Azul y no tan rosa
Por Fernando J. López. El melodrama exige valentía. Y mucha honestidad.
Por eso Azul y no tan rosa, película venezolana candida al Oscar como Mejor Película Hispanoamericana, es tan excepcional. Porque su autor, Miguel Ferrari, no se refugia en ningún tipo de coartada intelectualista, ni busca subterfugios estructurales para esconderse de la emoción -íntima y sincera- que emana su historia. No, Miguel apuesta por narrar desde el corazón, demostrando su dominio en la dirección de actores (brillante) y adentrándose en nuestras conciencias -y en nuestras emociones- escena a escena.
Como todo buen relato épico, Azul y no tan rosa cuenta un viaje: el recorrido que hemos de hacer para acercarnos desde nuestras diferencias, ese trayecto -que a veces parece insalvable- y que aquí habrán de superar Diego y su hijo Iván. Un padre y un adolescente condenados a entenderse en una película que sabe combinar el guiño cómico -espléndido personaje del de la magnética Delirio- con la intensidad emocional.
Y entendemos la soledad de Iván, ese hijo que no acaba de aceptar su imagne ni de comprender a su padre, no tanto por cómo sienta o deje de sentir, sino por la falta de comunicación que hay entre ambos. Y vivimos de cerca el dolor de Diego, quizá porque nos ha enamorado también Fabrizio -cuánta verdad en la mirada de Sócrates Serrano, que se come la pantalla en cada aparición- o porque Diego -magnífico Guillermo García– consigue agarrar con fuerza nuestras emociones desde su primera aparición en la pantalla. Así que, sin dudarlo, nos sumamos a ese viaje en el que habremos de conseguir llegar a Ítaca -aquí Mérida-, ese lugar en el que superar miedos y fantasmas desde algo tan grande -o más incluso- que el amor: la complicidad.
Podríamos resumir esta película como una defensa de los derechos de la comunidad LGTB. Sí, pero estaríamos olvidando que eso es solo una parte de su discurso. Porque, en realidad, lo que hace que esta película sobresalga no es solo su valentía a la hora de plantear situaciones que, lamentablemente, siguen sucediendo, sino su capacidad para trascender el tema concreto y convertirlo en símbolo de algo mucho más global: la diferencia. Y si alguien no se ha sentido jamás distinto, si alguien no se ha visto entre esas sombras de las que hable Delirio en su monólogo final, quizá no se emocione con esta película. Pero dudo que haya quien no se haya sentido en más de una ocasión al frente de un viaje similar, buscando su propia Ítaca/Mérida y tratando de aceptarse y asumir sus debilidades. Su grandeza. Y, por supuesto, también su dolor.
Una película que debe verse. Que debe difundirse. Que es un grito a favor de la comunicación, del amor y de la igualdad. Un film que rompe barreras y que ha hecho mucho -desde su sinceridad y su calidad artística- por la comunidad LGTB internacional. Ahora solo queda desearle un largo recorrido en nuestras pantallas. Tanto como el que hacen -a ritmo de tango- Diego e Iván.
Deseemos, como decía Kavafis, que el viaje sea largo. Y allí nos encontraremos, Fabrizio. En Mérida…