Desmitificando al escritor
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“Gide leía a Bossuet mientras bajaba por el Congo”, escribió, frente a la imagen del autor de El inmoralista, Roland Barthes en su artículo “El escritor de vacaciones” recogido en Mitologías, un ensayo compuesto por distintos artículos en los cuales Barthes, desde una persepctiva semiológica, pero con una intencionada mirada crítica dirigida hacia la contradictoria y desequilibrada sociedad burguesa de entonces, se aproxima a los mitos contemporáneos: en su intento de descriframiento de los mitos modernos para así desvelar -descontruir- las distintas connotaciones o, mejor dicho, los distintos relatos – culturales, políticos, sociales, económicos- que los componen, Barthes concluye, al final de su ensayo, que los mitos de la modernidad son la refiguración de los valores burgueses que impregnan en su totalidad la sociedad de masas de los últimos años cincuenta. Si bien las clases sociales nunca dejaron de existir –por mucho que algunos consideres “trasnochado” hablar de lucha de clases-, la cultura y, por tanto, la ideología burguesa fue la que consiguió aglutinar y homogeneizar a la dispar y desigual sociedad.
Los nuevos mitos, sostiene Roland Barthes, son mitos que derivan de la falsa idea de la accesibilidad de los bienes de consumo: asumida como norma la fabricación en serie de los objetos, asumida, en palabras de Walter Benjamin, la pérdida del aura por parte del arte a través de la productibilidad en serie, la uniformidad parece ser el signo distintivo de las sociedades contemporáneas. Si bien, dicha uniformidad nunca llega a plasmarse en el relato cotidiano, la propia realidad de cada día la contradice -basta con pasearse por los distintos barrios de nuestras ciudades-, esta sólo aparente homogeneidad, sino en la praxis, sí en tanto que referencia abstracta y común, se ha erigido como principio referencial y aglutinador en una sociedad construida y regida a partir de unos determinados modelos de conducta. La homogeneidad referencial, simbolizada en cada uno de los mitos estudiados por Barthes, debe pensarse, como indica el propio autor de Mitologías, como mecanismo indispensable de la ideología hegemónica y de la cultura dominante para igualar, no sólo los referentes socio-culturales, sino y, sobre todo, las aspiraciones de cada uno de los ciudadanos., La nueva mitología barthesiana reflejan, bajo imágenes abstractas y realidades idealizadas, la lucha de clases, la continua confrontación entre los distintos estratos sociales y el perenne deseo de las clases menos favorecidas de verse reflejadas en aquellas altas esferas, en realidades y mundos económica y socialmente inalcanzables, considerados, desde una manipulada y distorsionada idealización, modelos de conducta. Fueron, sin duda, otros tiempos, aquellos en los que el escritor se alzaba como una imagen mítica que residía en su “morada celeste” alejada de la “vulgar” cotidianidad; eran otros tiempos cuando la publicación de una fotografía de André Gide de vacaciones suscitaba, en los lectores de Le Figaró, un sentimiento de empatía y de identificación, similar al que hoy suscitan las imágenes del famoso de turno en actitudes grotescas o, como mínimo, en situaciones poco agraciadas. Convertido en mito, el escritor, la imagen de éste durante sus vacaciones, es, señala con irónica precisión Roland Barthes, “una de esas mistificaciones retorcidas que la buena sociedad opera para sojuzgar a sus escritores», pues, a través del prosaísmo de las vacaciones, la singularidad de la «vocación de escritor» se hace más patente ante la mirada del lector burgués, que «se enorgullece de reconocer la necesidad de ciertos prosaísmos». El mito se vuelve carnal, la prosaificiación de su imagen permite la identificación, sin llegar nunca desvirtuar el mito, a la vez que despierta admiración por aquel ser, el escritor que consigue, en ese instante vacacional, reunir y difuminar la contradicción entre «la condición prosaica», fruto de «una época materialista» y «el lugar prestigioso que la sociedad burguesa concede con liberalidad a sus hombres de espíritu».
