El caso Peribáñez
UN RELATO DE MIGUEL ÁNGEL MONTANARO
Estoy consternado. Más que eso. Estoy roto.
Ha fallecido Cecilio Peribáñez.
Al enterarme de la luctuosa noticia, de inmediato, he pensado en pedirles a los compañeros de publicidad, que son los que trabajan la sección necrológica, que insertaran una esquela en su memoria; sin embargo, tras haber recordado tantas y tan gratas charlas con mi amigo, creo que el mejor homenaje que puedo dedicarle a este fiel amante de las letras, es, narrarle al despiadado mundo en el que siempre se sintió como un proscrito, las extrañas circunstancias que han rodeado a su muerte.
Les pongo en antecedentes. Conocí a Cecilio en unas jornadas sobre Historia de la Literatura que se celebraron hace tres años en el monasterio de San Millán de la Cogolla. En tan beatífico lugar, Cecilio impartía magistralmente en aquellas fechas, una conferencia que versaba sobre el origen del castellano y trabamos una amistad sincera, que desgraciadamente, sólo pudimos acrecentar al teléfono y en las redes sociales, con unas pláticas, eso sí, frecuentes e intensas.
Le recuerdo como un tipo enclenque y taciturno que al no encontrar con quien compartir la vida, decidió amar a la lengua española en un celoso idilio lingüístico.
Cecilio fue, en definitiva, un secreto adorador de la palabra escrita y un ser invisible a los ojos de la estridente mascarada literaria actual, que le ninguneó en repetidas ocasiones, negándole la publicación de sus obras, cargadas de un rico léxico que las editoriales actuales se empeñan en extinguir.
Al terminar la carrera, como tampoco encontró trabajo de filólogo, supongo que nadie ha visto jamás a un filólogo trabajando de lo suyo, mi amigo, consiguió un empleo como redactor en un periódico de su tierra. El Eco de Écija, que anteriormente, y valiéndose del gentilicio de las gentes del lugar, se llamó: El Astigitano.
Como es natural y por razones obvias, hubo que cambiarle el nombre al diario, ya que cuando alguien preguntaba a un empleado de la citada publicación, donde trabajaba, y el interpelado contestaba: en El Astigitano, el interlocutor respondía… Bueno, ya se imaginan lo que respondía.
Así las cosas y tras recibir en la redacción una seca llamada de una inspectora del Cuerpo Nacional de Policía, he tenido que viajar a Sevilla para hacerme cargo de las pertenencias de Cecilio; ya que, según me ha confesado la funcionaria, de los escasos contactos que figuraban en la agenda del finado, soy el único que ha accedido a hacerse cargo de su triste herencia.
Con la llamada he recibido también, una orden. Debo presentarme en las dependencias policiales en un plazo máximo de cuarenta y ocho horas. Los policías no se explican esta muerte y necesitan mi declaración para que les ayude a esclarecer el caso; ya que, según me han informado, ni en el ordenador de Cecilio, ni en la conversación de la entrevista al político contenida en la grabadora que mi amigo siempre llevaba consigo, han encontrado dato alguno que aporte luz al caso.
Me he hecho cargo de los gastos del traslado del féretro y del funeral, porque sólo los que estamos solos, podemos ayudarnos entre nosotros.
Sevilla me ha recibido acalorada y en su tierra hirviente, el enterrador, el funcionario municipal y yo mismo, hemos sepultado el liviano cuerpo del filólogo.
Poca cosa ha dejado el bueno de Cecilio en el piso alquilado donde malvivía: ropa gastada por el uso, unos subrayados volúmenes de Filología Hispánica que he introducido en un cercano contendedor de papel, usándolo como una alcancía del saber y un jilguero, al que he amnistiado abriéndole la jaula.
De nuevo en Madrid y ya en la Comisaría, lo único que ha sabido decirme la inspectora acerca del fallecimiento de mi peculiar amigo, es que había muerto en plena entrevista al líder de la Unión Patriótica Española. Un partido político que concurrirá por primera vez en las próximas elecciones y que es, una agrupación de electores liderada por Borja Ignacio Miguelez y Matarranz de las Moras. Nacho para los íntimos y de profesión: sus chanchullos.
La anodina policía que me ha recibido, se ha sentado al ordenador y ha comenzado diligente el interrogatorio.
