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14. Jean Echenoz. Anagrama. Traducción de Javier Albiñana. Barcelona. 2013. 98 páginas. 12,90 euros.
Por Ignacio Sanz
Me gusta Echenoz. Sus novelas suelen ser cortas pero intensas. Nada del bálago que nos meten los escritores superventas actuales. Tantos culebrones de tropecientas páginas aupados al primer puesto de ventas es un indicio de cómo se van estragando los gustos. Guardo un recuerdo vivísimo de los tormentos que pasó Zátopek, el gran corredor checo del que hasta entonces no tenía idea de su existencia y cuya biografía retrata de manera magistral en “Correr”. Si no recuerdo mal aquella novela no sobrepasaba las 150 páginas. Cuánta contención y cuánta eficacia narrativa.
14, el título, alude a la guerra de 1914, a la gran guerra o la Primera Guerra Mundial. Estamos en una tranquila región francesa orientada al Atlántico, lejos de París, en un día hermoso de verano propio para dar un paseo en bicicleta y, de pronto, tocan a rebato y los jóvenes comienzan a ser reclutados. Nada, en principio no va a durar nada, en unos días todos estarán de vuelta, se dicen unos a otros. Echenoz fija su mirada en cuatro amigos de la Vendrée, un pueblecito próspero y tranquilo. En quince capítulos magistrales, sobrios y contenidos, pasa de la placidez a la tragedia. Porque la guerra avanza y se prolonga un año y otro año en medio del tedio general; los soldados conocen el frío y el hambre mientras el enemigo experimenta con nuevas máquinas de matar. Y asistimos a mutilaciones y a muertes, pero no tanto del conjunto de los ejércitos, que también, sino del pequeño grupo al que Echenoz sigue los pasos de cerca. De cuando en cuando echa una mirada sobre el pueblo, sobre lo que allí sucede, sobre el vacío que han dejado los jóvenes. Y la narración avanza sin aspavientos ni brusquedades. Y la guerra no para. Y el desconcierto se apodera de alguno de los protagonistas. Pero sin salidas de tono, sin proclamas, sin manotazos en la mesa. Qué maravilla. Así, poco a poco, nos va envolviendo como ese abuelo sabio que tiene la clave de la narración pero no suelta cuerda y se recrea en la palabra, con ironía a veces, con elegancia siempre.
Se lee en un suspiro. En mi caso salí a dar un paseo el domingo por la tarde, me tumbé en un jardín, bajo la sombra plácida de un abeto gigante en una plazuela de mi ciudad y cuando me quise dar cuenta ya estaba en París, en la habitación de un hotel de barrio que es donde acaba la novela gozosa y melancólicamente, si cabe juntar dos adjetivos contrapuestos.
Me supo a tan poco que al llegar a casa, la tarde vencida, comencé a leerla de nuevo para tratar de apropiarme de ese no sé qué que se queda balbuciendo.