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12 años de esclavitud (2013), de Steve McQueen

 

Por Jordi Campeny

 

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Michael Fassbender en 12 años de esclavitud (2013), de Steve McQueen

No es lo más habitual acudir un par de veces al cine en tres días. Menos habitual es aún que, si lo haces, tropieces con las que son, probablemente, las dos películas más relevantes y extraordinarias del año (con permiso de The act of killing y La vida de Adèle). Cada una a su manera; dos películas que nada tienen que ver salvo en que, tanto la una como la otra, han sido compuestas con mano maestra y con clara vocación de dejar huella en el archivo cinematográfico mental de los espectadores. Una es La gran belleza (Paolo Sorrentino), una obra de arte arriesgada, bipolar y heterodoxa que bien podría contemplarse como una Dolce vita contemporánea. Un fresco de la Roma actual (la Roma histórica y sacrosanta y también la Roma frívola y vacía post-Berlusconi) que rezuma virtuosismo, maestría, arte, pérdida, misantropía y, sobretodo, belleza en su máxima expresión, por todos y cada uno de sus fotogramas. Apasionante y hechicera, consigue por momentos rozar lo sublime.

Y la segunda es la que nos ocupa, 12 años de esclavitud, del director británico Steve McQueen.

La película narra la historia real, acontecida en 1850, de Solomon Northup, un culto músico negro -y hombre libre- que vivía con su familia en Nueva York. Tras ser drogado y secuestrado, es vendido como esclavo en el Sur en una plantación de Louisiana. Todo a su alrededor es violencia, abuso y desesperanza, pero Solomon no se rinde e intenta no abandonar la esperanza y recuperar su libertad.

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12 años de esclavitud (2013), de Steve McQueen

Tenemos fresca la temática de la esclavitud gracias a films recientes que se ocupan de ella de forma central (la brillante Django desencadenado, Quentin Tarantino, 2012) o tangencial (la muy discutible pero resultona El mayordomo, Lee Daniels, 2013). Pero lo de 12 años de esclavitud es otra cosa; va al hueso del asunto, es inmisericorde y cruel; resulta imposible desterrarla del cerebro una vez vista. Algunos han querido ver en ella -y de paso criticar- su clara vocación de película definitiva sobre la esclavitud. Que cada uno juzgue si es o no cierto. En cualquier caso, a uno se le antoja un tanto precipitada tal aseveración, más que nada porque resulta notoriamente complicado comparar la película que nos ocupa con las que están por venir; a pesar de ello, puede que sí sea la mejor película sobre la esclavitud que se ha rodado hasta el momento (aunque, evidentemente, los viejos tormentos de Scarlett O’Hara vuelven y retumban en tu mente, y no te dejan afirmar categóricamente lo que, sin ellos, afirmarías sin atisbo de duda. La película-monumento por antonomasia tiene la sombra demasiado alargada, y el viento no consigue llevársela, a pesar de haber barrido casi todo lo demás).

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12 años de esclavitud (2013), de Steve McQueen

El director Steve McQueen es un cirujano de la carne. Desnuda los cuerpos y utiliza su cámara como si fuera un bisturí; perfora y ahonda en la piel para acabar mostrándonos lo más profundo; el abismo, el miedo, el vacío. El alma. Lo demostró en sus anteriores películas: Hunger (2008) y la extraordinaria, mayor, insoslayable Shame (2011). Éstas fueron propuestas más modestas, intimistas, con el exquisito sabor del mejor cine independiente. Con 12 años de esclavitud da un paso más, se abre a un público más amplio, pero no abandona su condición de cirujano, ni las bases de su cine, ni su mirada frente al ser humano. Las secuencias de los castigos físicos ejercidos sobre los cuerpos de Solomon Northup y sus semejantes se convierten, para el espectador, en una especie de espejo deformante en el que creemos vislumbrar lo que fuimos -y seguimos siendo- los seres humanos. Bestias desalmadas capaces de las más aberrantes abyecciones. Seres despojados de toda humanidad. El director nos sitúa, una vez más, en los límites de nuestro pudor y nuestra conciencia (en el caso que nos quede algo de ella) y nos obliga a mirar muy dentro de nosotros mismos. No es baladí que, hacia el final de la película, Solomon, a la izquierda del encuadre, envuelto en silencio, observe el cielo y el entorno y, de repente, fije su mirada en el espectador, interpelando directamente a su conciencia. Te observa a ti, con una mirada líquida, intensísima y derrotada. Y a ti, que crees que todavía te quedan unos gramos de dignidad (¡presuntuoso!), te cuesta aguantarle esta mirada, y la apartas.

La grandeza de 12 años de esclavitud reside, en parte, en ello: a partir de una historia puntual, real, se logra una bellísima y desgarradora radiografía de la infamia en la que todos somos, en cierto modo, partícipes. Resulta pasmoso el tono que emplea McQueen para contarnos el horror que desfila ante nuestros ojos: es una historia grave con alma de melodrama, pero rehúye todas sus convenciones, hasta el punto de conseguir emocionarnos hasta el tuétano sin soltar una sola lágrima.

Su impresionante fotografía, el pulso narrativo, el cielo de Louisiana, los matices, las conmovedoras y graves notas musicales marca de la casa (Shame, de nuevo, en el recuerdo), los cánticos de los esclavos entre el algodón y las vejaciones, la apabullante interpretación de Chiwetel Ejiofor -más allá del elogio; una entrega y arrebato muy poco habituales-, y también la de Michael Fassbender, la inteligencia y corazón vertidos por su director y la ya mencionada vocación de universalidad hacen que 12 años de esclavitud se erija, solemne, en una necesaria, bellísima y despiadada obra maestra.

One thought on “12 años de esclavitud (2013), de Steve McQueen

  • Reseñas como esta son las que hacen del cine algo más que un arte… Porque el cine es un soporte de conocimiento y también de reflexión. Gracias por, además, no ser neutral… y plantear al espectador la necesidad de que no lo sea. Si la mirada sobre la vida y el mundo es una simple mirada de observación… la complicidad inerte y pasiva de la que hablas – y que, en cierta medida nos compete a todos – hará que la injusticia siga existiendo en amplias zonas del planeta. Parece que la Humanidad a profresado desde la esclivitud… pero quizás solo nominalmente.

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