¡Pero qué democracia tan joven!
Por Juan Pedro Mora.
Expresiones tales como ¡qué pequeño es! o ¡qué rico está! suelen dirigirse entre una gran mayoría de embelesados adultos a los niños en su más tierna infancia, siendo especialmente habitual entre aquellos que cuentan con un hijo o nieto en esta arrebatadora edad.
Hagamos por un instante el ejercicio intelectual de contraponer el trato entrañable y amoroso que nuestra sociedad dispensa hacia la infancia, en relación con el trato desdeñoso e, incluso en ocasiones, abiertamente hostil, con que la ciudadanía prodiga a un órgano a priori dudosamente relacionado con los niños, como es nuestro Congreso de los Diputados. Sin embargo ambos, si se me permite la expresión, están “empezando a conocer el mundo”. El niño comienza a dar sus primeros pasos. Al principio, más dubitativo, pero con el paso del tiempo, más seguro y confiado. En ocasiones se cae, pero su madre lo levanta. Comienza a tener reglas, como no pintar los muebles y portarse bien con su hermano. Cuando incumple las normas su madre le regaña, e incluso le propina unos azotes. Entre decepciones y lloros, el pequeño asimila valores complejos, incluso para los adultos, como son la responsabilidad y el valor de las cosas bien hechas.
Y he aquí tenemos a un Congreso de los Diputados, alumbrado “recientemente” por una juvenil “madre”, como es la Constitución de 1978. Su progenitora le ha puesto “deberes” muy concretos desde que nació, influida por la experiencia vital de otras “madres” en Europa y Norteamérica. Nada más salir del útero, debe consolidar la democracia, dar trabajo y vivienda, asfaltar carreteras, crear un sistema público de sanidad y educación, así como integrarse en Europa; todo ello a velocidad de vértigo, con objetivo de paliar un retraso histórico de siglos.
Mientras al niño de carne y hueso se le exige comer correctamente y arrimarse bien a la mesa, a nuestra joven democracia se le insta, cual escarabajo pelotero, a levantar sobre su cabeza cientos de veces su propio peso.
Algunos, con evidentes motivos, exclamarán: ¡Ya está bien! ¿Tantos años de democracia y el sistema es incapaz de garantizar el derecho a una vivienda digna? ¿Y por qué misteriosa razón se permite a la corrupción campar a sus anchas por toda España? Y sobre la Justicia… ¿de verdad sostiene una balanza entre sus manos con una venda firmemente apretada sobre los ojos?
No perdamos de vista que nuestra reciente democracia tan sólo tiene 35 años. Sí, tan sólo. Porque otros países como Francia o Estados Unidos, vinculados a España a través de estrechas relaciones políticas e históricas, arrastran una cultura democrática de más de dos siglos. Pretender que con tal déficit un país como el nuestro afronte con solvencia y madurez reformas que en otros países causaron sangre, sudor y lágrimas durante largos períodos, es más bien para compadecerse.Los comienzos jamás fueron fáciles. A los estadounidenses les costó casi un siglo y un sangriento peaje en forma de guerra y vidas humanas aceptar la libertad para los hombres negros, los cuales cultivaban los campos, limpiaban sus casas y, en general, se ocupaban de los quehaceres más ingratos de su joven nación americana. Al mismo tiempo, hubo que esperar a la llegada del siglo XX para que la mitad de la sociedad occidental (las mujeres) fuera invitada a participar en política y, por tanto, en el destinos de sus naciones, otorgando el mismo valor a su voto que al emitido por los varones.
Desde hace siglos, la clase política española ha mamado del pecho del caciquismo de provincias y la burguesía urbana, asumiendo como propios los intereses de estas altivas y depredadoras élites económicas y sociales. Cortar el cordón umbilical y generar desapego entre los poderes económico y político constituye una tarea ingente que nos acompañará durante décadas, y por desgracia nunca tendremos la sensación de haberla concluido absolutamente.
Fueron muchos los que en el siglo XX ansiaron el anidamiento de la democracia en España, e innumerables aquellos que, por defenderla, tributaron su preciosa vida en las trincheras de la guerra, y cuarenta años más tarde en las violentas y oscuras comisarias del tardofranquismo. La sociedad civil, volcada en reclamar una mejor atención sanitaria o simplemente ¡que se le escuche!, es la única con capacidad de poner señales en los horizontes del desarrollo democrático en nuestro país.
Si la crítica al sistema se articula desde el compromiso y la sensatez, a base de insistencia calará más tarde o temprano en las altas capas políticas, como ha sido habitual en todas las sociedades democráticas, puesto que, a fin de cuentas, los ciudadanos somos sus “clientes”. Pero si esa crítica al funcionamiento de la democracia lleva impresa la malicia y el revanchismo, en cuanto se diluyan con el transcurso de las décadas las huellas de nuestro secular pasado autoritario, la sociedad se asomará sin complejos al abismo, y tan sólo será necesario un traspiés para volver a la ficha de salida, cuando no a tiempos pretéritos ya desterrados.
Al igual que de un niño (o adolescente, si preferimos así) no esperaríamos el mismo grado de responsabilidad que en una mujer o varón adulto, de igual manera no atesoremos elevadas expectativas futuras de calidad democrática en nuestros gobernantes, al menos para este año 2013. A medida que los españoles cumplamos años, nuestra Constitución los cumplirá también con nosotros. Es una ventaja que alberga en sus entrañas un inconveniente: el tiempo. Cuanto más democráticos seamos, más lo será nuestra Constitución, y viceversa. Seamos pacientes, porque los frutos ganados en sociedades libres son de mayor calidad que los obtenidos en sociedades opresivas. De esta manera, esos sueños que hoy nos arrebatan el aliento en las plazas de los pueblos y ciudades de España, estarán más cerca en cuanto nuestra tarta de la vida se vaya cubriendo de velas con el paso de los años.