El secreto del amor
Por Helena Cosano. Érase una vez, un matrimonio feliz.
Él la amaba por encima de todas las cosas; ella le correspondía cortésmente. Él trabajaba muchas horas para ganar el pan; ella lo comía sin remilgos y pedía más. Él se iba al banco a las siete de la mañana; ella se quedaba en casa meditando sobre el sentido de la existencia. Tenían una casa grande y bonita a orillas del lago, a las afueras de Ginebra. Había cisnes, ardillas, una gata siamesa, árboles centenarios, muchas flores en primavera gracias a un primoroso jardinero, una vista inigualable sobre las montañas azuladas y las nieves eternas del Mont Blanc. Tenían tres coches, dos personas de servicio, un piso en la Costa Azul y otro en París, y los fines de semana de invierno iban a esquiar a las alturas donde siempre brilla el sol. Se trataba, pues, de un matrimonio feliz.
O, al menos, él era feliz. Ella no.
Todo empezó con el profesor de yoga. Ella se llamaba Domitila, para sus amigos Mimí. Era rubia de ojos claros, delgada, alta, delicada, muy elegante. Sus movimientos eran sigilosos y suaves, hablaba en voz baja, siempre sonreía y hacía lo posible por agradar. Y lo conseguía: todos la consideraban “agradable”. Discreta, de modales exquisitos, algo tímida y recatada, de una belleza sobria. Pero, caballeros, ¡no se fíen de las aguas mansas! La dulce Mimí tenía treinta años, sentía angustia por el futuro y unas ansias vagas pero desesperadas de vivir.
Así que todo empezó con el profesor de yoga. Habían abierto una escuela nueva en el mismísimo centro de la ciudad, ofrecían clases diarias, sauna y baño turco, masajes, y el fundador era un “gurú” apasionado del yoga que había pasado más de quince años en la India.
Domitila llevaba dos años practicando yoga. Había participado en diferentes retiros y cursos intensivos; había experimentado con varias escuelas y muchos estilos. Llegó al nuevo centro por casualidad: estaba paseando, contemplaba los escaparates de lujosas tiendas cuando vio un póster con una hermosa flor de loto, empujó la puertecita que indicaba, y entró.
Vio al gurú. Vestía de blanco. La recibió con una sonrisa franca y una mirada demasiado oscura. Era un joven tatuado y musculoso. Había vivido en la India y le apasionaba el yoga. Pero su práctica resultaba más física y competitiva que espiritual, y amaba la enseñanza menos por la satisfacción de transmitir sabiduría que por el poder y el aura de superioridad que le otorgaba su condición de Maestro. Decía llamarse Shiva. Era un joven ambicioso. Y le gustaba seducir.
Le enseñó las instalaciones, le mostró la sala de meditación, la sauna, la cocina donde preparaban los tés ayurvédicos, los vestuarios. La ayudó a rellenar el formulario de inscripción. Y Domitila acudió a su clase ese mismo día, con su ropita ajustada de marca, sus movimientos delicados, su cuerpo perfecto y su sonrisa siempre dispuesta a agradar. Le impactó el joven tatuado y musculoso todo vestido de blanco, cuyas manos suaves pero firmes sujetaban su cuerpo y le indicaban con precisión lo que debía hacer, cuya mirada oscura, demasiado penetrante, la hacía sonrojarse. Se sentía tímida cuando él se acercaba a ella en las clases, y a la vez anhelaba su proximidad. Fue rápido: ella se aburría, y a él le gustaba conquistar.
Las semanas, los meses siguientes, fueron maravillosos para Mimí. “C’est le premier pas qui coûte”, dicen en Ginebra. Después de Shiva, y aunque seguía con Shiva, conoció a un francesito de provincias que se dedicaba a la sanación energética. Y a un millonario maronita con el mejor yate del lago, que la colmó de joyas y pidió su mano. Y a un actor egocéntrico que hacía de galán en una serie italiana de televisión. Y a un astrofísico persa cuyos padres se habían desterrado con el Sha y que recordaba con nostalgia glorias de otro tiempo. Y a un joven embajador griego que le componía filosóficas poesías de amor. Y a un finlandés más blanco que la luz de la luna que le enseñó meditación trascendental y le hizo tántricamente el amor. Y a un catedrático de la universidad de Berna que dominaba el arte del haiku japonés. Y a su monitor de esquí, que no tenía nada de particular, más que una tez bronceada, dientes cegadores de blancura y los ojos del azul más intenso que Mimí había visto jamás.
