El teatro de Camus: la revolución en su laberinto
Por Fernando J. López. Resulta imposible leer el teatro de Camus sin encontrar en él resonancias de nuestro presente. Sus obras dramáticas nos obligan a abrir interrogantes que van más allá de la abstracción filosófica y que conectan, de manera inmediata, con nuestros miedos e inseguridades.
A pesar del carácter eminentemente intelectual de su teatro, sus personajes no dejan de estar construidos con una psicología lo suficientemente elaborada como para no ser meros arquetipos, proporcionándoles una humanidad que los aleja de las figuras más bien ensayísticas del teatro de Sartre y convirtiéndolos en reflejos deconstruidos de nosotros mismos.
Así que, de repente, sus fábulas filosóficas se revelan como episodios mucho más cotidianos de lo que podríamos pensar. Y nos sentimos tan perdidos como el Jan que regresa a sus raíces en El malentendido. O tan llenos de contradicciones como los revolucionarios en Los justos. O tan atemorizados como los ciudadanos en Estado de sitio. Incluso –en una de esas proezas que solo consiguen los grandes autores- Camus es capaz de que nos aproximemos a la figura de Calígula desde una óptica radicalmente opuesta a la convencional, forzándonos a sentir en él –y a través de él- la angustia del determinismo y la necesidad de convertirnos en nuestros propios dioses al precio que sea.
Pero sus textos no solo abren puertas hacia nuestro interior, forzando una introspección en esa identidad que la literatura nos ayuda, al menos, a intentar entender, sino que también constituyen llamadas de atención a una sociedad cobarde e inmovilista, donde el autor se debate entre la tentación del nihilismo y la necesidad de un fuerte compromiso que permita que esa “Europa triste” de la que hablan los personajes de El malentendido salga de su miseria moral y económica (“Desconfío de todo desde que he llegado a este país, donde busco inútilmente una cara feliz. Esta Europa es tan triste…”). Una salida que, a pesar de los esfuerzos de sus héroes, acaba condenada –como Teseo sin la ayuda de Ariadna- a vagar por el laberinto del absurdo, ese lugar que –en la mitología de Camus- se funde con la piedra de Sísifo.
El contexto en que fueron escritas sus obras es muy diferente, en lo teórico, del actual. Sin embargo, la crisis que nos asfixia desde hace unos años –esa gran excusa para desmontar el supuesto Estado del bienestar- hace que las frases de los personajes de Camus adquieran una nueva lectura. No tanto por el valor profético de sus textos, sino por su capacidad para universalizar los grandes males que asocian al ser humano y que son, en definitiva, la base de cuanta crisis hayamos de afrontar.
“Cada uno de nosotros está solo a causa de la cobardía de los otros”, afirma Diego en Estado de sitio. En esta obra, en la que un Cádiz mítico y simbólico es asolado por la muerte y la enfermedad (y donde resulta imposible no ver reminiscencias de su novela La peste), la solidaridad se convierte en el protagonista ausente. Personajes que temen, que se escapan, que huyen y cuya desunión permite el avance de la desgracia y el fin de un modelo de vida que guarda muchas semejanzas con la situación actual: “He comprendido bien su sistema -afirma Diego-. Les dan ustedes el dolor del hambre y de las separaciones para distraerles de su rebelión. Los agotan, devoran su tiempo y sus fuerzas para que no tengan ni la ocasión ni el impulso del furor.”
Ante esa continua injusticia la única opción es la rebeldía pero, de nuevo, la pregunta se vuelve más compleja de lo que parece. ¿Qué es lo necesario y admisible? El debate centra su obra Los justos, donde el personaje de Dora se convierte en la catalizadora de las contradicciones que viven los terroristas con quienes prepara un atentado: “Si la única solución es la muerte, no vamos por buen camino”. ¿Hay otras opciones? Los personajes las buscan y son conscientes de la contradicción que albergan sus métodos, pero también lo son de las paradojas –crueles y violentas- que sirven de coartada al sistema. Un sistema que Camus desnuda en su teatro y al que nos muestra desde la óptica de personajes críticos en los que se atisba el aliento de los héroes de Ibsen. Este es el caso de Diego en Estado de sitio, cuya visión de la realidad –lúcida y contestataria- recuerda el sentido cívico del protagonista de Un enemigo del pueblo (Ibsen): «EL JUEZ. No sirvo a la ley por lo que ella dice, sino porque es la ley. DIEGO. Pero ¿y si la ley es el crimen?«
Ante el horror, la muerte es –en muchos de sus textos- la última esperanza de los personajes a quienes el devenir cotidiano ha robado toda opción, tal y como le sucede a Marta en El Malentendido (“Poco a poco han ido enfriando la casa. Han borrado de nuestra alma la simpatía”) o al protagonista de Calígula, cuyo afán de imposibles acaba derrotando a su cordura y convirtiéndolo en el monstruo que nos ha devuelto la Historia: “Todavía no he agotado lo que puede mantenerme vivo. Por eso quiero la luna.”
