Carlota es inocente
UN RELATO DE MIGUEL ÁNGEL MONTANARO
Esta noche de enero hace frío.
Sin embargo, allá abajo, las luces de los edificios y del tráfico, prenden un magma incandescente que parece incendiar la ciudad.
La imagen de mi hija me recuerda qué hago aquí esperando a este carroñero.
Carlota tiene cuatro años. Huele a esa colonia para críos que se vende en botellas de un litro y sus besos saben a la crema de cacao de la merienda.
Anteayer se quedó mirando fijamente el televisor durante unos segundos mientras señalaba con el dedo índice hacia la pantalla.
–Playa –dijo ensimismada en las imágenes.
Nunca ha visto el mar. Necesito verla jugar con una palita y un rastrillo de plástico en la orilla de una cala. Quiero hacer castillos de arena con ella y escucharla reír. Desde que perdí mi empleo no puedo darle lo que todo padre quiere para su hijo y por eso he aceptado estos trabajos.
Mi cliente llega tarde.
Los faros de su coche se apagan dejando a oscuras la ermita donde nos hemos citado. Imagino que ha estado merodeando por el monte para asegurarse de que nadie espía nuestro encuentro. Siempre vela por su seguridad con una disciplina irritante.
Uno de sus guardaespaldas, de indescifrables ojos rasgados, me cachea a conciencia mientras el otro matón, linterna en mano, echa un último vistazo por los alrededores. Cuando el machaca da su visto bueno con un suave golpe sobre el capó del vehículo blindado, sale del coche el hombre que me va a pagar las facturas del resto del año.Y queda mucho año por delante.
No me acostumbro a verlo en persona. En la televisión y en los periódicos, su rostro transmite una bondadosa expresión de filantrópica entrega ciudadana; parece un apóstol descendido a los infiernos financieros. Pero cuando los focos y los asesores no maquillan sus puestas en escena, quedan al descubierto el hombre y las cicatrices de su ambición.
–Buenos noches, señor…
–Shhh… ¡Calla! –corta dándose unos golpecitos en el lóbulo de la oreja antes de señalarme el bosque.
La noche y el bosque.
Desde luego, no son los mejores ingredientes para mezclar en un cóctel con el que brindar con este hombre, pero huelo mi dinero y le sigo.
–Nunca pongas mi nombre en tu boca si no quieres que te la partan –amenaza cuando llegamos a un claro entre la espesura–, hasta el cielo esta vigilado hoy día. Tú deberías saberlo –masculla levantando la mirada a las estrellas.
Un mochuelo ulula dos veces y emprende el vuelo. Ha detectado que somos unas alimañas con las que no puede competir.
–De acuerdo. Ehm… por cierto ¿no hay tíos competentes en España para protegerle, que los trae usted de fuera? Uno asiático y el otro, ruso. ¿Rumano quizá? –bromeo para romper el hielo.
–Serbio. Y muy eficiente. El que es ruso, es el de los ojos achinados. Bueno, ruso es un decir, nació en una antigua república soviética que nunca me acuerdo como se llama. Realmente, tampoco me acuerdo como se llama él. Yo lo llamo el Chino. Y prefiero a los extranjeros porque hacen menos preguntas. La verdad es que no hacen ninguna pregunta –responde neutro.
–Entiendo. La gente de aquí tiene más… escrúpulos.
–La mayoría sí. Pero otros, para según qué cosas. A ti por ejemplo, no te veo recogiendo la medalla de campeón del mundo de la ética profesional –devuelve el golpe–. Me limito a contratar a los mejores. Marko, sin ir más lejos –dice señalando con el pulgar por encima de su hombro–, en la guerra de los Balcanes, metió a un bebé en un microondas delante de sus padres, hasta que le dijeron lo que quería saber de los otros vecinos del pueblo –narra admirado la hazaña bélica como si describiese un habilidoso gol de Ronaldo–. Pero para ciertos trabajos –continúa–, mi gente de seguridad podría dejarme en evidencia, y eso es algo que no me puedo permitir. Por eso estás aquí. Reconozco que de todos los hombres que puedo comprar, tú eres el más letal. Es muy útil ese don que tienes para… neutralizar a quien se ponga por delante sin dejar ningún rastro.
–Me lo tomaré como un cumplido. ¿A quién hay que facturar esta vez? –pregunto impaciente.
Se asoma a mi oído y me revela la identidad de mi próxima víctima.
–¿Susto o muerte? –disparo a bocajarro el sarcasmo.
El mandamás saca mi salario del bolsillo interior de su gabán. Tres prietos fajos de billetes de cincuenta euros que deposita en la palma de mi mano.
Un buen puñado de miles.
Rompo el precinto de un fajo y como si manejase una baraja nueva, hago correr los billetes bajo la punta de la nariz para olfatear el embriagador olor de la tinta fresca del dinero sucio.
–Ya veo. Muerte.
–Es una persona molesta. De esas que preguntan demasiado. Quiero que la apartes de mi camino. La… mercancía, se la entregas al Chino. Tienes un mes –ordena acuchillándome con la mirada antes de volver a su coche.
Dudo un segundo y le lanzo una propuesta.