Algo cambió en Mimí. Sus movimientos se hicieron aún más felinos y su mirada más franca, y su sonrisa ya no procuraba agradar. De pronto, era consciente de su poder, y ese poder emanaba de su piel y la envolvía como un perfume. Cuando caminaba por la calle, los hombres siempre se daban la vuelta para poseerla con la mirada, y ella se embriagaba de los deseos feroces que sabía despertar. Y cuando decidía que uno sería suyo, al instante lo tenía. Los hombres caían rendidos a sus pies. Parecía magia; era el simple poder de su feminidad liberada. Sobre todo, por primera vez en su vida, no deseaba nada, no le angustiaba el futuro ni el tiempo que pasa, no meditaba sobre el sentido de la existencia, no se aburría ni un instante y daba gracias al universo por haberle concedido la plenitud. Era feliz.
Durante la primavera de aquel año, mientras las ardillas volvían a recorrer los árboles centenarios, los cisnes ponían huevos en lugares insospechados, la gatita siamesa entraba en celo y todo el jardín de nuevo se volvía exuberante de flores, Mimí fue feliz. Tenía, prácticamente a la vez, un imponente número de amantes excepcionales, y, aunque su vida resultaba a veces algo compleja de gestionar, nunca había sido tan rica, tan estimulante, tan llena de emociones, sensaciones nuevas y pensamientos, nunca había aprendido tanto, nunca se había divertido tanto, nunca se había sentido tan poderosa, nunca había disfrutado tanto de ser mujer. Y la relación con su marido nunca había sido tan armoniosa, pues Mimí desbordaba hacia él toda su gratitud: tenía siete amantes y estaba felizmente casada; su vida era perfecta, gracias a él.
Pero, un buen día, conoció a quien no hubiera debido conocer. Hasta entonces había jugado, con desapego y alegría, regalando placer, amistad, respeto y afecto, pero nunca, jamás, amor. Y de pronto se enamoró. Fue imprevisto, fue involuntario. Fue atroz. Y catastrófico. ¡Se enamoró!
Se enamoró de un amigo de su marido, banquero él también, que acababa de regresar de Londres. Era soltero, alquiló una casita junto a la del matrimonio y empezaron a coincidir con frecuencia. Se llamaba Roberto. No era particularmente guapo. Ni especialmente inteligente. Tampoco destacaba por su sentido del humor. Ni por una extensa cultura ni algún talento admirable. Ni siquiera compartía con Mimí aficiones o intereses. Hablaba poco y sólo de dinero, de comida y de jugar al golf. Tal vez sólo tuviera un punto fuerte: que apenas la miraba y no sabía verla. La veía, cómo no, la veía casi a diario, y era siempre hacia ella impecablemente galante. Pero lo era por vana cortesía; con el frío desapego que hasta poco antes había sido el de Mimí. La veía: y la olvidaba. Veía a una mujer bonita que quería agradar, como tantas. La veía, la consideraba “agradable”, y al instante la olvidaba.
Mimí, que era intuitiva, lo notaba. Y enloquecía. Por alguna misteriosa razón, aquel personaje anodino estaba fuera de su alcance. ¿Por qué no funcionaba ya esa magia femenina que parecía infalible? Dicen que el secreto del amor es no amar. Mimí había sido todopoderosa. Pero, de repente, quería agradar, temía no gustar como deseaba, y perdía su seductora seguridad, perdía la espontaneidad alegre e indiferente de quien sólo está jugando y sólo pretende jugar; y a todos, hombres y mujeres, nos asusta un poco tanta sinceridad. De pronto, se enamoró. Se enamoró mientras jugaba. Sin haberlo planeado. Sin darse cuenta. Se enamoró. Y el juego se volvió tan atrozmente serio que ya no sabía continuar.
