Japón y el arte del XIX en Pelayo74
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
“¡Tan cierto es que hay en las producciones múltiples del arte un algo siempre nuevo que escapará eternamente a la regla y a los análisis de la escuela!, exclamaba Charles Baudelaire en 1866, en una París todavía encorsetada entre las reglas academicistas del arte, una París en la que la creación artística y literaria palpitaba con fuerza contra la rigidez estética y moral que, desde el neo-clasicismo, cerraba las puertas a toda creación que contravenía aquellas normas no escritas, pero públicamente asumidas. Pocos años antes, en 1858 Baudelaire se enfrentó a la censura, los versos que componían Las flores del mal fueron definidos como poética y moralmente indignos, tan indignos y reprobables como la temática de Madame Bovary, una obra que en aquel mismo año sufrió los envites de la censura. Flaubert no sólo consiguió salir indemne de una posible condena, sino que consiguió salvaguardar su novela, en un largo y mediático proceso en el que el escritor pronunció aquella ya mítica frase de “Madame Bovary c’est moi”. Baudelaire no corrió la misma suerte, Las flores del mal se publicaron con algunas modificaciones, solamente en 1949 la obra poética vio la luz en toda su totalidad.
En aquel 1866, Baudelaire definía el asombro como “uno de los grandes goces causados por el arte y la literatura”, el asombro, afirmaba, “contiene en esa misma variedad tipos y sensaciones”. En su textos, reunidos en Salones y otros escritos sobre arte, Baudelaire trazaba el retrato del artista moderno, un artista que él identificaba con Constantin Guys, quien retrató la sociedad moderna a través de dibujos y litografías, en los que se ilustraba, así como en los versos baudelarianos, una realidad contradictoria, donde la elegancia de los salones, de las avenidas planeadas por el Barón Haussmann, de los ferrocarriles de la nueva ciudad burguesa convivían con los barrios obreros, alejados del centro urbano, con las oscuras callejuelas que, habiendo sobrevivido a la reforma encargada por Napoleón III, eran refugio de prostitutas y clientes. En aquella París de contrastes, el artista moderno, como lo fue Constantine Guys y como lo fueron, pocos años después, los impresionistas, trataba de captar la realidad en su inmediatez; la belleza se escondía en los contrastes no siempre armónicos, y el artista moderno comenzó a mirar a los ojos a su público, a aquella burguesía que se reconfortaba en la clasicidad de los dogmas estéticos que, reflejándose todavía en los clásicos greco-latinos, no los cuestionaban sus actitudes sociales y sus “valores morales”. Como la joven retratada por Manet, mira a los ojos de sus clientes desde el banco del bar en los Folies Bergère, el artista busca la mirada de sus espectadores mostrándoles la hipocresía burguesa de los buenos modales y la artificial estética, tras la que se esconden.
Los clásicos dejan de ser una referencia, el artista moderno busca nuevos referentes y así como, desde su retiro en Weimer, Goethe queda fascinado por la lectura de una novela china, son muchos los artistas que son seducidos por el arte japonés, en especial por los grabados y xilografias Ukiyo-e y por la fotografía. Abierto el puerto de Yohohama al comercio internacional en 1959, el intercambio y el diálogo entre un Japón, todavía muy desconocido, y un occidente ansioso por ampliar las perspectivas, se hizo cada vez más fluido. En la Exposición Universal de 1862 de Londres, el arte japonés fue uno de los principales atractivos, ya no sólo para los artistas que buscaban nuevas fuentes de inspiración, sino para un público seducido por el “exotismo” de lo diferente. En aquellos mismos años, París se impregnaba del gusto nipón; mientras la burguesía, en su eterna vacilación estética y moral, se entusiasmaba frente a las vitrinas de las tiendas que ofrecían biombos provenientes de tierras niponas, los artistas encontraban en aquellos grabados y xilografías nuevas formas de expresión que no tardaría en incorporar en sus creaciones. Hasta el nueve de Febrero, la Galeria Pelayo74 ofrece una muestra de aquel arte, a lo largo del siglo XIX, llegó a Europa, especialmente a Londres y París; la galería madrileña no sólo ofrece la posibilidad de ver acuarelas y grabados de artistas japoneses, sino también de admirar las interesantes obras que nacieron del diálogo artístico entre dos culturas. De este modo, el visitante de la exposición, descubrirá la obra de Felice Beato, uno de los primeros fotógrafos europeos que decidió viajar a Oriente para captar con su máquina fotográfica, pero también a través de sus dibujos, la belleza de esas tierras aparentemente tan extrañas. Felice Beato, fue testigo privilegiado de la Segunda Guerra del Opio en China, haciendo de sus fotografías el documento gráfico del dominio imperialista inglés. Posteriormente viajó a Japón y fue precisamente aquí donde Beato se consagró como fotógrafo y como retratista. Colaboró con Ueno Hikoma, considerado por algunos el primer fotógrafo japonés, y se impregnó del xilografismo nipón; fruto de ello, fueron las fotografías coloreadas realizadas por Beato y que pueden ser contempladas en Pelayo74. De su estancia en Japón, nacieron también dos libros de fotografía, Native Types y Visitas de Japón, en los que el fotógrafo reúne las obras producidas en aquellos mismos años.
Seguramente Felice Beato es el nombre más emblemático del intercambio artístico cultural entre artistas europeos -franceses principalmente- y Japón, sin embargo no fue el único, pues, como se puede leer en una carta enviada por Baudelaire, el arte nipón, en todas sus variantes, había impregnado una ciudad como París que, a finales del siglo XIX, se desprendía definitivamente del yugo academicista para convertirse así en la capital del arte y de la creación, capitalidad que no perdió hasta la segunda mitad del siglo XX. Con la exposición de Pelayo74, no sólo es posible conocer aquellas obras que, todavía hoy, para un amplio público son desconocidas, sino que permite entender las obras de muchos otros artistas que, directa o indirectamente, se impregnaron principalmente de las técnicas pictóricas y fotográficas provenientes de Japón. Así como resulta imposible pensar los dibujos y famosos carteles de Toulouse Lautrec sin tener presente los grabados nipones, tampoco es posible adentrarse completamente en la obra de autores como Manet, Renoir, Klimt o Van Gogh sin contemplar, en paralelo, la estética nipona que se difundió con fuerza a partir de 1859. El siglo XIX, como advirtió Baudelaire, fue el siglo del artista moderno, un artista que dio la espalda a la académica, dirigió su mirada crítica hacia la sociedad, hacia el público burgués, a la vez que buscó captar las contradicciones y la imperfecta belleza de la realidad que le rodeaba, buscando más allá de sus fronteras nuevas maneras de expresión.