«Memoria, lenguaje y trauma en la obra de Félix Grande», de Pilar Cáceres
Por Ignacio G. Barbero.
“Vivo con con la Guerra Civil marcada en el ojo del huracán de mis emociones”- Félix Grande
En una tarde cualquiera de la Guerra Civil, el primo más querido por mi abuelo materno fue llevado forzosamente, junto a una decena de convencinos, a la tapia del cementerio de su pueblo. Los colocaron uno al lado del otro: iban a ser fusilados. Llegado el momento, empuñaron sus armas los verdugos y dispararon con sangrienta y cotidiana frialdad. El azar quiso que este lejano familiar mío no fuera alcanzado por ninguna bala; en un acto reflejo de supervivencia se dejó caer fingiendo que había sido abatido. Inmediatamente después fue colocado en el montón de cadáveres. Allí pasó varias horas, mientras sus muertos vecinos se pudrían encima y debajo de él. La noche ofreció una clara oportunidad de escapar; oculto por la oscuridad, salió con dificultad de la pila de cuerpos y caminó a través del municipio sigilosamente, inexistentemente, hasta llegar a la casa en la que convivía con su mujer. Lanzó pequeñas piedras a la ventana de la entrada. La esposa, empapada en lágrimas, contempló la figura de su marido a través del cristal como si de un fantasma se tratara (al fin y al cabo, lo era). Abrió la puerta y se fundieron en un confuso, pero aferrador, abrazo.
Los años siguientes, marcados por el trauma, la represión y el miedo a ser llevado de nuevo, malearon perversamente la cordura del amado primo de mi abuelo. Todos lo que le trataron pudieron contemplar el evidente deterioro; acostumbraba a salir a la puerta de su casa en calzoncillos y comenzaba a pasear erráticamente por la calle gritando sin parar “¡ya vienen, ya vienen!”. Quizá este comportamiento era una muestra de sublime sentido común, quizá exponía mejor que nada y nadie, con sus deslabazados pasos, gestos y palabras, la salvaje crudeza de la arbitraria y absurda violencia que le tocó en suerte.
Esta anécdota familiar, que conozco gracias al relato de mi madre, ha vagado intensa por mis recuerdos mientras leía esta espléndida obra de Pilar Cáceres. En ella se aborda un caso diferente de experiencia traumática que también ha tenido consecuencias; éstas son literarias, pero nos ayudan a rastrear las huellas emocionales generadas por la vivencia de la guerra y la destrucción. El sujeto paciente del que hablamos es Félix Grande, poeta nacido en plena Guerra Civil, evento que, junto a la represora y virulenta posguerra, dejó sin infancia, y sin familia, a muchos niños y niñas. Entre ellos, él. Esa llaga originaria, ese dolor nunca sanado, vertebra su obra. En sus palabras: “Todo mi oficio se reduce a buscar sin piedad ni descanso la fórmula con que poder vociferar socorro y que parezca que es el siglo quien está aullando esta maravillosa palabra (…) Que adviertan que me puse entre los torcidos del mundo para ayudarles a zurcir y defendí a la vida con todo mi terror. Clamar socorro como el nombre de un dios”.
Grande pide ayuda desde sus escritos; de manera inconsciente, sutil, irracional. En los poemas se manifiestan fuerzas que no pasan por el circuito del conocimiento, elementos prelógicos no controlados racionalmente que han hecho poso en la psique del poeta y que éste viste de versos. La necesidad de auxilio en ellos manifestada es interminable, inabarcable; el duelo no tiene fin, porque no puede tenerlo. La vida es, en sus palabras, como un cuerpo. Separar o anular alguna parte de ella sería, sencillamente, una mutilación. La memoria es, entonces, pura herramienta de integración; mantiene unido el cuerpo emocional del individuo.
Este individuo, el poeta que nos ocupa, forma parte de una experiencia traumática general: la de las víctimas de la guerra y la posguerra. Lo individual, al fin y al cabo, no puede desembarazarse de lo colectivo; el sujeto particular no es ni puede ser sin el todo social. Su memoria, por tanto, no es singular, sino plural: son memorias, memorias españolas, de carne, hueso y sangre, golpeadas durante el conflicto bélico y rematadas por la posterior institucionalización del silencio y el terror, marco este último en el que los perdedores tuvieron que elaborar su derrota moral. Silenciar su memoria, su relato, dejó abiertas las heridas a perpetuidad y fomentó una incontenible hemorragia silente de humillación y vergüenza.
Y es este lacerante silencio el que define el trauma, como bien señala Pilar Cáceres: “el trauma se manifiesta como lo inaprehensible, el fenómeno del silencio por antonomasia”. Los traumatizados llevan una historia imposible dentro de ellos, o se convierten ellos mismos en el síntoma de una historia que no pueden archivar emocionalmente, que no pueden verbalizar coherentemente, que no pueden controlar ni poseer. Félix Grande, en su exilio interior, evoca esa experiencia apabullante, traumática, a través del lenguaje, y la convierte en algo beneficioso, porque la palabra, íntimamente unida a la memoria y al amor, es, para Grande, fuerza de unión de lo desintegrado por la represión/la violencia/la muerte, que es fuerza de separación, de mutilación, de silencio. Ambas mantienen su tensa beligerancia en toda persona:
“y llevamos la cabeza
esclava
entre dos piedras eternas
Piedra del amor a un lado,
el amor que se hizo piedra,
no estatua, significado,
símbolo; no; piedra, piedra.
Piedra del horror al otro
el horror que nos golpea
desde el centro de la muerte
que habita en nuestra conciencia”.
La poesía de Grande contiene a un tiempo la manifestación del dolor de la melancolía consecuencia de la muerte/la violencia y la expresión de su propia cura a través del lenguaje. Construye una poética de la memoria sincera y doliente, donde el hambre y la penuria están presentes, y optimista, porque la salvación se haya en el relato sin trabas de lo sufrido. La memoria del dolor, recordatorio de la maldad, se redime a través del lenguaje, que es la fuerza capaz de sobreponerse al reguero de destrucción que deja tras de sí la ininteligible catástrofe.
Porque si la historia, como se suele decir, es el relato de los vencedores, la memoria es el logos, el discurso, la palabra de los vencidos, de los humillados y ofendidos. Restituir la voz a estos invisibles es tarea no solo de la historia, sino del poeta. Félix Grande lo hizo y sigue haciéndolo y Pilar Cáceres lo analiza con buen pulso ensayístico y filosófico. Ahora es tarea de la sociedad en su conjunto; ya toca restituir la memoria de los que todo perdieron, de los que yacen enterrados y olvidados, porque la memoria, socialmente entendida, es condición de posibilidad del desarrollo ético de un país. Hacer justicia es un deber y nada menos que un deber.
“Vosotros, los que habláis del beneficio de los sufrimientos, ¿imagináis la humanidad reuniéndose en las calles cotejando sus cicatrices hundiendo las cabezas y apretados unos con otros como un rebaño de animales pequeños bajo una tormenta de nieve? ¿O imagináis la humanidad errabunda por los ejidos, rumiando su dolor como una mala hierba umbría? ¿Y esas imágenes os parecen solemnes? (…) Sueño seres futuros cuyos recuerdos no sean, en ningún modo, como los míos. Sueño en que un día los antropólogos redacten un informe sobre nosotros, comenzando con estas espléndidas palabras: ‘Qué espanto, qué espanto’”.
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“Memoria, lenguaje y trauma en la obra de Félix Grande”
Pilar Cáceres
Carpenoctem, 2013
192 pp. , 15 €