Tardes de cine
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
Recuerdo estar sentada entorno a la mesa redonda que presidía el salón de mi abuela en Roma. Todavía no eran las ocho, pero mi prima y yo ya estábamos cenando frente a al viejo televisor que mi abuelo se negaba en renovar y que nos obligaba a levantarnos cada vez que queríamos cambiar de canal. Eso de no tener mando era un incordio, aunque también evitaba muchas discusiones entre mi prima y yo; mi madre solía ponernos una película, una cinta en VHS, para tenernos tranquilas mientras cenábamos, sobre todo a mi prima, que se hacía la remolona tratando de postergar la cena hasta la llegada tardía de su padre del trabajo. En esos días, cada noche se repetía la misma escena, y cada noche mi abuelo, sentado junto a nosotras, nos proponía ver algún episodio de Charlot, «así seguro que os divertís», nos decía tratando de convencernos. «Es en blanco y negro», le dije las primeras veces, pero luego fui yo quien, noche tras noche, pedía con insistencia a mi madre que nos pusiera un nuevo episodio o una nueva película de Chaplin. La preferida de mi prima era La quimera del oro, mientras yo tenía una debilidad por Tiempos modernos; los dos se iban intercalando en una repetitiva monotonía que nunca nos cansaba. Hubo un día que mi madre nos propuso ver algo diferente, al fin de cuentas nos sabíamos a memoria casi toda la obra de Charlot; fue así que descubrí a los hermanos Marx, primero con Una noche en la ópera y luego con Un día en las carreras. Aunque mi madre insistiera en que Sopa de ganso era una de las mejores, yo siempre me quedé con la primera y la inolvidable escena del camarote y los huevos duros.
Tras Chaplin y los hermanos Marx vinieron Totó -imposible olvidar las risas de mi abuelo viendo Guardie e Ladri con Totó y Aldo Fabrizi– el gordo y el flaco y Edoardo de Filippo; los veranos en Galicia descubrí a Cantinflas y, sobre todo, a Berlanga, Bienvenido Mr. Marshall y Plácido fueron las primeras, años más tarde llegó El verdugo. El cine ocupó mis tardes en casa de los abuelos, en Roma o en Santiago, las tardes frente a la televisión eran tardes de cine de un tiempo pretérito que, sin embargo, no dejaba de fascinarme. El cine negro era la debilidad de mi padre, fue él quien me descubrió la maestría de Orson Welles, quien me enseñó a entusiasmarme con Sed de mal y quien consiguió, pese a mis reticencias iniciales, que me enamorara de Humphrey Bogart y Casablanca, film que no tardó en convertirse en uno de mis referentes. Chaplin quedó atrás, fue sustituido por Casablanca y por las grandes comedias norteamericanas que veía junto a mi abuela quien, sentada a muy poca distancia del televisor por culpa de una maltrecha vista, con sonrisa adolescente me comentaba que no había habido nunca actor más guapo que Cary Grant. Yo, una adolescente que soñaba en ser mayor, estaba fascinada por Katherine Kepburn, de mayor quería ser como ella, decía una y otra vez, mientras devoraba su filmografía. La fiera de mi niña fue el film donde la descubrí, luego vinieron Historia de Philadelphia, De repente, el último verano, La costilla de Adán, Adivina quien viene esta noche y La reina de África. En aquella época no tenía dudas, de mayor sería como la Hepburn y, a pesar de que mi padre tenía una debilidad por Audrey Hepburn yo nunca cambié de idea, aunque, siendo sincera, no pude sino envidiar el vestuario de Givenchi que lucía la protagonista de Desayuno con diamantes. El cine me acompaño a lo largo de mi adolescencia; recuerdo los sábados por la tarde, eran tardes de cine. Mis padres me solían dar una única moneda, de quinientas pesetas, para ir al cine que estaba cerca de casa; yo deseaba ir a la discoteca pero, me solía decir mi madre, «hay cosas más interesantes que esos lugares». Sus palabras no me convencías demasiado, pero luego, sentada frente a la pantalla, me perdía en la ficción. Fue en aquellos años en los que me enamoré de Leonardo di Caprio, reconstruyendo su filmografía Vida de este chico, ¿A quién ama Gilbert Grape? o Diario de un rebelde; fue entonces cuando descubrí a Woody Allen y con Manhattan olvidé a Katherine Kepburn y soñé en convertirme en Diane Keaton; con la Rosa púrpura del Cairo entendí porque ama el cine y, años más tarde, con la Noche americana de Truffaut supe que el cine me habría acompañado en el incesante viaje a través de la ficción, descubriendo en esos otros mundos la realidad que me rodeaba y a los individuos que formaban parte de ella.
