La blancura de la nieve
Por Francisco Balbuena
Amor en un campo de minas. Milagros Frías. Algaida. Sevilla, 2013. 303 páginas; 18 euros.
En esta novela a la vez sobrecogedora y liberadora son fundamentales el paisaje descrito y el paisaje sentido. Desde las primeras líneas su autora Milagros Frías nos invita a recorrer el panorama del alma de su protagonista, Sofía, que es un terreno hermoso de sentimientos pero devastado por un amor que ella descubre fallido en las peores circunstancias posibles. Simultáneamente, durante esa marcha nos adentramos en un paisaje físico urbano que pocas veces antes de esta obra se habrá descrito con palabras semejantes a vigorosas pinceladas de pintura.
Llevados por una aventura que arrastra a Sofía en su caída al abismo de la desdicha, notamos el asfalto de las carreteras de Madrid como si en verdad lo pisásemos. Percibimos el paso de los coches homicidas como si ciertamente su rebufo nos empujase a la cuneta. El mismo aire frío de la noche ominosa nos cala hasta los huesos. Tocamos con la mirada lectora los hierros retorcidos del coche que mata a Pablo, sentado junto a Sofía, muerte que a ella la despertará a su pesadilla. En esa vigilia que parece una espantosa ensoñación, el variopinto paisanaje que aparece y desaparece nos echa el aliento a través de las palabras; son sujetos amenazadores, enloquecidos; y algunos bienintencionados, en cambio, que tratan de ayudar a Sofía a salir de ese laberinto suburbano. Porque todos los paisajes de esta novela nos atrapan y nos dejan escapar a menos que demos con su clave. Como esa llanura castellana a donde va a parar la protagonista después de un largo periplo buscando los hitos de su corazón. Un páramo que a pesar de carecer de lindes está muy bien acotado, y que sólo ofrece su salida si se encuentra la llave maestra. Sofía no se achanta ante el reto, de manera que en ese lugar recóndito busca la clave de su liberación, que no es otra que el amor que redime a los humanos.
Sofía es esa chica de la portada de la novela, sentada en una gasolinera del camino, como esperando el destino que se demora en su llegada. Recuerda a esas mujeres que tan magistralmente pintara Edward Hopper, que leen o meditan en habitaciones de hoteles, o que aguardan a la puerta de un local de entretenimiento con mirada triste. ¿Qué espera o mira Sofía desde su soledad? El amor que perfile y dé consistencia otra vez a ese paisaje espiritual que a raíz de un accidente se trastoca en su interior a modo de falla geológica sentimental. Sin embargo, adelantémoslo, la espera de ella es una búsqueda en movimiento.
He aquí el gran acierto de este thriller del corazón titulado Amor en un campo de minas. Tenemos el amor fallido es Néstor, su marido. Este es un amor que ya ha explotado, ocasionando pues dolor, aunque ya no puede hacer más daño. Nos encontramos con el amor frustrado de Pablo, una víctima de sí mismo. Y a continuación nos llega el campo de minas que forma ese paisaje antes apuntado, donde sobresalen pequeños montículos que son más amores. Sofía va atravesando el páramo, a sabiendas de que en cada montículo hay un amor que se le ofrece, como los que cree atisbar en Areses, en José Ramón, en Jean Marie. Pero ella bien aprende a través de amargas experiencias que en la vida existen amores fáciles, es decir, que se revelarán fallidos, de forma que más vale no pisarlos. Como asimismo en ese recorrido sigue descubriendo que algunos otros montículos de minas, quizá sólo uno en todo el campo de una vida, se ocultan amores difíciles, que son los que al pisarse no estallan de manera imprevista. A la postre habrá aprendido que en el amor no hay nada seguro, puesto que lo difícil aunque satisface también es azaroso. Por eso Sofía se dice: “Con los ojos cerrados sobrevolé el horizonte cotidiano para lanzarme de cabeza al vacío”. Lo pronuncia con entereza y desde la serenidad.
En uno de sus poemas amorosos, Shakespeare se pregunta: “Cuando la nieve se funde, ¿a dónde irá la blancura?” En Amor en un campo de minas su autora, Milagros Frías, nos da una respuesta: la blancura del amor no desaparece, sino que se decolora en el agua de la vida para, al cuajar ésta de nuevo, volver a aparecer.