–Sabemos que Cecilio Peribáñez, el día antes de su muerte, le llamó a usted por teléfono. ¿De qué hablaron?
–De todo y de nada. De sus penas, más que de otra cosa. Me dijo que había gastado sus escasos ahorros en un viaje por Latinoamérica, buscando apoyos para una asociación que tenía en mente y que no había sacado nada en claro.
–Explíquese.
–Verá. Me comentó que quería organizar una especie de liga en defensa del idioma español, al que creía seriamente amenazado por la introducción de neologismos en nuestra lengua.
–¿Neoqué? –pregunta deteniendo el tecleado.
–Palabras extranjeras, generalmente en inglés, que nos invaden diariamente y que acaban infectando nuestro vocabulario.
La policía cabecea con un gesto de soberano aburrimiento.
–Pero nadie le había tomado en serio –continúo–, y me confesó que… bueno, que se sentía descorazonado. Yo diría, a juzgar por la cantidad de tacos que soltó en aquella breve conversación, que había perdido el juicio. Acabó hecho un mar de lágrimas, con eso se lo digo todo.
–¿Y no se le ocurre que pudo haber llevado a su amigo a esa reacción tan violenta que acabó costándole la vida?
–No tengo ni idea, quizá, si hubiese sido testigo de la conversación…
La mujer policía me radiografía con la mirada hasta el tuétano de los huesos. Resopla y acto seguido, se incorpora de la silla para revolver en el cajón de un archivador metálico.
–Aquí podrá escuchar lo que se habló en ese despacho –dice tendiéndome la grabadora y unos pequeños auriculares que me acoplo rapidamente–, y lo que va usted a ver a continuación, no lo ha visto nunca ¿está claro? Son los últimos momentos de la vida de Cecilio Peribáñez, oportunamente filmados por la cámara de seguridad instalada en el despacho del señor Miguelez –advierte seria, antes de introducir un disco compacto en el reproductor de video que hay a su espalda.
En un pegajoso silencio, me dispongo a ver morir a Cecilio como a un actor de cine mudo.
Una muerte a la que he podido poner voz, gracias al sonido recogido en la grabadora del difunto.
No sé si les apetecerá que les narré la muerte de un filólogo; pero aquellos de ustedes que tengan el cuajo suficiente para digerir este relato, disculparán que me limite a situar a los personajes en el escenario y a hacer las acotaciones justas en los diálogos como si de un guión cinematográfico se tratase, para narrarles asépticamente el suceso, transcribiendo fielmente lo que veo y oigo sin embellecer literariamente el texto, que les adelanto, es de una crudeza poco indicada para las almas sensibles.
La inspectora se ha alejado para mirar distraída por la ventana, dejándome a solas con la espeluznante escena.
Tras unos segundos de ruidosa nieve sobre la pantalla, ha aparecido el anagrama de la Policía Nacional y un intrigante título…
Exp 200662/2013. Confidencial. “CASO PERIBÁÑEZ”.
Madrid, 24 de mayo de 2013. 09.35 h.
Despacho de Borja Ignacio Miguelez y Matarranz de las Moras.
En un gabinete y en un plano en picado, el político Borja Ignacio Miguelez y etcétera, un treintañero de complexión atlética que peina media melena y viste un plateado traje a medida de mil euros, atiende una llamada en un teléfono móvil mientras con un suave movimiento circular, gira ligeramente de derecha a izquierda el sillón de piel sobre el que se sienta…
–Okey, okey, nada no te preocupes. En cuanto lleguemos a la alcaldía vemos lo de tu terreno… Pues no sé, tendremos que mirarlo en su momento. Es posible que podamos pasarlo de rústico a edificable, pero ya sabes que ese trámite llevará unos costes… Claro, la firma del arquitecto municipal y todo eso. No, no, amigo. Eso se paga en cash. Que sí hombre. Seguro que ganamos las elecciones en tu pueblo. En Madrid ya pasamos de diez mil afiliados. Esto va a ser pan comido. La gente está muy quemada con el paro y la crisis. Ya te digo, los simpatizantes nos harán la campaña ellos solitos… Oye, ya que esta semana estás por aquí, a ver si te pasas el sábado por el pub que tú sabes, estas cosas es mejor hablarlas en persona, que hoy llega el juez rojeras de turno y te busca un lío… ¡Que sí, pesao! ¡Que no me olvidaré de lo tuyo! ¡Ah! y dale recuerdos a tu chochete. Venga, un abrazo. Adiós, adiós –ríe al colgar la llamada.
