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La soledad del caminante

Por Fran Portillo. «Se encontraba sólo en el bosque.

Su espalda continuaba postrada pesadamente contra el tronco de un sauce, cuya corteza empezaba a hacerle mella en la piel. Todo estaba en silencio. Hacía tiempo que ya no escuchaba el rumor de los pájaros, ni de ningún animal que rondara normalmente por aquel hábitat. Todos habían emigrado hacia rincones más seguros, o al menos es lo que su irracionalidad les ordenaba. El alegre cantar de las aves, que antes vagamente apreciaba, ahora se tornaba una preferente necesidad ante el cruel futuro que se auguraba.

El bosque era grande, apacible y majestuoso. Sus verdes ramas asimétricas ocupaban la mayoría del espacio a unos metros sobre el suelo, un espectáculo precioso ante los escasos rayos del atardecer que penetraban entre ellas. Pero para él se volvía agónico, desesperante y peligroso, muy peligroso. Pues aunque sabía que la distancia que le separa de ellos era mucha, en algún momento le darían caza, y entonces sería el fin.

El dolor de su pierna era cada vez más insoportable. Hacía días que se había fracturado la tibia por tres sitios, o quizá fueran cuatro. Francamente, lo ignoraba.

“¿No hay ningún médico en la zona?”, se preguntó con sarcasmo. Sabía de sobra que allí tan solo estaba él. Además de árboles, árboles y más árboles. Y oscuridad, eso lo inundaba todo. A cada minuto que bajaba más el sol, su nerviosismo aumentaba y comenzaba a ver sobras a diestro y siniestro. Entonces era cuando regresaba el miedo, el pánico que prevalecía cada anochecer desde el primer instante en que comenzó todo. Aunque a esas alturas ya estaba acostumbrado a las cuatro respuestas automáticas que el cuerpo humano ejerce ante el miedo: huída, custodia agresiva, falta de movilidad y sometimiento. A cada cual más tortuosa que la anterior y siempre, siempre, siempre en el mismo orden.

Aquel ocaso que vivía era de los peores. Totalmente indefenso, inmóvil e irascible. Intentó alejar la mente de allí todo lo que pudo. Se remontó tan solo tres días atrás, al instante en que empezó todo, aunque sinceramente le importaba un pimiento aquel maldito domingo de abril, ya lo había olvidado. O quizá no. Y ¿para qué pensar en escenas de una vida pasada?, pues en ella aparecían amigos, familiares, vecinos, comerciantes, la vieja del quiosco, el perro que no le dejaba dormir, Elena… No, para qué pensar en eso. Estaban todos muertos, o por lo menos como si lo estuviesen.

Ya no había marcha atrás. El mundo había agotado su último cartucho y el ser humano había demostrado una vez más su alto nivel de autodestrucción.

Llevaba días sin comer, y eso le llevó a pensar una vez más en las técnicas de supervivencia que ofrecía a los niños, en aquel asqueroso campamento donde trabajaba en verano por cuatro malditos duros. Y siempre les repetía la misma retahíla a aquellos mocosos hijos de papá que alucinaban cuando veían una vaca o una ardilla: “El cuerpo humano no puede estar más de tres días sin agua, ni más de tres semanas sin comida.” ¡Mentira podrida! Él llevaba cinco días sin agua y aún no se había muerto, por desgracia.

Llegó a un límite insostenible, ya no aguantaba más aquella agonía. “Si Él existe —pensaba—, que me lleve ya de una maldita vez. Cuánto le gusta ver padecer a los suyos, a aquellos que desfilan como corderitos hacia la iglesia todos los domingos o los que se pasan la mitad del día rezando en sus casas por un familiar o por alguien querido que se les va. Entonces acuden a Él. ¿Y qué reciben?: Silencio. Parece que disfruta desde sus aposentos divinos viendo la pobreza y la inmundicia. Del mal del ser humano hacia su prójimo. Pero si dejó morir hasta a su propio hijo. ¡Crucificado! No imagino muerte peor que esa.” Bueno, salvo la de su vecina unas semanas atrás, cuando uno de ellos se abalanzó sobre la pobre ancianita, despedazándole la carne con sus dientes, en el portal número 9 de la calle Pizarro, mientras su voz emitía unos alaridos indecibles.

Aquel olor persistente a ceniza llegaba hasta él desde ciudades lejanas, donde ya no existía nada; únicamente vacío, un inmundo vacío y los restos de lo que algún día fueron personas.

Hacía unos días que había estallado aquella locura. Pocos datos obtuvieron entonces las masas, que se agolpaban frente al televisor visualizando un bucle de imágenes publicitarias. El primer día las noticias hablaron de un pequeño brote en Formentera y quince personas hospitalizadas en la península por un nuevo virus llamado RGB y recomendaban a la población que tuviesen precaución con algunos alimentos provenientes de países orientales.

La gente se lo tomó como tantos otros brotes que habían recorrido los espacios televisivos anteriormente: la gripe aviar, el mal de las vacas locas, etc.

Pero esta vez fue diferente».

 

Extracto de «La soledad del caminante»

Una novela de Fran Portillo

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