Más allá del calendario
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
El año concluye y una vez más tratamos de resumirlo en vanas y aleatorias listas, eligiendo la palabra que con más fuerza ha penetrado en nuestra habla cotidiana o buscando, entre un restringido archivo, la imagen de más impacto mediático. Concluye el año con retóricos y nada representativos parlamentos de quienes, desde las altas instituciones, dejaron de representarnos hace tiempo; desde sus tribunas resumen la andadura de un año del que fueron su peor verdugo, prometiendo la prosperidad que, día tras día niegan, y elevando sus voces en nombre de unos valores que traicionan con asiduidad. Concluye el año con la retórica de los propósitos incumplidos, de los deseo imposibles, con el disfraz que oculta que mañana nada cambiará.
La cotidianidad transcurre en una aparente inmovilidad, las fechas señaladas son simples números rojos en una página de calendario; los cambios resultan imperceptibles, no hay inicio ni final, simple continuidad de la que, sin embargo, a veces tratamos de alejarnos. En la televisión, en las portadas de los periódicos, el año transcurrido se resumen con grandes hechos, aquella macro-historia que, seguramente, ocupará páginas en los manuales del futuro, pero que, sin embargo, poco tiene que ver con el día a día, con los pequeños hechos, con las anécdotas y las vivencias de personas anónimas, verdaderos protagonistas del tiempo presente. En su memorable ensayo El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg reivindicó la micro-historia, aquella que los manuales no recogen, aquella que pasa desapercibida, ocultada tras grandes hechos y tras nombres en mayúscula; Ginzburg reivindicaba el flujo vital que continúa corriendo más allá de las épocas y de los calendarios, reivindicaba la historia personal de todos aquellos que, desde el anonimato, han escrito el día a día de nuestros tiempos más recientes. Ginzburg nos invitaba a leer más allá del relato canónico, de mirar tras los grandes monumentos erigidos en nombre de una memoria colectiva de la que, sin embargo, no somos artífices
Era 1976 cuando el hijo de la gran novelista Natalia Ginzburg publicó su ensayo; años atrás, poco antes de que la guerra arrasara Europa, Walter Benjamin reivindicaba el papel de los vencidos, condenando una historiografía que había ensalzado, como únicos artífices de la historia, a los vencedores, a esos grandes nombres que, en más de una ocasión, poco tienen de grande. No debemos «cepillar la historia a contrapelo», advertía el filósofo alemán; la historia y la contemporaneidad no deben su existencia a los grandes genios, sino, en palabras del propio Benjamin, a la «anónima servidumbre de sus contemporáneos». En los días transcurridos y en aquellos que todavía están por venir, la servidumbre ha salido a la calle, reclamando un lugar primordial en la sociedad y en la historia todavía por escribir. Sin embargo, en el falaz repaso del año que concluye, los anónimos contemporáneos siguen siendo ignorados; la lección que, hace tan solo unas décadas, nos ofreció Carlo Ginzburg continúa siendo una asignatura pendiente, todavía hoy el año se resumen en titulares de periódicos, en imágenes impactantes, en las declaraciones de quienes con sus decisiones juegan sobre un tablero del que ellos nunca forman parte.
Poner la mirada en ese tablero llamado sociedad es percibir el día a día, es observar los pequeños, pero decisivos, movimientos que cada una de las piezas realiza a pesar de los obstáculos, a pesar de los continuos cambios en las reglas de juego. Observar el tablero es darse cuenta de la lenta continuidad con la que los días se entrelazan: no hay grandes cambios, no hay inicios ni finales, sino pequeñas grandes historias que se van desarrollando con ininterrumpida lentitud. Mirar ese tablero es escribir aquellas vivencias anónimas, individuales y, a la vez, compartidas, es escribir, como hace, desde la ficción narrativa, Carlos del Amor, el transcurso vital de hombres y mujeres que configuran el pasado y el presente de nuestra más verdadera historia. La pérdida de un ser querido, el reto frente al primer trabajo de relevancia, la memoria de quienes nos precedieron, la fascinación por el cine, las historias de amor no siempre con final feliz, los obstáculos, las penurias o las alegrías, todos éstos son los ingredientes que conforman la única vida, aquella que, como decía Marcel Proust, es la «vida verdaderamente vivida».
«Dedico el libro a quien no se rinde», afirmaba a lo largo de una entrevista Carlos del Amor, para quien los relatos de su primer libro La vida a veces ( Espasa) son resultado de la necesidad «de ir un poquito más lento y mirar mejor»; definiéndose como un «enviado especial a la vuelta de la esquina», el periodista recurre a la ficción para rasgar el velo para dar visibilidad a las pequeñas historias y a sus protagonistas que hoy como ayer construyen con su día a día nuestra historia común. Aunque no de forma cronológica, desde los años cuarenta hasta la actualidad, La vida a veces es testigo de lento fluir de la historia, un fluir que, lejos de toda fecha señalada, no tiene inicio ni final; las vivencias de intercalan y los protagonistas se entrecruzan en una temporalidad marcada por la ausencia de aquellos grandes genios a los que se refería Benjamin. Carlos del Amor se desprender de la inmediatez periodística, para observar con detalle aquello que ocurre más allá de los titulares; no le importa el encuentro en Endaya entre Franco y Hitler, del Amor prefiere mostrar las inquietudes del joven y todavía inexperto fotógrafo testigo del evento.
Hoy concluye el año, sin embargo mañana será un día más en el tablero de juego; tras la vacua retórica y las promesas tan falaces como inverosímiles, el día a día sigue para la mayoría el mismo ritmo que la cotidianidad ha marcado hasta ahora. Mañana, pasado serán simplemente un día más marcado, para muchos, por los obstáculos, por la precariedad y por desesperación ante un tablero de juego convertido, por quienes juegan con inconsciencia y cinismo, en una prisión de la que parece imposible escapar. Y, sin embargo, entre los barrotes cada días más restrictivos, se escriben las pequeñas historias que, como aquellas relatadas por Carlos del Amor, configuran el más bello y humano retrato de un tiempo, el presente, sin inicio ni final.
Qué esplendido análisis de una magnífica escritora y pensadora. Y qué buena entrada para el libro de Carlos Amor, claro, que seguro que merece la pena. De otra forma no habrías terminado esta magnífica introducción y reflexión dejándonos su libro como cierre. Saludos y… sigue haciendo que el 2014 tenga en tu punto de vista y tu escritura un punto de apoyo para los que amamos el pensamiento y la Literatura. Para los que, además, tenemos un concepto de la vida como algo más que un envoltorio vacío que hay que llenar de cifras y contenedores llenos de banalidad, intereses e hipocresía.