Remember the music?
Por Alfonso Vila. Siendo yo un chaval de catorce o quince años (dieciséis a lo sumo) escuché por primera vez “La noche no es para mí”, canción del grupo valenciano Video, en unas circunstancias que recuerdo perfectamente:
Estaba en el chalet de unos amigos. Veníamos de la piscina, hablando distraídamente, y desde algún lugar del interior de la casa una radio me hizo llegar la melodía. Me quedé atónito por un momento. No supe quién era el grupo ni quién cantaba. En ese momento (y desde entonces hasta hace unas horas lo he seguido creyendo) pensé que era uno de los primeros éxitos de Olé Olé. Pero la canción me deslumbró. Fue un momento de esplendor de esos que se suelen dar en la adolescencia y que luego ya no se dan tan asiduamente en la vida (que de hecho, con el paso del tiempo se convierten en primero escasos, en a continuación excepcionales y finalmente en simplemente inexistentes). El verano, la luz, el baño con los amigos, la charla alegre… y la música, la canción de una fuerza y una belleza que te agarraba de la camisa y te pegaba un buen sopapo, uno de esos golpes repentinos que nunca se olvidan. Como cuando escuché por primera vez Sunday Bloody Sunday, o Chica de ayer o Genetic Engineering de OMD o No mires a los ojos de la Gente, de Golpes Bajos o tantas y tantas otras buenas canciones de tantos y tantos otros buenos grupos, porque entonces teníamos sólo dos cadenas de televisión pero muchas, muchísimas cadenas de radios y casi cada día salía un grupo nuevo, y casi cada día nacía una gran canción. (Y sí, esto es vindicación de la nostalgia, pero quién se resiste a vindicar la década de los ochenta, sobretodo si uno pasó toda esa larga convalecencia que es la adolescencia entre sus robustos brazos.) Uno crece a fuerza de olvidar. Y de repente tiene que explicar a personitas que un día habrán de sucederle en el mundo que cuando era joven (es decir, en esa época oscura y mítica que entronca con el origen del mundo) existía una cosa llamada disco, junto con una cosa llamada radiocassette, y que esas dos cosas, junto a sus aparatos correspondientes (es decir el tocadiscos y el reproductor de radiocassettes) eran las únicas formas que uno tenía, además de las radios (legales o ilegales) y la televisión (con muy pocos pero buenos programas, como La edad de oro o La bola de cristal) , de conocer y compartir (sí, he dicho compartir) la música. Y más aún, que en esa época oscura y mítica los grupos nacían, creían, se reproducían y morían, siguiendo el curso normal de las estaciones y los siglos, y que uno no tenía casi tiempo de llorarlos porque estaba muy ocupado en conocer los nuevos grupos que inmediatamente germinaban sobre las cenizas de los que se iban. Y sí, existía la industria y existían los timos, y existían buenos grupos y malos grupos, pero también existía una cultura que se trasmitía de boca en boca, o mediante fotocopias y revistas baratas y cutres, y mediante películas baratas y cutres y mediante libros de segunda mano y bien manoseados y mediante conciertos al aire libre y festivales gratuitos (pero que alguien se molestaba en pagar) de teatro. (Y sí, esto es vindicación de la cultura, de la cultura viva y al alcance de todos, hasta de un pobre chaval de la periferia, tímido e inofensivo, que pensaba muchas veces en la consabida frase que atormenta a todos los chavales tímidos e inofensivos: “¿Cómo cojones ser sublime sin interrupción?”, pero que sí veía, y aceptaba como algo natural, que algunos fueran sublimes en algún momento y que esos momentos de esplendor pudieran llegarle en cualquier momento, al salir de una piscina o a la vuelta de una esquina, porque a fin de cuentas esto era la adolescencia, aceptar el oprobio de la edad pero aceptar también la existencia repentina e inmerecida de los milagros…)
Antes de los teléfonos móviles, antes del ordenador y de internet, antes de todos estos aparatitos tan sofisticados que nos aíslan y nos protegen con muros y muros de fotos risueñas e intrascendentes, uno se apañaba como podía pero el mundo era mucho menos gris, aburrido, vulgar y silencioso de lo que es ahora. ¿O es uno mismo el que se ha vuelto gris, aburrido, vulgar y silencioso?
Bien, me guardo la respuesta para mí mismo. O en todo caso tal vez la ponga en mi Facebook alguna noche de insomnio. Una de esas noches en las que uno se pone a navegar por la red, y sin saber cómo acaba viendo viejos, ancestrales, videos en youtube. Y acaba descubriendo a un grupo de su ciudad cuyo nombre y existencia se perdió en la noche de los tiempos, una noche realmente oscura y analógica, que le trae recuerdos de esos que los poetas siempre dicen “parecían dormidos, pero no”, aunque los poetas siempre lo dicen todo con mucha más elegancia que un servidor, y por eso, al leerlos, uno siempre acaba por aceptar el infame vicio de la nostalgia.
Y sabes… existía un grupo que cantaba a la electricidad, esa cosa tan moderna… Y existía un programa de música de una radio clandestina que era de lo más oído por las noches, porque uno escuchaba esa cosa llamada música en esa cosa llamada radio por las noches, mientras estudiaba, y sí, la radio es algo que sirve para algo más que para decorar una casa estilo vintage, como el tocadiscos. Y sí, uno estudiaba por las noches, con libros, sin casi interrupciones, porque entonces no sonaban a cada minuto los pitiditos de aviso de los wasaps, ¿se escribirá así?, porque sí, hijo mío, entonces la gente hablaba con palabras que sabía escribir…