No podía admirar a Woody Allen sin admirar todavía más a su maestro, me decía mi padre; él fue quien decidió que había llegado el momento de ver Fresas salvajes de Ingmar Bergman, «la mejor película de la historia del cine» me comentó poco antes de empezar la película. No la entendí, me costó penetrar en el universo bergmaniano; mi padre insistió, me mostró El séptimo sello y El rostro, dos películas demasiado oscuras para mi. Bergman se me resistió durante bastante tiempo, hasta que un día llegó a casa el DVD de Fanny y Alexandre; la versión extendida de la cinta, lejos de despertar el tedio que habían provocado los anteriores films, se convirtió en el redescubrimiento de un director sueco. Persona, vista poco tiempo después, no hizo sino encumbrarlo en mi panteón, presidido desde ya hacía algunos meses por Godard y, especialmente, por Vivre sa vide. Ahora, Anna Karina había ocupado el lugar que antes había pertenecido a Katherine Kepburn y a Diane Keaton, a la vez que Blow Up unió de forma indistricable el cine y la literatura.
El día de ayer terminaba despidiéndose de Peter O’Tool; aquellos ojos azules que, juntamente a los de Paul Newman, habían enamorado a mi abuela que, sin embargo, como buena italiana, siempre consideró a Marcello Mastroianni como el auténtico e inimitable galán de la gran pantalla. Sentada en la misma mesa redonda, junto a mi prima, reía con Chaplin, vi Lawrence de Arabia junto a mi abuela que, sentada en su butaca, revivía una juventud que la posguerra no le había permitido disfrutar. Esta mañana amanecía despidiendo a Jane Fontaine; junto a mi abuela vi Rebecca, ella sentada en su butaca, yo entorno a la mesa. Con mis padres vi Sospecha, una de los primeros films de Hitchcock que conformaron mi todavía pequeña biblioteca fílmica. M. el vampiro de Dusselfdorf, cuyo guión mi padre guardaba entre sus libros de juventud, me descubrió a Fritz Lang, Metrópolis hizo de él un director impactante e inquietante; Más allá de la duda refleja hoy el círculo que esta mañana se cerraba con el adiós a Jane Fontaine. Se fueron dos grandes del cine, como también se fue aquellos años infantiles de cine. Su adiós es el adiós a unos años de aprendizaje y de seducción de la imagen, su adiós es el recuerdo de mi eterna deuda por aquellas tardes de cine transcurridas junto a mis abuelas.
«¿A quien ama Gilbert Grape?… Nunca imaginé que alguien, además de yo mismo, iba a ser capaz de unir esa maravillosa película a todo el espléndido repertorio cinematográfico citado en este artículo.
Algunos escritores somos hijos del cine, ese inolvidable cine del siglo XX, que nos abrió mundos, fue capaz de conciliar palabra e imagen, marcó toda una época, y fue testigo de sueños y esperanzas, así como recolector impagable de memoria. Ellos ( Chaplin, Welles, Bergman, los que citas…) nos hicieron volar, aprender, sentir, pensar… y forman parte de nuestro imaginario ( que es tan real como lo que algunos creen que tocan ) y de ese acervo cultural que aún nos alimenta.
El siglo XXI no ha matado el cine ni el sonido… solo lo ha empaquetado de forma diferente, inventando nuevas tecnologías y materiales. El Septimo Arte ( el arte que engloba todas las demás ) es también referencia literaria continuada y, a su vez, ha puesto en imágenes obras escritas ( Visconti, Losey, Ridley Scott, Zhang Jimou, Erice…y tantos más) que se han convertido en parte fundamental de nuestra vida. Gracias, Anna María, por demostrar, de forma tan bella y exacta, los versos de Eliot en East Coker, esa parte de The Four Quartets que nos señala que el tiempo pasado y el futuro están siempre contenidos en el tiempo presente.