El retrato de André Gide en sus vacaciones, inmerso en la cotidianidad compartida del tiempo del ocio, humanizó, sin desvirtualizarlo, al controvertido escritor. En aquella imagen publicada por Le Figaro, se escenificaba la espectacular alianza entre la nobleza y la futilidad, una alianza caduca, ausente hoy día, que, como ya advertía Barthes al final de su artículo, «perdería todo interés en un mundo donde el trabajo del escritor estuviese desacralizado». Desacralizado el trabajo del escritor y, sobre todo, desacralizado la figura del escritor, desaparecido entre los referentes culturales, desmitificado y, encerrado, una vez más en un estancia a la que pocos acceden, el artículo de Barthes se convierte en testigo de uno tiempo y de una cultura pretérita. Desmintiendo el manido tópico de que todo tiempo pasado fue mejor y, si bien el presente resulta poco halagador, la desacralización del escritor, la desmitificación de toda imagen, retórica y mediáticamente construida, es, por el contrario, un elemento positivo para una sociedad que trata, a pesar de las contradicciones y de los obstáculos, de definirse democrática. La mitificación del escritor es el reconocimiento de una élite, en este caso de una élite intelectual; es el reconocimiento y aceptación de un modelo ideal que, como creía Platón, debe dirigir y regir las suertes de la sociedad. Caído del pedestal, perdida su aura, ¿cuál es el lugar del escritor?
La publicación de las antologías escritores nacidos en los años ochenta –Ultima temporada y Bajo treinta– ha favorecido la creación de un nuevo tópico: la generación precaria. Ahora, el escritor, el trabajo del escritor, en palabras de Barthes, es un trabajo condenado a la precariedad económica y -¿para qué engañarnos?- a la precariedad social. El anuncio, realizado por el alcalde de Detroit, de casas y sueldo para todo aquel que se traslade a la ciudad norteamericana – imagen, metáfora y reflejo del fracaso de la más acérrima y salvaje del capitalismo y de la economía neoliberal- suscitó de inmediato respuestas de distinto tipo, desde el entusiasmo más irracional a la condena más inaudita. Tras las distintas posturas contrapuestas, un interrogante: ¿cuál debe ser el trabajo del escritor? y, en especial ¿cómo debe considerarse el trabajo del escritor? No quisiera abusar de la paciencia del lector y tampoco quisiera concluir de forma abrupta y, sin duda, superficial cuyas implicaciones sobrepasan de largo la situación actual y/o pretérita del escritor. La pregunta acerca del rol del escritor, acerca de su implicación social, política y cultural en el debate actual obliga a preguntarse sobre el papel del intelectual y la función -no producción serial y de capital- en la sociedad. Sin embargo, ya habrá tiempo para abordar con detenimiento este tema; ahora, y a modo de conclusión, sólo quisiera subrayar que la desmitificación, la caída del pedestal de la figura del escritor, no debe ser reemplazada por la convicción y férrea clasificación de la labor del escritor, en especial de aquellos más jóvenes, como una labor precaria. Independientemente de que aquella sea la situación económica o no, el escritor no debe convertirse en protagonista, es su obra que debe hablar. De la misma manera que no cabe recordar a Baudelaire por sus constantes cambios de vivienda a causa de las deudas que le perseguían, no resulta lícito basar la crítica en la precariedad de los autores actuales. Así como la mitificación de la imagen de André Gide oscurece, dejando en un segundo plano, su obra, la continua insistencia en la pérdida de relevancia y la definitiva caída del pedestal social del escritor actual, olvida, no siempre involuntariamente, la obra, el texto, las creaciones literarias. Al fin y al cabo, mitificación y desmitificación son el reverso de una misma moneda: la cosificiación del autor dentro de unos parámentros, olvidando, así, que, en verdad, de lo que se trata es de leer la obra escrita, es decir, de lo que se trata es de hablar de literatura.
Bravo, Anna María… siempre apuntando al centro de temas fundamentales en esa yuxtaposición de vida y cultura que frecuentas en tus escritos. Me permito resaltar un párrafo de este que ahora nos ofreces y que considero capital a la hora de la subsiguiente reflexión que todo buen artículo debe tener para los buenos lectores: » Desmintiendo el manido tópico de que todo tiempo pasado fue mejor y, si bien el presente resulta poco halagador, la desacralización del escritor, la desmitificación de toda imagen, retórica y mediáticamente construida, es, por el contrario, un elemento positivo para una sociedad que trata, a pesar de las contradicciones y de los obstáculos, de definirse democrática. La mitificación del escritor es el reconocimiento de una élite, en este caso de una élite intelectual; es el reconocimiento y aceptación de un modelo ideal que, como creía Platón, debe dirigir y regir las suertes de la sociedad. Caído del pedestal, perdida su aura, ¿cuál es el lugar del escritor?
