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Le Week-End (2013), de Roger Michell

 

Por Miguel Ángel Martín Maestro

 

Hay veces que uno abre una nevera con ganas de comer algo fresco y se encuentra con un yogur caducado, a falta de otra cosa uno se lo come, no hace daño, supuestamente ha perdido sus propiedades si alguna vez las tuvo, y al final te quedas como al principio, con el estómago algo lleno pero con un algo insípido en la boca.

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Le Week-End (2013), de Roger Michell

Pues algo así es lo que he sentido viendo este “week-end” parisino de una madura pareja británica en un viaje hacia delante condenado al fracaso desde el primer fotograma. Todo suena ha visto, mil y una veces, ayudado en un doblaje pésimo, algo que se está convirtiendo en una tónica habitual de la práctica totalidad del cine, y no es porque quiera defender el doblaje, que no tiene defensa alguna, pero es que últimamente los doblajes suenan asépticos, como ajenos a la banda sonora de la película que ves, como una cápsula independiente de las imágenes que no llega a ensamblarse con ellas.

Es imposible no reconocer a las parejas de Woody Allen en el devenir de este matrimonio sesentón (o más) por los lugares comunes de un Paris para turistas, tampoco cuesta pensar que Mitchell ha querido adelantarse a la siguiente entrega de Linklater con sus Celine y Jesse ya jubilados, pero claro, hasta el Allen más convencional tiene momentos de grandeza en cualquiera de sus películas, y el guión y complicidad de los actores de las películas de Linklater deja en mantillas a unos plagiarios, por otro lado convincentes y estupendos actores, Jim Broadbent y Lindsay Duncan.

Este matrimonio arrasado, no en ruinas, porque en las ruinas al menos queda algo, y en la relación que se nos muestra puede quedar el cariño de la compañía, pero predomina la insatisfacción y el rechazo de ella y el miedo y pavor de él a perder lo único que le queda, que es la compañía de ella, considerado, como se considera, un fracasado. Supongo que habrá gente que pasados los 60, con holgura, siga pensando que hay tiempo para cambiar, para perfeccionarse, para progresar, para hacer lo que no se ha querido hacer antes  y no hubo valor, pero ¿hace falta irse a Paris para tomar la decisión? ¿Alguien puede creer que a una mujer de más de sesenta años le espera un futuro de seducción y amantes jóvenes porque es lo que desea?

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Le Week-End (2013), de Roger Michell

En esos múltiples conatos de ruptura, de fin de ciclo vital, (por cierto, cuidado que les dan de si dos días a estos casi ancianos en Paris) aparece el modelo del triunfador ansiado por Broadbent, un “pasadito” Jeff Godblum que, de lejos, no puede ser un año menor que Broadbent ni pertenecer al mismo curso académico que aquél. Es el contrapunto de quien ha “triunfado” en la vida y se niega a pasar a un segundo plano, quiere ser protagonista y permanecer siempre joven, mientras sea posible. En manos de otro director es posible que este giro dramático permitiera momentos de grandeza, en manos de quien lo ha rodado no, se vuelve a transformar en una escena patética y plana, como la posterior fiesta en, oh, qué casualidad, Rue Rivoli. Las confidencias en público no crean ni incomodidad en el espectador, como no se entiende el comportamiento estúpido del amigo.

Eso si, aun renegando de ese “éxito” del conocido, no dudarán en aferrarse a él cuando surjan las verdaderas dificultades, en otro artificio de guión el triunfador hará de generoso anfitrión para que la pareja vuelva a comenzar de cero. Pero, ¿pueden empezar de cero en ese momento y con ese equipaje a cuestas? Y sobre todo, ¿empezar de cero a costa de alguien?

No basta que la película presente un panorama devastador de una relación arrasada y donde solo queda tierra quemada, apenas confianza por el tiempo transcurrido, pero el vacío mas absoluto provocado por una serie de reproches y deudas no canceladas por el tiempo dispuestas a surgir en cualquier momento. Hay directores dispuestos a hacer “Hannah y sus hermanas”, “Maridos y mujeres”, “Sarabande”, la trilogía de Linklater para reflejar las miserias y glorias de la vida de pareja, el encargo a Mitchell se antoja demasiado elevado, un material muy complejo para quien hasta ahora nos había vendido mandolinas y un Londres de opereta.

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