Dejó de ver a sus amantes. De pronto descubrió que eran todos insoportables, por las razones más diversas. Se percató de que el bello gurú vestido de blanco, musculoso y tatuado, cometía faltas de ortografía, y le dejó. El actor escribía con corrección, pero no tenía nada interesante que escribir. El francesito de provincias vestía sin gusto, y eso le pareció inaceptable. El astrofísico persa era demasiado decadente, la deprimía. El millonario maronita era tan materialista que Mimí consideró su deber dejarle claro que no todo se puede comprar. El joven embajador tenía un deje cosmopolita excluyente y esnob, la irritaba. El profesor de universidad (que no cometía faltas de ortografía, no era decadente ni materialista ni esnob y vestía con cierto gusto) le resultó pedante. El finlandés era demasiado espiritual. El monitor de esquí, que no adolecía de ninguno de estos defectos, desgraciadamente no sabía de tantra y hacía mal el amor.
Sólo quedaba su marido. Mimí ya no sentía hacia él gratitud alguna. Le exasperaba. Le molestaba su tono de voz demasiado estridente, le irritaba sobremanera su forma de comer, le disgustaba el aroma de su agua de colonia, el olor algo agrio de su cuerpo y el tacto siempre húmedo de su piel, y, por la noche, no soportaba escucharle respirar. Las primeras peleas comenzaron cuando Mimí decidió que la respiración nocturna de él, ligeramente asmática, suponía un agravio hacia ella. Una noche él sin querer roncó, y Mimí estalló en un ataque de cólera. A partir de entonces durmieron en habitaciones separadas. Y un buen día, cuando Mimí rompió a llorar durante el almuerzo porque él masticaba con la boca abierta, decidieron separarse.
De vuelta en el piso de sus padres, Mimí lloraba todas las noches pensando en su amor platónico, su idealizado Roberto. Hasta que, unos meses después, volvió a coquetear con otros, y su enamoramiento se evaporó. Estaba saliendo con un apuesto cirujano cuando coincidió con Roberto en una fiesta. Ella le saludó con cálida indiferencia y él, por primera vez, la miró de verdad. La vio. Y no la pudo olvidar. Se enamoró. Enloqueció.
Un año más tarde, Roberto y Domitila estaban casados. Él la amaba por encima de todas las cosas; ella le correspondía cortésmente. Él trabajaba muchas horas para ganar el pan; ella lo comía sin remilgos y pedía más. Él se iba al banco a las siete de la mañana; ella se quedaba en casa meditando sobre el sentido de la existencia. Tenían una casa grande y bonita a orillas del lago, a las afueras de Ginebra. Había cisnes, ardillas, una gata siamesa, árboles centenarios, muchas flores en primavera gracias a un primoroso jardinero, una vista inigualable sobre las montañas azuladas y las nieves eternas del Mont Blanc. Se trataba, pues, de un matrimonio feliz.
Es evidente que las personas huecas y superficiales terminan siempre donde empiezan: en el vacío. Contarlo bien y hacer del pensamiento y la crítica una espléndida narración literaria es algo que solo hacen los buenos escritores 🙂
concuerdo con que las personas superficiales sean asi puede que incluso empiecen bien pero terminen mal asi le sucedió a una amiga que por respeto no mencionare su nombre este relato es largo y puede que cuando lo veas te resulte atrayente el tema pero después lo veas muy largo o extenso pero es interesante porque puede suceder
Sí, quizás se podría acortar un poquito. Lo «acortés» no quitará lo valiente ni lo bien escrito. Igual la autora lo reconsidera ¿por qué no?. Este relato, de todas formas, muestra – yo conozco bien su obra – la absoluta versatilidad de una de las narradoras ( y poetas) más interesantes del panorama actual. Recomiendo leer su libro «Almas Brujas», literatura pura, una demostración en toda regla ( y fuera de ella :-)) de buen hacer literario.