La Filosofía española en el Barroco: "Oráculo manual y arte de prudencia", de Baltasar Gracián (II)
Por Ignacio G. Barbero.
«Ninguno hay que no pueda ser maestro de otro en algo»- Baltasar Gracián
La vida y la obra de Baltasar Gracián acontecen durante lo que se ha dado en llamar el Barroco tardío. Cuando publica su primer escrito, en 1637, ya habían muerto Luis de Góngora, Miguel de Cervantes y Lope de Vega; Francisco de Quevedo lo haría poco después. Mas no sólo elude temporalmente a los gigantes del Siglo de Oro español, también lo hace literariamente, pues no practica los géneros dominantes en esa centuria dorada: la poesía y el teatro. Sí escribirá una novela, “El Criticón”, un clásico imperecedero cuya peculiaridad estilística impide, sin embargo, que sea igualado categorialmente a las gloriosas novelas cervantinas. Hablamos de una novela alegórica, de enorme extensión e intensión, que realiza un enjundioso recorrido por los entresijos de la vida humana; creación sin precedentes y, casi, sin consecuentes. Así, saliéndose, como decimos, de la ruta marcada por los clásicos inmediatamente anteriores a él, los escritos de Gracián se dedican en alma y letras a la prosa ensayística y de ideas; pura reflexión moral, política, estética y religiosa los atraviesa.
Esta exclusividad en el género y el contenido se extiende también al ensamblaje axiológico de sus textos, a los valores que difunde a través de sus razonamientos. Exceptuando “El comulgatorio”, de 1655, el pensador aragonés presenta un mundo laico, secular, profano, sin intervención divina de ningún tipo. Lo paradójico de este planteamiento es que su formación académica es fundamentalmente teológica y fue miembro y seguidor de la Compañía de Jesús, esto es, jesuita, desde los dieciocho años. Atendiendo, concretamente, al “Oráculo manual y arte de prudencia”, no podemos extraer ninguna enseñanza católica; esta ausencia de religiosidad difiere enormemente, por ejemplo, de su contemporáneo Calderón de la Barca (creador de los «autos sacramentales»).
Más allá de esta consideración ideológica, podemos advertir en esta obra cómo Gracián juega con el contraste entre la brevedad de lo escrito y la ambición de su objetivo, el cual radica en la comprensión plena de lo humano, de sus cambios, de la significación a la vez permanente y variable de la existencia. Es el lector quien puede hacer una pregunta y abrir el “Oráculo” por dónde le plazca para que le resuelva una situación concreta, circunstancial; es el autor quien ha dispuesto estos consejos, estas redes de sentido creadas por los incesantes juegos de palabras, para que los asimilemos y podamos mutatis mutandis aplicarlos. En consecuencia, cuestionemos, leamos y aprendamos:
89. Comprensión de sí. En el genio, en el ingenio, en dictámenes, en afectos. No puede ser señor de sí si primero no se comprende. Hay espejos del rostro, no los hay del ánimo: séalo la discreta reflexión sobre sí; y cuando se olvidare de su imagen exterior, conserve la interior para enmendarla, para mejorarla. Conzoca las fuerzas de su cordura y sutileza para el emprender; tantee la irascible para el empeñarse; tenga medido su fondo y pesado su caudal para todo.
105. No cansar. Suele ser pesado el hombre de un negocio y el de un verbo. La brevedad es lisonjera y más negociante: gana por lo cortés lo que pierde por lo corto. Lo bueno, si breve, dos veces bueno y aun lo malo, si poco, no tan malo. Más obran quintaesencias que fárragos y es verdad común que hombre largo raras veces entendido, no tanto en lo material de la disposición cuanto en lo formal del discurso. Hay hombres que sirven más de embarazo que de adorno del universo, alhajas perdidas que todo lo desvían. Excuse el discreto el embarazar [impedir] y mucho menos a grandes personajes, que viven muy ocupados, y sería peor desazonar uno de ellos que todo lo restante del mundo. Lo bien dicho se dice presto.
110. No aguardar a ser sol que se pone. Máxima es de cuerdos dejar las cosas antes que los dejen. Sepa uno hacer triunfo del mismo fenecer, que tal vez el mismo sol, a buen lucir, suele retirarse a una nube porque no le vean caer y deja en suspensión de si se puso o no se puso. Hurte el cuerpo a los ocasos para no reventar de desaires; no aguarde a que le vuelvan las espaldas, que le sepultarán vivo para el sentimiento y muerto para la estimación. Jubila con tiempo el advertido al corredor caballo y no aguarda a que, cayendo, levante la risa en medio de la carrera. Rompa el espejo con tiempo y con astucia la belleza, y no con impaciencia después al ver su desengaño.
