; hoy, ocho décadas más tarde, es necesario volver a hacer la pregunta: ¿Por qué hablan de religión y no de ideología? La fe religiosa es íntima, intransferible, se vive y debe vivirse en la intimidad de la conciencia de cada uno. Es su discurso ideológico el que motiva sus decisiones y sus reformas, son sus principios políticos los que recortan libertades, los que recortan nuestras libertades. Crea en Dios, confíe a él sus penas y sus esperanzas, pero no quiera que yo también lo haga. Así como no me obligan a jugar a la lotería, no me obliguen a claudicar frente a unos principios que no son los míos. No me quite la libertad sobre mi cuerpo, pero tampoco sobre mi intelecto, recuerde la frase de Kant «Atrévete a pensar por ti solo». Yo no sólo me atrevo, sino que quiero porque es precisamente está libertad de reflexión y de decisión la que me hace ciudadana de un sistema democrático, aconfesional donde las creencias no son leyes. Ya no hay opio que sirve, ni paraísos artificiales que valgan. Es el tiempo de la filosofía, es decir, el tiempo de la libertad de decisión.
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En el modelo neoliberal, las diferentes iglesias y organizaciones religiosas medran y se erigen como tenedores absolutos de los valores positivos en la sociedad, al desentenderse el Estado de este tipo de obligaciones y dejarlo casi exclusivamente en manos privadas (las de dichas iglesias). Así, el Estado se convierte en un mero distribuidor de privilegios y castigos, y cualquier atisbo de moralidad o cohesión social es entregado a elementos privados, los cuales se abrogan el papel de conciencia de una sociedad de forma espúrea y bastante hipócrita. Se consuma así el proceso de dominación blanda por imposición de consenso al que toda sociedad reaccionaria aspira. Para colmo, lo irracional (la fe, por ejemplo) pasa a ser el eje vertebrador de las relaciones colectivas, envenenando las posibles opciones de crítica racional.