La gran belleza
Por Fernando J. López. “La nostalgia es la última distracción de quien ha perdido la esperanza en el futuro” afirma uno de los personajes de esta fábula polisémica e hipnótica en la que su protagonista, Jep, se convierte en una suerte de Fausto contemporáneo por una Roma alucinógena. Tanto como lo son las máscaras que construyen nuestra identidad y que, sin embargo, seguimos empeñados en usar, olvidando la verdad que se esconde tras el histrionismo y confundiendo la vida con el ruido, la existencia con la sucesión de un movimiento que sustenta este truco en el que todo, como la jirafa que irrumpe en el circo romano, está obligado a desaparecer.
Por eso la película no aborda la narración con un enfoque lineal, en parte porque constituye la escritura de ese libro soñado sobre la nada que una y otra vez cita el protagonista; en parte porque su discurso se empobrecería si no nos permitiera tantas interpretaciones simultáneas en cada uno de sus fascinantes planos. Claro que se nos ofrecen las pautas necesarias para saber hacia dónde se dirige este viaje -desde la cita inicial de Celine hasta alguno de los inolvidables monólogos de Jep-, pero no se nos obliga a caminar en una sola dirección, sino que se nos ofrecen todas las llaves que abren las puertas de la ciudad para recorrer, en el orden sensorial e intelectual que prefiramos, este descenso a los infiernos del tiempo y la memoria, donde el recuerdo de un momento de nuestra adolescencia puede convertirse en el único instante donde de verdad vimos esa belleza sin ser siquiera conscientes de ello.
Y mientras buscamos, nos damos de bruces con los cimientos de una Europa carcomida por la vacuidad y el desánimo. Esa decepción de los demás en nosotros, de nosotros en los demás, que asola a todos y cada uno de los personajes y que, condensado en esa Roma esencial y mediterránea, sirve como ejemplo de toda una civilización. Importan las raíces, afirma una santa al borde de la momificación, y entre guiños flaubertianos -como el sacerdote gastronómico que recuerda la ausencia de espiritualidad del confesor de Emma Bovary- y fellinianos -todo su cine resuena en esta personalísima fábula-, se nos ofrece la visión del mar que nos conducirá a esas mismas raíces. La de quienes fuimos y quienes somos. La de una Europa que fue, otra que pudo ser y otra que, entre remixes de Rafaella Carrá, vulgarmente ya es.
Pocas veces, en los últimos años, una película ha desatado en mí tantas emociones. Tanta necesidad de hablar de ella. De volver a ella. De escribir sobre ella. Sé que regresaré al cine para sentarme, una vez más, en mi butaca y comenzar así un nuevo viaje. Porque hay llaves que no usé cuando la veía, porque -como todas las grandes narraciones- no hay un único significado ni una sola Ítaca a la que llegar, ni un único círculo que atravesar, sino una Urbana Comedia en la que Dante se ha convertido en un escritor autor de un solo libro y Virgilio en esa Ramona que, como el poeta latino, tampoco podrá atravesar con él la última etapa de su viaje.
Allí, en esa estación final, estaremos tan solos como Jep. Abocados a preguntarnos si vimos -si supimos sentir- esa belleza. Torturados por cuanto somos conscientes de haber perdido -todos estamos heridos, afirma en una de sus más memorables escenas- y esperando aprender a hacer un truco más. Ese último truco que nos permita -a nosotros y a esa Europa que languidece- vencer a la muerte. Por un instante, al menos.