114. Nunca competir. Toda pretensión con oposición daña el crédito. La competencia tira luego a desdorar, por deslucir. Son pocos los que hacen buena guerra. Descubre la emulación los defectos que olvidó la cortesía. Vivieron muchos acreditados mientras no tuvieron émulos. El calor de la contrariedad aviva o resucita las infamias muertas, desentierra hediondeces pasadas y antepasadas. Comiénzase la competencia con manifiesto de desdoros, ayudándose de cuanto puede y no debe; y aunque a veces,y las más, no sean armas de provecho las ofensas, hace de ellas vil satisfacción a su venganza y sacude ésta con tal aire que hace saltar a los desaires el polvo del olvido. Siempre fue pacífica la benevolencia y benévola la reputación.
130. Hacer y hacer parecer. Las cosas no pasan por lo que son, sino por lo que parecen. Valer y saberlo mostrar es valer dos veces. Lo que no se ve es como si no fuese. No tiene su veneración la razón misma donde no tiene cara de tal. Son muchos más los engañados que los advertidos: prevalece el engaño y júzganse las cosas por fuera. Hay cosas que son muy otras de lo que parecen. La buena exterioridad es la mejor recomendación de la perfección interior.
138. Arte de dejar estar; y más cuando más revuelta la común mar o la familiar. Hay torbellinos en el humano trato, tempestades de voluntad; entonces es cordura retirarse al seguro puerto del dar vado. Muchas veces empeoran los males con los remedios: dejar hacer a la naturaleza allí y aquí a la moralidad. Tanto ha de saber el sabio médico para recetar como para no recetar y a veces consiste el arte más en el no aplicar remedios. Sea modo de sosegar vulgares torbellinos el alzar mano y dejar sosegar: ceder al tiempo ahora será vencer después. Una fuente con poca inquietud se enturbia, ni se volverá a serenar procurándolo, sino dejándola. No hay mejor remedio que los desconciertos que dejarlos correr, que así caen de sí propios.
158. Saber usar de los amigos. Hay en esto su arte de discreción: unos son buenos para de lejos y otros para de cerca, y el que tal vez no fue bueno para la conversación lo es para la correspondencia. Purifica la distancia algunos defectos que eran intolerables a la presencia. No sólo se ha de procurar en ellos conseguir el gusto, sino la utilidad, que ha de tener las tres calidades del bien, otros dicen las del ente: uno, bueno y verdadero, porque el amigo es todas las cosas. Son pocos para buenos y el no saberlos elegir los hace menos. Saberlos conservar es más que el hacerlos amigos. Búsquense tales que hayan de durar y, aunque al principio sean nuevos, baste para satisfacción que podrán hacerse viejos. Absolutamente los mejores son los muy salados, aunque se gaste una fanega en la experiencia. No hay desierto como vivir sin amigos. La amistad multiplica los bienes y reparte los males, es único remedio contra la adversa fortuna y un desahogo del alma.
166. Diferenciar al hombre de palabras del de obras. Es única precisión, así como la del amigo de la persona o del empleo, que son muy diferentes. Malo es, no teniendo palabra buena, no tener obra mala; peor, no teniendo palabra mala, no tener obra buena. Ya no se come de palabras, que son viento, ni se vive de cortesías, que es un cortés engaño. Cazar las aves es el verdadero encandilar. Los desvanecidos se pagan del viento; las palabras han de ser prendas de las obras y así han de tener el valor. Los árboles que no dan fruto, sino hojas, no suelen tener corazón; conviene conocerlos; unos para provecho, otros para sombra.
173. No ser de vidrio en el trato y menos en la amistad. Quiebran algunos con gran facilidad, descubriendo la poca consistencia; llénanse a sí mismos de ofensión, a lo demás de enfado. Muestran tener la condición más niñas que las de los ojos, pues no permite ser tocada, ni de burlas ni de veras. Oféndela las motas, que no son menester ya notas [infamias]. Han de ir con grande tiento los que los tratan, atendiendo siempre a sus delicadezas; guárdanles los aires, porque el más leve desaire les desazon. Son éstos ordinariamente muy suyos, esclavos de su gusto, que por él atropellarán con todo, idólatras de su honrilla. La condición del amante tiene la mitad de diamante en el durar y en el resistir.
