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DESPERTAR

Por la fotógrafa Laura Muñoz Hermida, para el libro de Helena Cosano "Almas Brujas"
Por la fotógrafa Laura Muñoz Hermida, para el libro de Helena Cosano «Almas Brujas»

Por Helena Cosano.

DESPERTAR

Desperté. No sabía dónde estaba. Al abrir los ojos me deslumbró la luz.
Me levanté como todas las mañanas y miré a mi alrededor. Estaba en casa. Entre los cristales brillaba el sol.
Bajé al jardín y lo vi todo extraño, como si lo viera por primera vez. En el estanque verde agonizaban las palomas de siempre. Me acerqué. Toqué el agua. Una paloma sin alas se agarró a mi mano y me miró. Ojos grandes, vidriosos, tristes. Sólo tenía una pata, con dedos suaves y afilados, que me agarraban débilmente.
«¿Qué haces? ¡Suéltala!»
Era él. Me había estado observando. Retiré la mano, y la paloma se hundió. Nos fuimos.

Era verano, y la gente estaba feliz. Fuimos a nadar al río. Dos amigas risueñas, él y yo. Vi el agua verde y espesa, la espuma inmóvil, y me entró miedo. No veía el fondo. Había hierbas, musgo, barro, peces muertos.
Ellas nadaban y reían; a mí me daba miedo. Me empujaron. El olor a agua estancada se pegó a mi cuerpo como una segunda piel. Sentí el cosquilleo de las hierbas en el agua espesa, aparté nenúfares y peces muertos, nadé lentamente entre juncos y algas, en el barro, hasta llegar al primer puente. Ellos ya habían salido del agua, con las ropas mojadas pegadas al cuerpo y el cabello viscoso de musgo y barro.

La tarde era clemente, nos sentamos bajo un árbol para mirar caer el sol. Una capa de lodo verde cubría mi piel, la miré con extrañeza, con asco, como si la viera por primera vez. Era una Tarde Roja, tarde de muerte, de despertar. «Es la Reina», murmuró él, «la Reina se va». Las nubes púrpuras se diluyeron en chorros de sangre y oro, y la noche cayó de golpe.

Hicimos un fuego. Querían bailar. Se quitaron la ropa mojada, y chillaron y rieron en el silencio, y se contorsionaron desnudos hasta caer agotados. Vi sus cuerpos verdes, blancos, negros, con tantas sombras y resplandores, zonas ásperas y lisas, curvas y llanuras, músculos flexibles, vello azul, óvalos color de luna, corazones veloces que bailaban a un ritmo que yo no oía. Se hizo el silencio, y ellos se vistieron con desgana. «Me vuelvo a casa» dijo mi amiga rubia. La de los largos cabellos azules propuso bajar a la fiesta del pueblo, se podía apedrear gratis a los enanos y el oráculo inventaba profecías infalibles por placer. «Qué pereza» dijo él. Yo decidí ir a ver cómo estaba la Reina.

Nos separamos. Crucé el primer puente y me adentré en el bosque. Los árboles vibraban como tinta mojada en el terciopelo hondo de la noche. Los pájaros callaban en honor a la Reina, y sólo una joven estrella perdida en la oscuridad me sonrió tímidamente al verme pasar. Salí del bosque. Atravesé el séptimo puente, caminé sobre el abismo donde aún se oye gritar a la niña bruja que resbaló. Llegué al palacio. La Princesa Lara, mi hermana, mi otro yo, me abrió sigilosamente la puerta, y entré en una sala inundada de luz.

Lara vestía como siempre de blanco, y como siempre sus ojos negros reían mientras su rostro permanecía sereno.

—¿Cómo está? –pregunté.
—Ya casi se ha ido. ¿Quieres verla?

Atravesamos salas y salas, hasta el dormitorio de la Reina. La Princesa Lara entornó suavemente la puerta; vi a la Reina. Flotaba en la penumbra, ya casi transparente, serena como si estuviese dormida. «Pronto serás Reina» le dije a Lara. Me sonrió con la mirada y me cogió la mano. Al pasar por la galería de los espejos nos miramos extrañadas, como si nos viéramos por primera vez: Ella siempre pulcra, inmaculada, yo cubierta aún del lodo verde del río. Tenemos exactamente los mismos ojos negros, pero los suyos comprenden y ríen, mientras los míos, siempre extrañados, descifran el mundo con amargura.

—¿Estuviste en el río? Estás cambiada.
—Sí. No sé por qué, no me gustó. No sé lo que me pasa. Todo parece tan extraño.
—Es normal, pasa todos los siglos cuando hay Tardes Rojas. La Reina se va.
—Tengo miedo.
—Es normal, siempre pasa al despertar.
—¿Crees que yo también me voy?
—Parece que no comprendes, como si estuvieses ya en la otra lógica.
—No me gusta la realidad.
—Porque no la entiendes. No puedes juzgar lo que no entiendes.
La realidad es la que hay. No se elige, no se entiende, no se juzga.
—Pero hay otra realidad. Otros mundos. Otra lógica. Un más allá.
—Quién sabe. Sólo esta realidad es segura. Lo demás son especulaciones, sueños.
—¿Entonces crees que nos morimos para siempre?
—Tal vez. O de Tarde Roja en Tarde Roja. Qué más da.
—Da miedo.
—No. Nos pasa a todos. El mundo es así.
—Ya no me gusta; parece absurdo.
—Nunca te ha gustado. Intentabas creer que sí para no sentirte
desgraciada. Como si vinieras de otro lugar. Siempre has soñado con irte.
—¿Tú no?
—Yo estoy bien.
—Es una jaula de oro.
—Sí; pero yo no sé volar. Yo estoy bien. Tú siempre has querido
irte, como si no fueses de aquí.
—¿Y si me fuera?
—¿No te da miedo?
—Tal vez sea sólo abrir los ojos…
—Hazlo lentamente. ¡Imagina que no hay nada después de la muerte! ¡Imagina que el más allá es un infierno! Quédate. La vida es segura, la realidad no se diluye, quién sabe si existe un más allá.
—Quédate tú. Te espero allí.
—Adiós.
—Quiero ser libre, ¿me comprendes?
—Sí: eres libre en los sueños, libre en la muerte, libre en otros universos que tal vez no existan –pero incapaz de ser libre ahora y aquí.
—Adiós Lara. No te quedes demasiado, vete en la próxima Tarde Roja. Te espero allí.
—¡Tal vez no haya ningún «allí»! Dile el último adiós a la Reina.

De nuevo entramos en el dormitorio. La Reina se había diluido en la penumbra; la habitación estaba vacía. Intuí los resplandores fríos del alba.

La Reina Lara me acompañó a la puerta; tenía algo triste en la mirada.

—Adiós.

Había amanecido. Todos los pájaros del bosque aclamaban a la nueva Reina. Pensé que sería otra mañana de sol, y que, si quisiera, podría ver una infinidad de mañanas de sol, y la eternidad me dio vértigo. Pensé en las pobres palomas que agonizaban en el estanque verde, pensé en los peces muertos del río, en los cuerpos extraños que bailaban desnudos, en los largos cabellos azules de mi amiga, en la niña bruja gritando en el abismo por toda la eternidad, pensé en la hermosa Reina Lara, mi hermana, mi otro yo. Y me fui sola. Di el salto. Abrí los ojos.
Desperté.

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