-¿Por qué no me contrata a su servicio? Algo fijo –dejo caer.
Su risa acaba en una tos que suena como un fuelle agujereado y cuando coge aire, me recuerda cual es mi penosa situación.
–Pero hombre, ¿me quieres decir qué categoría profesional podríamos poner en tu nómina?
Esta mañana de julio hace calor.
Pero se está bien bajo la sombrilla sin nada que hacer.
Es curioso, distingo perfectamente los gritos de Carlota entre los de docenas de niños de la playa, cuando juega con su madre a saltar sobre las olas.
Así que esto es lo que se siente cuando se está al otro lado de la pantalla del televisor.
Hace meses que le he dado boleta a mi último encargo. Me dijo el Chino, la última vez que le vi, que su jefe me enviaba una calurosa felicitación.
Todo ha salido como esperábamos.
Espero que mi cliente tenga problemas pronto. Cuando a él le va mal, a mí me va bien.
No sé que haré hasta el final del año, supongo, que seguir mintiéndole a mi mujer, a la familia y a los amigos. Todos creen que trabajo de corrector para una agencia literaria. Mientras tanto, escribiré alguna novela que no publicaré y unos cuentos que presentaré a unos certámenes literarios que no ganaré.
Así mataré el tiempo, que es lo único que me he atrevido a matar en mi vida.
Es terrible estudiar la carrera de periodismo y acabar trabajando como escritor a sueldo para un mafioso. Cuando mi cliente descubrió que es menos arriesgado asesinar a un adversario en el plano social, que hacerlo físicamente, recurrió a mí.
Yo escribo esa muerte y él la firma.
El último tipo que he despachado, ha sido un Secretario de Estado que se interponía entre los intereses de mi patrón y el Ministro del ramo que los va a sacar adelante. Lo liquidé políticamente con dos cartas abiertas y un editorial publicados en un diario controlado por mi jefe ocasional. Nadie puede considerarse un poderoso de verdad si no maneja los hilos de un periódico importante.
Que sencillo ha sido acabar con este individuo.
El proceso que he empleado ha sido de manual. Lo primero fue sembrar la duda sobre la honorabilidad de sus intenciones, señalando a ciertos grupos económicos que se podrían ver favorecidos con sus decisiones. A este argumento, le encadené el lastre de su pasado familiar. El de un rancio y noble linaje afecto al antiguo régimen. A continuación, enfrenté su origen social con el de mi cliente, cuyos padres, humildes trabajadores, no pudieron pagarle los estudios universitarios. Circunstancia ésta, que no ha sido obstáculo para que el hombre que se ha hecho a sí mismo, haya logrado levantar un grupo empresarial a base de un tesón heroico. No existe fotografía más conmovedora, que la de un hombre sencillo cuya mayor satisfacción personal consiste en dar trabajo a tantos españoles. Ahí ya, con el pueblo de nuestra parte, nuestro oponente quedó herido de muerte.
Es tan fácil manipularnos.
El hombre contestó también en los medios. Dijo que se sabía una pieza a cobrar. Que esperaba una campaña de desprestigio con el fin de acabar con su carrera, pero ¿quién puede creer hoy a un político?…
Contraataqué en la segunda carta, recordando su paso por cierta administración autonómica con las cuentas de tesorería bajo sospecha. Esto puso en fuga a muchos de sus amigos y se produjeron desmarques públicos bastante sonoros. Desesperado y sin poder demostrar su inocencia, porque ya estaba condenado por la opinión pública, el pobre hombre trató de defenderse en una entrevista televisiva, pero eso solo le valió para terminar de cavar su propia tumba. En el editorial que escribí, ridiculicé esa intervención presentándolo ante la ciudadanía como un hombre implacable. Alguien alejado de los problemas de la gente. Un ser soberbio y tan ajeno a todo lo que no fuese su propio beneficio, que no había dudado, según se decía en los mentideros políticos, a postularse en su círculo privado para la Presidencia del Gobierno. Nadie se juega su sillón a cara o cruz y perdió los pocos apoyos que le quedaban en su partido.
Lo dejé agonizando y lo remató la oposición, que terminó mi trabajo al pedir su cabeza.
Ya está fuera del Gobierno.
El hombre peleó como un boxeador ciego por los golpes que le propina un contrincante, al que solo consigue ver como a una sombra en el cuadrilátero. Reconozco que luchó con coraje, pero no podía vencer. Es difícil que un tecnócrata gane un combate dialéctico a alguien que vive de las palabras.
No me da pena. Es cuestión de supervivencia.
Carlota me aparta constantemente de mis pensamientos. Rebozada en arena, me llama cada dos por tres cuando encuentra una concha en la orilla o cuando quiere enseñarme como se sumerge en el agua sin miedo alguno. Sonrío y la saludo con la mano. No quiero que vea que el que tiene miedo soy yo. En esta vida paralela en la que me arrastro, he aprendido como primera lección, que uno pasa de ser imprescindible a ser un estorbo en un santiamén.
He aceptado jugar un juego donde gana el primero en quebrantar las reglas.
Todos somos culpables. No. Todos no. Carlota es inocente.