174. No vivir aprisa. El saber repartir las cosas es saberlas gozar. A muchos les sobra la vida y se les acaba la felicidad. Malogran los contentos, que no los gozan, y querrían después volver atrás, cuando se hallan tan adelante. Postillones del vivir, que a más del común correr del tiempo añaden ellos su atropellamiento genial. Querrían devorar en un día lo que apenas podrán digerir en toda la vida. Viven adelantados en las felicidades, cómense los años por venir y, como van con tanta prisa, acaban presto con todo. Aun en el querer saber ha de haber modo para no saber las cosas mal sabidas. Son más los días que las dichas: en el gozar, a espacio; en obrar, aprisa. Las hazañas bien están hechas; los contentos, mal, acabados.
181. Sin mentir, no decir todas las verdades. No hay que requiera más tiento que la verdad, que es un sangrarse del corazón. Tanto es menester para saberla decir como para saberla callar. Piérdese con sola una mentira todo el crédito la entereza. Es tenido el engañado por falto y el engañador por falso, que es peor. No todas las verdades se pueden decir: unas porque me importan a mí, otras porque al otro.
195. Saber estimar. Ninguno hay que no pueda ser maestro de otro en algo, ni hay quien no exceda al que excede. Saber disfrutar a cada uno es útil saber. El sabio estima a todos porque reconoce lo bueno en cada uno y sabe lo que cuestan las cosas de hacerse bien. El necio desprecia a todos por ignorancia de lo bueno y por elección de lo peor.
200. Tener que desear para no ser felizmente desdichado. Respira el cuerpo y anhela el espíritu. Si todo fuere posesión, todo será desengaño y descontento. Aun en el entendimiento siempre ha de quedar qué saber, en que se cebe la curiosidad. La esperanza alienta: los hartazgos de felicidad son mortales. En el premiar es destreza nunca satisfacer. Si nada hay que desear, todo es de de temer: dicha desdichada; donde acaba el deseo comienza el temor.
230. Abrir los ojos con tiempo. No todos los que ven han abierto los ojos, ni todos los que miran ven. Dar en la cuenta tarde no sirve de remedio, sino de pesar. Comienzan a ver algunos cuando no hay qué : deshicieron sus casa y sus cosas antes de hacerse ellos. Es dificultoso dar entendimiento a quien no tiene voluntad y más dar voluntad a quien no tiene entendimiento. Juegan con ellos los que les van alrededro como con ciegos, con risa de los demás. Y porque son sordos para oír, no abren los ojos para ver. Pero no falta quien fomenta esta insensibilidad, que consiste su ser en que ellos no sean. Infeliz caballo cuyo amo no tiene ojos: mal engordará.
232. Tener un punto de negociante. No todo sea especulación, haya también acción. Los muy sabios son fáciles de engañar porque, aunque saben lo extraordinario, ignoran lo ordinario del vivir, que es más preciso. La contemplación de las cosas sublimes no les da lugar para los manuales; y como ignoran lo primero que habían de saber, y en que todos parten un cabello, o son admirados o son tenidos por ignorantes del vulgo superficial. Procure, pues, el varón sabio tener algo de negociante, lo que baste para no ser engañado y aun reído. Sea hombre de lo agible, que, aunque no es lo superior, es lo más preciso del vivir. ¿De qué sirve el saber si no es práctico? Y el saber vivir es hoy el verdadero saber.
266. No ser malo de puro bueno. Eslo el que nunca se enoja: tienen poco de personas los insensibles. No nace siempre de indolencia, sino de incapacidad. Un sentimiento en su ocasión [en su momento preciso] es acto personal. Búrlanse luego las aves de las apariencias de bultos. Alternar lo agrio con lo dulce es prueba de buen gusto: sola la dulzura es para niños y necios. Gran mal es perderse de puro bueno en este sentido de insensibilidad.
288. Vivir a la ocasión. El gobernar, el discurrir, todo ha de de ser al caso [al momento, oportuno]. Querer cuando se puede, que la sazón y el tiempo a nadie aguardan. No vaya por generalidades en el vivir, si ya no fuere en favor de la virtud, ni intime leyes precisas al querer, que habrá de beber mañana del agua que requiera hoy. Hay algunos tan paradojamente impertinentes que pretenden que todas las circunstancias del acierto se ajusten a su manía y no al contrario. Mas el sabio sabe que el norte de la prudencia consiste en portarse a la ocasión.