Miguelez, arroja el teléfono sobre la mesa y masculla: ¡Imbecil! Te voy a sacar hasta la primera papilla.
Justo en ese momento, suena un pitido en la centralita situada sobre el escritorio.
–Nacho, el periodista que esperabas está aquí –anuncia una voz masculina.
–¿Ya ha llegado?
–Está subiendo. Acaba de tocar en el portero electrónico.
–¡Joder!… Okey. Dame un minuto y hazle pasar –bufa contrariado.
Se levanta de un salto y le da la vuelta a un cuadro de Franco que le guarda las espaldas para dejar al descubierto el reverso con la fotografía de Gandhi. Alcanza una banderita preconstitucional que campea en la mesa y la guarda en un cajón por el que asoma un ejemplar de la edición americana de PlayBoy sobre el que reposa un refulgente puño americano. Acto seguido, se quita la chaqueta, se afloja el nudo de la corbata y se remanga. Durante unos instantes, observa su puesta en escena y en su rostro se dibuja un rictus de insatisfacción. Ni corto ni perezoso, de otro cajón saca un montón de folios y documentos que esparce sobre los útiles de escritorio que reposan sobre su mesa y se acoda sobre ellos hundiendo la cabeza entre las manos.
Dos minutos más tarde, cuando tocan a la puerta, Miguelez ya se ha transformado en un atareado prohombre al servicio público.
–Adelante –concede el paso con un despreocupado tono de voz.
Cecilio, de la mano de su apocado carácter, entra en despacho y obedeciendo la invitación de Miguelez, toma asiento frente al político tras estrecharle la mano.
–Así que, de Sevilla –rompe el hielo Miguelez.
–Sí. Antes de nada, quería agradecerle el que nos haya concedido esta entrevista –agradece Cecilio.
–Faltaría más. Soy de la opinión de que los que nos dedicamos a la cosa pública tenemos que ser transparentes con la ciudadanía, eso sí –matiza bajando el volumen–, entiendo que hablamos entre caballeros y que no trascenderá a sus lectores nada que diga aquí… ya sabe… off the record… –solicita guiñándole un ojo.
–No se preocupe. Soy un hombre de palabra –asegura accionando el botón de encendido de la grabadora que deposita sobre el escritorio.
–Bien. Usted dirá por donde empezamos.
–Tenía pensado para este artículo, trazar una semblanza del hombre antes de hablar del político –sugiere tímido.
–Buena idea. Me gusta –aprueba–, bueno, soy lo que se conoce como un: self-made man. Me marché a USA con veinte años a aprender de ese american style of life que me ha fascinado desde mi niñez. América es la tierra de promisión donde cada hombre puede elevarse por encima de sus sueños para transformar la realidad y sobre todo, para convertirse en señor de sí mismo. Allí aprendí a sobrevivir y acepté el primer empleo que me ofrecieron. Fue en la construcción conduciendo un bulldozer. Después, me contrataron como barman y Dj en una discoteca donde me invitaron incluso, a que hiciese pases nocturnos como stripper, pero no quise a exhibir públicamente mi cuerpo y acabé, trabajando como personal trainer en un gym, porque, aunque esté feo decirlo, soy un gran deportista y domino varias disciplinas del body culture. Ya sabe, spinning, fitnes, aerobic. Aunque también he hecho mis pinitos sobre el ring, practicando kickboxing. Esa etapa ha quedado atrás. Ahora, a mis treinta y largos, solo doy alguna vuelta los domingos en mi mountain bike y si acaso, echo algún partido de voley en verano o cojo la tabla y hago un poquito de windsurf. ¿Se encuentra usted bien?… –pregunta al ver la palidez que comienza a cubrir el rostro de Cecilio.
Mi amigo asiente con dificultad y le hace un gesto para que continúe.
