La novela de tu vida: Daniel Pelegrín
Por Daniel Pelegrín*
¿Para qué darle vueltas, si de todas las novelas de mi vida acabo por volver a 62? Podría haber elegido cualquier otra, una de tantas que, en un momento u otro, me produjeron gran impresión (se me ocurren ahora Señas de identidad de Juan Goytisolo, Corrección de Thomas Bernhard, Las olas de Virginia Woolf, o El castillo de Kafka, o…). O, por qué no, Rayuela. Sin embargo, al margen de consideraciones sobre la relevancia o la grandeza de la novela mayor de Julio Cortázar frente a la que vino después (y que en modo alguno me parece una secuela, sino un refinamiento), elijo 62, modelo para armar. Y no porque Rayuela me guste menos o esté demasiado manoseada, sino porque yo (como tantas otras personas, y al margen de cánones y listas) he vivido varias veces dentro de 62.
El descubrimiento fue en Madrid hacia 1993, y era una vieja edición de Bruguera (aquella colección del gato negro). Esa primera lectura fue compartida con Blanca, mi pareja entonces y ahora. A mitad de lectura el libro empezó a perder páginas, añadiendo silencio y desconcierto a ese juego de cartas mezcladas de la novela, de modo que acabé por comprar la edición de Alfaguara, con aquellas cubiertas onduladas tan poco agradables al tacto de los dedos. Después la releí aún en los últimos años de carrera, también en Madrid, cuando vivía en la calle Segovia, y me la llevaba al Campo del Moro, donde el tiempo desaparecía mientras yo entraba en el Cluny acompañado de mi paredro, de Calac y Polanco, o mientras seguía a Juan que seguía a Helène en la ciudad de las altas aceras.
Había algo inquietante y alucinatorio en las relaciones que se establecían entre ese grupo de personajes. Unos vínculos que regían en la ficción y en sus capas sucesivas, en los sueños y en esa ciudad o segunda ficción donde se volvían a encontrar de otro modo. Estaba ese juego de vampirismo (Frau Marta) que contagiaba tantas relaciones entre los personajes. Estaban la insólita y turbadora Feuille Morte y el caracol Oswaldo. Y estaba, claro, mi paredro.
Sí, es cierto que al menos tres veces volví a vivir en esa novela, tanto que en algún momento llegué a sentir la necesidad de creer que eso también podía ser mi vida. O, más bien, que la realidad podía funcionar así, sin los parámetros lógicos que se le oponen. Uno llegaba a creerse capaz de ese humor y esa complicidad. Uno deseaba que en el barrio, en la facultad, y no sólo entre los amigos en cualquier bar, se pudiera abandonar el discurso y la acción a una fuerza distinta del peso de la costumbre, de lo ordenado y preciso. Esa ebriedad sin alcohol a que nos lleva tantas veces la literatura, no sólo la de Cortázar.
Es cierto que hace más de quince años que no la releo (creo que la última vez fue en Teruel), y dudo de que hoy volviera a entrar por esa puerta con la misma cara que entonces. Los años y las lecturas nos cambian, dicen. También dicen que eso es madurar. Yo no sé.
* Daniel Pelegrín (Murcia, 1973) es escritor. Acaba de publicar su segunda novela Dos olas (Tropo Editores).