La publicación de las antologías escritores nacidos en los años ochenta -Ultima temporada y Bajo treinta- ha favorecido la creación de un nuevo tópico: la generación precaria. Ahora, el escritor, el trabajo del escritor, en palabras de Barthes, es un trabajo condenado a la precariedad económica y -¿para qué engañarnos?- a la precariedad social. El anuncio, realizado por el alcalde de Detroit, de casas y sueldo para todo aquel que se traslade a la ciudad norteamericana – imagen, metáfora y reflejo del fracaso de la más acérrima y salvaje del capitalismo y de la economía neoliberal- suscitó de inmediato respuestas de distinto tipo, desde el entusiasmo más irracional a la condena más inaudita. Tras las distintas posturas contrapuestas, un interrogante: ¿cuál debe ser el trabajo del escritor? y, en especial ¿cómo debe considerarse el trabajo del escritor? No quisiera abusar de la paciencia del lector y tampoco quisiera concluir de forma abrupta y, sin duda, superficial cuyas implicaciones sobrepasan de largo la situación actual y/o pretérita del escritor. La pregunta acerca del rol del escritor, acerca de su implicación social, política y cultural en el debate actual obliga a preguntarse sobre el papel del intelectual y la función -no producción serial y de capital- en la sociedad»
Esta es la clave, Anna, la verdadera clave: el escritor era un intelectual y ahora, salvo algunas excepciones, no lo es. Muchos que se consideran escritores – o incluso que la sociedad los considera así, porque publican, en la red o en papel ( no voy a citar algunos sangrantes casos ) – no tienen el sustrato cultural ni la capacidad de pensamiento para hacer una reflexión personal y conjunta con la sociedad. Por otro lado – aunque lectores y autores comunes ha habido siempre – el escritor era, en cierto sentido, un maestro. Hoy se ha producido una revolución: el acceso a la instrucción básica de una gran mayoría produce el deseo de verter cualquier pequeño mundo – y permanecer, perdurar, ser en un libro, cosa lícita, pero que produce una inflación de «escritores» – de muchos frente a los pocos que podían permitirse el lujo de ser considerados intelectuales, escritores paradigmáticos. La masificación de la que hablaba Ortega ha llegado a la cultura, produciendo algo deseable en cuánto a la democratización de las posibilidades de desarrollo, pero también ha traído la pérdida de la individualidad diferenciada en la atención por parte de los medios de comunicación. Y esa es otra: los medios y las mitificaciones producidas por ellos. Las mass-media deciden. Y los que deciden en ellos son comerciales que, en función de las audiencias y su propio modus vivendi y status profesional establecen líneas programáticas. Realmente no estoy seguro de que haya sido, a nivel general, peor esta línea de progreso, aunque a mi no me guste. Pero es evidente que ha destruido al mito del escritor, al mito del intelectual ejemplo a seguir, el hombre y la mujer que levantaban oleadas de respeto y consideración. Pero tampoco es cierto que los mitos se hayan correspondido siempre con una situación personal idílica. Porque muchos de ellos se crearon en base a unas condiciones de vida elitistas y posibilistas mientras otros grandes escritores quedaban en el olvido. Más o menos eso sigue igual. Aunque, sin duda, hay, para los extrañados, posibilidades de expresión que antes no existieron. Lo malo es cuando todos deseamos – o desean – que la expresión lleve aparejado reconocimiento y fama. Eso produce ansiedad a nivel individual y una alteración del verdadero valor de la obra literaria en el mundo de la cultura, que, en cierto sentido, ha pasado de ser mundo a ser «mundillo». Aunque no olvidemos, no lo olvidemos tampoco, que muchos de los grandes fueron anónimos supervivientes en su siglo. Pessoa, Kafka…tantos otros que nunca supieron que el futuro iba a recoger sus páginas y darles esa pequeña gloria que nunca vislumbraron en vida. No digo ya otros, como John Kennedy Toole, que se suicidaron ante la imposibilidad de que su obra ( el caso del autor de «La conjura de los necios» es sangrante ) fuera ni siquiera publicada.
En fin, estimada compañera y autora, que tu artículo es una maravilla y es un espléndido punto de partida para un análisis necesario y que a todos los que escribimos nos afecta: no solo el del papel del escritor en la sociedad, sino quién es escritor, la diferencia que hay entre una persona que escribe ( aunque sea mal y sin aportar demasiado ) y el que tiene el oficio, cómo se considera el oficio, cómo se ha llegado a separar al intelectual, al pensador, del resto de los «escribidores», qué papel juega el poder mediático y económico en la segmentación de lectores autores, en fin, tantas cosas que podríamos seguir en una mesa redonda en la que tú llevarías, sin duda, la voz y la opinión más fundamentada. O una de las más fundamentadas. Gracias de nuevo por hacernos pensar.