Los que se fueron
Por José Luis Muñoz.
Perdonen si soy algo tétrico, pero éste es un ejercicio que suelo hacer siempre que agoniza un año: pensar en los que se fueron de esta vida dejándome un poco más solo de lo que ya estoy. Y como el cine forma parte intrínseca de mi vida, hasta el punto que creo que me ha moldeado, no puedo dejar de pensar en los que dejaron de brillar este año que se cierra porque la Parca se los llevó cuando ya les tocaba o bien los arrastró de forma imprevisible.
Se fue, aunque hiciera méritos a lo largo de su vida para haberse ido mucho antes, el gran Peter O’Toole, un actor que estuvo en la cresta de la ola desde que David Lean lo eligiera para interpretar al desequilibrado E.T. Lawrence, el militar intelectual, casi un oxímoron, británico en ese clásico del cine que ya es Lawrence de Arabia, una película épica de la que el género femenino quedaba totalmente excluido. A Peter O’Toole lo había descubierto anteriormente en una película pequeña, El robo al banco de Inglaterra de John Guillermin, y quedé impactado por la clase y elegancia que destilaba el actor irlandés. Por unos años, coincidiendo con la resaca (hablar de resacas con el actor irlandés puede tener más de un sentido) que dejó Lawrence de Arabia, O’Toole reinó en el estrellato cinematográfico en papeles que explotaban la belleza hipnótica y turbadora de su mirada azul; fue asesino en serie en La noche de los generales; aventurero en la fallida Lord Jim de Richard Brooks; galán que se medía con la glamurosa Audrey Hepburn en la comedia Cómo robar un millón y… de William Wyller; ángel exterminador en La Biblia de John Houston; por dos veces Enrique II Plantagenet, primero en Becket de Peter Glenville, junto a su amigo galés, y dipsómano como él, Richard Burton que interpretaba al santo, y enfrentado después a Katherine Hepburn en la memorable El león en Invierno de Anthony Harvey. Durante muchos años era raro ver una película en la que el gran Peter O’Toole no brillará con sus ojos, su apostura ambigua y su afectación. Hasta que le llegó la pronta decadencia física, seguramente por su desmedida afición al whisky, se le afiló el rostro, dejaron de refulgir sus ojos y todo él se convirtió en un árido sarmiento. O’Toole, con un físico destrozado que era una sombra del que tuvo, fue entonces el preceptor de El último emperador de Bernardo Bertolucci; Tiberio en Calígula de Tinto Brass; general británico en Amanecer zulú; o el rey Priamo en Troya de Wolfgang Petersen. La muerte lo acogió con más de ochenta años pero la imagen que de él perdurará es la del enloquecido coronel Lawrence, envuelto en su ropaje blanco, dirigiendo a su tropa árabe hacia la playa de Akabba.
La fortuna quiso que, después de admirarla en sus interpretaciones en el cine del franquismo y, sobre todo, en las películas del gran Berlanga, conociera personalmente a Amparo Soler Leal, a que disfrutara de su presencia y de su humor corrosivo a quince días de su adiós a la vida, cuando la tuerta irascible de La escopeta nacional, uno de sus papeles más brillantes, ya estaba recluida en una silla de ruedas y balbuceaba unas pocas palabras. Amparo Soler Leal, con sus interpretaciones siempre sobresalientes, me había hecho disfrutar mucho del triste cine patrio, encarnando a esa madre abnegada e imposible que lidiaba con quince hijos, o más, en La gran familia, panfleto patriotero del franquismo a favor de la familia numerosa, quizá porque el dictador fue padre de una sola hija, y me había estremecido luego en otro registro opuesto en El crimen de Cuenca, como mujer torturada en esa despiadada película de Pilar Miró que le costó nada menos que un consejo de guerra a la directora de Gary Cooper que estás en los cielos. Siempre la consideré una actriz de enorme talento, de las mejores que ha dado el cine español, y tremendamente atractiva a pesar de que su físico no seguía los cánones de belleza clásicos. Era bella, a su manera, hasta en sus últimos momentos, en ese encuentro que recuerdo junto a la piscina de una amiga al mediodía, comiendo con delicadeza lonchas de jamón y mojándose los labios en cava. Tuvo, hay que decirlo, una muerte dulce, serena y asumida: se le preguntó si quería seguir malviviendo y ella contestó que no, que ya tenía suficiente vida a sus espaldas para entrar a convertirse en un vegetal en una cama de hospital; se fue de este mundo con una copa de champán y el gusto del caviar en la garganta, y su último gestó fue tomar la mano del médico que facilitó su tránsito al más allá y agradecerle su trabajo con unas palabras amables que me conmovieron profundamente cuando me las repitieron: “Gracias, guapo”.
Pero de todas las muertes que se han producido este año en los aledaños del Séptimo Arte, la que más irritación me ha provocado, sin duda, ha sido la de Bigas Luna, y no porque tuviera una relación con él que iba más allá de lo estrictamente profesional, tampoco exclusivamente por lo ricas y esclarecedoras que siempre eran las pocas pero largas conversaciones que tuve con él, o porque con su muerte se frustraran definitivamente sus proyectos de convertir alguna de mis novelas en película, sino porque España perdía a uno de sus mayores talentos cinematográficos al que nunca hizo justicia. La trayectoria de Bigas Luna fue de la oscuridad de sus primeras películas, Bilbao, Caniche, Renacer, por citar algunas de las que más me impactaron, a la luz de sus últimas obras como La camarera del Titánic, Volaverunt o Son de mar. Bajo esa apariencia, cultivada por él mismo, de bon vivant algo afrancesado y genio de voz engolada, se escondía uno de nuestros más brillantes realizadores que nuestra ceguera colectiva nos impidió ver y apreciar. Bigas Luna dominaba como nadie el lenguaje cinematográfico en este país, supo construir historias provocativas con personajes impagables y descubrió a todos los jóvenes talentos interpretativos de nuestro cine desde Javier Bardem a Penélope Cruz pasando por Jordi Mollá para los que fue un padre. Y se fue, y de ahí mi rabia, más allá del dolor personal, cuando tenía todavía muchas cosas que decirnos, porque hasta en sus peores películas, curiosamente las que más eco comercial tuvieron, como Las edades de Lulú, Yo soy la Juani o DiDi Hollywood, el talento de este señor de Sarriá que empezó diseñando sillas, nunca dejó de sentirse un artista plástico y descubrió tardíamente los placeres de la huerta cultivando pepinos y berenjenas en su masía de Tarragona, se hacía presente y dignificaba un producto que en manos de otro realizador sería cutrez y caspa. Borrar su teléfono móvil, dar de baja su correo electrónico y ser consciente de que ya no veré ninguna nueva película del director de Bambola, y la cito porque fue una de sus películas más vilipendiadas, casi como Volaverunt, y que a mí más me gustaron, y a él también, o saber que ya no voy a tener una conversación con el director de la Trilogía Ibérica en el vestíbulo del hotel Balmoral, me dejan un vacío tremendo, imposible de llenar, en este 2013 que agoniza.
*José Luis Muñoz es escritor. Ha publicado en el 2013 las novelas La doble vida (Suburbano Miami), El secreto del náufrago (Ediciones del Serbal) y Ciudad en llamas (Neverland Ediciones)