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Una foto que dice tantas cosas

Por Víctor F. Correas. Es una foto. Una de las tantas que he acumulado durante el proceso de documentación de la novela que acabo de finiquitar.La imagen no puede ser más trivial: un grupo de niños posa –no se sabe si intencionadamente o de manera casual- ante el objetivo del fotógrafo. Caras impertérritas, acostumbradas. Ellos viven allí; el fotógrafo, no.

Miran al objetivo con la tranquilidad que destilan sus ojos infantiles, hartos de contemplar una y otra vez tan anodino paisaje. El Cornillon, un enrevesado poblado de chabolas, camionetas y vehículos desvencijados ubicado en Saint Denis, al noreste de París. Bidonville –ciudad de plástico- lo llaman los franceses, la bienvenida del norte rico al paria del sur, al desgraciado que huye de la pobreza para alimentar la maquinaria del primer mundo a cambio de unos míseros francos; tantos como sea capaz de acumular durante años con tal de regresar al lugar que abandonó con mejores esperanzas que las que dejó.

Ellos no lo saben; lo desconocen por completo. Juegan. Aparentan ser felices. Da igual que el barro devore sus tobillos o la nieve convierta los caminos en embarradas trincheras. Aún les queda tiempo para conocer lo que sus padres, tíos o hermanos mayores ya saben y padecen. Sin engaño ni resignación. Es lo que hay, y se acepta como tal. Se divierten entre ratas e inmundicias en un lugar que, a pesar de todo, rezuma vida. Y esperanza.

La foto, digo, está tomada en El Cornillon aunque bien podía tratarse de La Campa, el Franc Moisins y tantos y tantos otros guetos de hacinamiento en los que caían los españoles que emigraron a Francia tras la segunda guerra mundial cuando no antes, durante el periodo de entreguerras o a comienzos del siglo XX. Paredes de madera, cuando no de papel o cartón, techos de plástico y alguna que otra uralita, con suerte, conformaban la vivienda de los más afortunados, lo más veteranos del lugar, curtidos en la experiencia de mirar al futuro con los ojos de quien no desea más que ver crecer a sus hijos con las posibilidades que a ellos les faltaron. Eso, los más afortunados; los menos, hacinados en carromatos, herrumbrosas furgonetas, coches o camiones. Miles de almas -inexistentes a ojos oficiales, muchos de ellos entraron ilegalmente en el país- preguntándose si esa existencia es mejor que la que abandonaron en el país que les vio nacer y les invitó, un buen día, a salir de su tierra por la puerta de atrás. Asumiendo su suerte e incluso agradeciéndola si echan la vista atrás y recuerdan lo que quedó atrás.

Hoy la he vuelto a ver de nuevo. Esa foto. Ese lugar que muchos familiares conocieron y del que relatan una y otra vez miles de historias. Vivencias que desean rescatar de las garras del olvido antes de que éste, insaciable, se las lleve por delante. Igual que hizo con esos lugares, con La Campa, el Franc Moisins o El Cornillon, de cuyo recuerdo, en algunos casos, no queda más que el nombre y breves pero imperecederas huellas. De lo que fueron y vivieron.

Allí, en El Cornillon.

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