Técnicas de iluminación (Eloy Tizón) – III
Por Luis Borrás
Eloy Tizón. “Técnicas de iluminación”.
163 páginas. Editorial Páginas de Espuma. Madrid, 2013.
Los seguidores de este género del cuento seguro que ya conocen a Eloy Tizón, y es muy probable que –igual que yo- tengan a su “Velocidad en los jardines” como uno de sus libros de relatos preferidos. Para ellos –y para mí- este nuevo libro de Tizón es un acontecimiento, una cita ineludible y feliz; pero qué pasa si nunca lo han leído, si es esta la primera vez. Pues que puede –y sobre todo si esperaban otra cosa- que con los dos relatos iniciales se queden totalmente desconcertados. Con el primero: “Fotosíntesis”, no sabrán a qué atenerse, ¿de qué va este relato?, ¿cuál es el argumento?, ¿qué es?, ¿un poema en prosa, una autobiografía o las dos cosas a la vez? Y con el segundo: “Merecía ser domingo” continuará su estupor al comenzar en un tono realista, de memoria y situaciones con las que identificarse para, en un momento dado, pasar al más absoluto surrealismo: “en un claro del bosque, en medio de un lago congelado, ensayaba, al completo, una orquesta sinfónica”.
Puedo entender esa primera reacción. Estamos escaldados de escritores pedantes y divinos que se tiran un pedo y pretenden hacerlo pasar por obra de arte y que además cuentan con alumnos y monaguillos que luego con igual pedantería y aires de superioridad quieren hacernos creer que somos unos paletos con el olfato atrofiado que no saben apreciar los productos delicatessen.
Es verdad que esos dos primeros relatos no son narraciones convencionales, narraciones que podamos etiquetar para sentirnos seguros. Tizón es un insensato que mezcla en la lavadora la ropa blanca y de color; la diferencia con otros es que a él no le destiñe. Es verdad que producen perplejidad, que no tienen un sentido exacto –la literatura, afortunadamente, no son matemáticas- que son extraños sí, pero también que a no ser que seamos un cacho carne con ojos no saldremos indemnes al enfrentarnos con el lirismo de su prosa. Igual que la música y la poesía esos relatos pueden seducirnos sin llegar a comprender del todo su significado. Extraña maravilla que anticipa lo que está por venir. Porque lo bueno, lo realmente excelente, viene después: “Ciudad dormitorio”. Un relato con el que se acaban todas las dudas; un cuento digno de figurar en esa interminable antología de los mejores relatos que hemos leído y salvaremos de un incendio. Porque esta vez sí, la simbiosis entre lirismo y narración es perfecta: “Esa hora. Esa luz. Esa explosión solar entre dos bloques de casas. Ese resol naranja de pájaros y jaulas. Ese momento casi hipnótico de desajuste cronológico en que dos mundos paralelos se superponen y por un instante se cruzan, sin reconocerse, inconsolables ambos, el primer empleado del día llevando una tartera y el último juerguista de la noche llevando una rosa teñida”. Esta vez hay una historia que seguir sin desvíos ni oscuros recodos oníricos; hay dos escenarios verídicos y personajes de carne y hueso, hay incluso algo misterioso que no se resuelve y la presencia sutil de un personaje con nombre pero sin diálogo y que resultan decisivos.
Y desde ahí, desde ese relato, desde esa maravilla sin extrañeza, Tizón vuelve a caer en “La calidad del aire” en esa mezcla de realidad inicial –como inquietante resolución- que deriva en un surrealista final que nos desconcierta. Surrealismo que es absoluto en “Volver a Oz” y que mitiga con lirismo y un par de imágenes demoledoras. Vuelve, con esos dos relatos, a dejarnos en un sí, pero no; tierra de nadie en el que también se queda “El cielo en casa” exento de esa dualidad desconcertante y con las virtudes que le son características pero que –para mí- no alcanza la plenitud de los demás. Porque esas dudas o media indiferencia desaparecen del todo por cuadruplicado con “Los horarios cambiados”, “Alrededor de la boda”, “Manchas solares” y “Nautilus” aunque en éste último la narración, salpicada de interferencias, no siga una línea continua y puede que su atractivo esté precisamente en esa forma, caótica, cruelmente verídica y ordenada, con la que los recuerdos nos visitan y construyen nuestra biografía a partir de un hecho dramático.
Tres cuentos diferentes con tres estilos distintos en los que Tizón nos demuestra todo su talento y originalidad. Tres argumentos sencillos –historias de la vida vulgar- en los que sigue tres líneas diferentes, una en picado –desde lo que comienza como una anécdota hasta su caída que se representa con un vacío-, otra recta –desde lo absurdo de que te invite a su boda una (des)conocida hasta el éxtasis imprevisto- y otra de ida y vuelta –ella se marcha con otro y al año regresa y la perdonamos-.
En los tres hay un humor agridulce que se representa de distinta manera. Una vez es la sonrisa de la situación en la que podemos vernos reflejados –esa manía que tienen las mujeres de hacer (llenando hasta los topes) su maleta-, otra es la sonrisa comprensiva y cómplice del cornudo y su reconstrucción, y otra el recuerdo de la alocada juventud. Uno tiene el valor añadido de su argumento complementario: la reflexión del escritor a cerca de lo que significa escribir; en otro son las brillantes metáforas que se aparecen desde la ventanilla de un coche y en lo que estático nos rodea; y en otro son las palabras de un hombre, la forma sencilla, torpe y profunda sin pretenderlo, de entender la vida y su misterio.
Es el lenguaje lo que nos cautiva. Es la forma. La imagen; la mirada que advierte el detalle y lo representa, convirtiendo en poesía lo vulgar. Es la originalidad, eso que convierte a un escritor en único y lo distingue, sin afectación, modas ni flatulencias de los demás.
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