–Bien. Cuando volví a la patria –continúa poniendo la mano sobre el pecho–, con ese aprendizaje y los ahorros que me traje de Estados Unidos, estuve tentado de inaugurar el primer sex shop de España, pero creo firmemente en la doctrina religiosa que me inculcaron los escolapios y decidí invertir mi dinero en algo que no riñese con mi concepto de moral, así que, monté mi primer bar afterhour en la capital y la primera de las tiendas de mi cadena de venta de comics, que es líder en el mercado, gracias a la novedosa oferta semanal que hacemos tipo outlet. Por lo demás, soy un hombre normal, que gusta de estar en casa o con los amigos. Prefiero el jamón español, pero no le hago ascos a una cena rápida en un burguer. Me gusta todo tipo de música, y cualquier sábado, me pongo mis jeans y llevo a mi pareja a bailar, pero con lo años he cambiado el rock and roll y el heavy metal, por el blues, que me parece más cool y no me gusta que la juventud escuche rap y cosas de esas que enfrentan a unos con otros. Yo creo en la unidad de los ciudadanos. Oiga, ¿seguro que no le pasa nada? –pregunta temeroso al ver que Cecilio respira con dificultad y agita la cabeza con un movimiento nervioso cada vez más pronunciado.
–Siga –ratifica refrenando unas arcadas y con un brillo homicida en la mirada.
Bueno, pues si le parece, le cuento mi aterrizaje en la política. Cuando empecé a ganar dinero en serio, y me hice un nombre en el sector, un amigo, me sugirió la posibilidad de crear un partido político donde dar rienda suelta a esa vocación de servicio público que siempre me ha acompañado. La verdad es que mi vida ya daba para un best seller y me animé. He luchado mucho en la vida y pensé que era el momento de pelear por mi país. Lo primero fue darle forma a un think tank, no un lobby, sino un equipo analítico que recogiese ese ideario que me motiva y que resumo con la frase: ¡España, para los españoles! Todas las semanas, la gente de mi backstage y yo mismo, nos reunimos en un braistorm muy crítico para buscar soluciones a los problemas de los ciudadanos. En esas reuniones no nos damos un respiro, como mucho, hacemos un break y encargamos la comida a un catering para seguir trabajando a tope. Ahora estoy pensando en poner en marcha una televisión que lleve mi mensaje en prime time a todos los hogares, pero de una manera amena, con algún tipo de show que no permita el que los espectadores hagan zapping y se pierdan el anuncio de una nueva era de prosperidad basada en nuestros valores. El marketing e
s importante, lo reconozco. Por eso, mantengo un look adecuado, pero como puede comprobar, me cuido sin recurrir a lifting alguno, por lo que mi background, no tiene necesidad de retocar mis fotografías de campaña con el photo shop. Por cierto, le adelanto una primicia, para estos comicios vamos a proponer una idea novedosa para realzar la marca España. Ya basta del asalto infame del idioma inglés en nuestras vidas, ¡somos españoles! ¡que aprendan español los ingleses,coño! ¿No le parece? –asegura ufano.
En ese instante, Cecilio, da un alarido y se abalanza sobre él, armado con la plegadera que reposaba sobre la mesa.
Ambos ruedan por el suelo y el resultado es el conocido. En el ardor de la refriega, Miguelez se defiende y Peribáñez, que siempre había sido un flojo, acaba con el cuchillo de hueso clavado en el pecho.
El político, aterrado por el repentino ataque, llama a su secretario a voces mientras increpa al filólogo moribundo…
–¿Pero qué le he hecho yo? ¿Por qué ha intentado matarme con ese…cutter? –pregunta desencajado cuando entra en el cuarto su ayudante a la carrera.
–Abrecartas… cabrón. Se dice, abrecartas –exhala Cecilio con un suspiro muriéndose sobre la moqueta.
Y una nueva cortina de nieve sucia en blanco y negro cierra el capítulo atroz que me ha revelado el triste final de mi amigo Cecilio.
La policía apaga el aparato y me obsequia con unos segundos de amable silencio para que me recupere del impacto que me han producido las imágenes.
–Entonces… ¿no se le ocurre a usted nada que nos pueda servir de pista?
Niego con la cabeza. Ella, dándose por vencida, me señala la puerta; y a pesar del fiasco que ha supuesto mi nula ayuda para la investigación, conmovida por mi dolor, antes de dejar aquella desangelada oficina, extrae la cinta de la grabadora y me ofrece el cachivache.
–Quizá… quiera usted guardarlo como un recuerdo de su amigo.
Asiento dibujando en mis labios, algo parecido a una sonrisa de agradecimiento, pero cuando salgo a la calle y me dirijo al diario para escribirles esta crónica, abandono la grabadora en una papelera que alguien ha pintarrajeado con la leyenda: No future.