La casa que Marta regenta en El malentendido junto a su madre es el lugar al que llega Jan para encontrar, de modo tan trágico como absurdo, su propia muerte. La trama –inspirada en un hecho real- se convierte en una historia con múltiples lecturas, donde se nos habla tanto de las relaciones familiares y del sinsentido de la existencia como del deterioro de una Europa a la que las guerras –y la muerte- han robado su identidad y, peor aún, su vitalismo: “No me quedan ya reservas de paciencia para soportar esta Europa donde el otoño tiene cara de primavera y la primavera olor a otoño”, afirma Marta.
A pesar de todo, en los textos de Camus siempre hay voces y personajes que se niegan a dejarse llevar por la desidia y la apatía generalizada. Por eso Jan no se resigna a vivir alejado de sus raíces y arriesga cuanto tiene –sea o no consciente de ello- para buscar ese lugar en el que pueda volver a sentirse él mismo, reconstruyendo una identidad que –como la de la civilización a la que pertenece- ha quedado asolada: “No se puede ser feliz viviendo en el exilio en el olvido. No se puede ser siempre un extraño.”
Y por eso, porque no se puede ser siempre un extraño, es necesario leer a Camus en nuestras aulas. Porque desperdiciamos –entre fragmentos del Poema de Mio Cid, escenas de Moratín y trillados cuentos del Conde Lucanor– los mejores años de nuestros alumnos para inculcar en ellos la pasión por la duda, por el teatro, por la filosofía y, en definitiva, por esa visión de la literatura como un mundo en el que pueden hallar caminos hacia lugares que desconocían de sí mismos. Un laberinto en el que no ha salida pero donde resulta fascinante perderse.
Podemos, por supuesto, obviar la fascinación que, pese a su dificultad, pueden ejercer de autores como Camus si somos capaces de comunicarlos bien a nuestros estudiantes y nos ceñimos, a cambio, al manido programa de literatura española, en esta visión ridículamente ombliguista de la cultura donde lo universal es anecdótico y tristemente colateral. Después, cuando hemos aburrido a nuestros alumnos de la ESO con obras de Lope en verso que ni les divierten ni tendrían por qué divertirles, nos preguntamos por qué no van al teatro y, por supuesto, por qué no leen jamás una sola obra de este género.
Quizá, si dejamos de subestimarles, si remodelamos de una vez nuestro currículo educativo, si tenemos el valor de dejar que se peleen con otros textos, podremos despertar en ellos la inquietud y, sobre todo, la conciencia de que el teatro es un género que no solo se disfruta en un escenario sino que, en casos como el de Camus, es una lectura ante la que resulta imposible no implicarse y subrayar, lápiz en mano, cuanta sentencia provocadora deja caer en nosotros su autor.
Como afirma Yanek en Los justos, “la poesía es revolucionaria”. Poesía que en el caso del teatro de Camus se construye desde la belleza de lo intelectual y el ritmo inarmónico del dolor y la angustia. Personajes que, como Victoria en Estado de sitio, ruegan amor (“Bésame. Me muero de sed”); que, como la Madre de El malentendido, ruegan la muerte para escapar de su rutina (“La costumbre empieza a partir del segundo crimen”); o que, como el Juez en Estado de Sitio, enuncian verdades que es bueno escuchar para oponerse a ellas (“Todo el mundo traiciona porque todo el mundo tiene miedo”). Personajes, en definitiva, que pueden ayudarnos a revolucionar las aulas. A provocar e incitar a esos alumnos a los que dormimos y adocenamos con églogas y pasajes épicos en castellano antiguo. A hacerles buscar el modo de que esa “Europa triste” que horroriza a María en El malentendido deje de serlo. O, al menos, a intentarlo.