El enmendador de corazones (Ricardo Reques)
Por Juan Gómez Bárcena
El enmendador de corazones, Ricardo Reques.
Editorial Alhulia, 2011. 108 páginas.
Ricardo Reques publica “El enmendador de corazones” en 2011, en la editorial Alhulia. Con esta reseña no pretendemos por tanto informar de una noticia de actualidad literaria, pues es evidente que hace mucho que el libro de cuentos de Reques ha dejado de ser una novedad editorial. Por el contrario, de lo que se trata es de invitar al lector a volver los ojos a un título que pasó relativamente inadvertido en su momento, pero que más de dos años después aún sigue ameritando críticas y conquistando nuevos lectores. El último de ellos ha sido el crítico leonés Javier Menéndez Llamazares, quien dedicó al libro y a su autor una página en el periódico El Diario Montañés.
“El enmendador de corazones” es una colección de quince relatos cortos, algunos inéditos y otros rescatados después de recibir diferentes distinciones y premios. Aunque son piezas heterogéneas en ejecución e intereses, la mayoría presentan algunos patrones comunes que proporcionan una fuerte unidad al conjunto. En primer lugar, es apreciable la pasión del autor por la Historia como fuente inagotable de recursos temáticos: así, a lo largo de sus textos asistimos a un apasionante recorrido por la ciudad de Córdoba en la época del Califato, la Mancha del Quijote y las expediciones coloniales a Centroamérica. O más exactamente, a lo que se nos invita es a contemplar las huellas de ese pasado remoto y fascinante en forma de restos arqueológicos, especies supervivientes que se creían extintas o textos resucitados en las ruinas de Medina-Azahara.
En segundo lugar, Reques muestra una fuerte inclinación por recurrir a la figura del viejo y excéntrico profesor como protagonista de sus textos. Con frecuencia se trata de un biólogo o un botánico –disciplinas que su autor, doctor en Ciencias Biológicas, demuestra conocer muy bien-, casi siempre inmersos en unas investigaciones que parecen rutinarias y que a la postre acaban topándose con un descubrimiento asombroso. Entra así el tercer y último elemento aglutinador del libro: la repetición de una misma estructura o esquema narrativo. La mayoría de los textos están escritos en clara clave realista, casi siempre ambientados en escenarios asépticos y relacionados con el mundo de la ciencia –una Facultad de Medicina en “El enmendador de corazones”; un despacho de erudito en “La muerte del paleontólogo”; un museo arqueológico en “La vitrina”- pero en su tramo final tienden a apostar por un desenlace que se abre paso hacia lo fantástico. Se trata de una propuesta narrativa que Reques sabe hacer funcionar con gran acierto, y que apela a maestros indiscutibles del género como Jorge Luis Borges. Sin embargo, esta quiebra hacia lo fantástico que consigue maravillarnos en el desenlace de los primeros textos se hace quizás un poco más previsible en el tramo final del libro, al haber perdido a fuerza de repetición algo de su capacidad de asombro. No obstante, es ésta una objeción seguramente subjetiva, que no nace tanto de un reproche como del deseo de descubrir pronto qué nuevos caminos es capaz de explorar la literatura de Reques.
A mi juicio el cuento más deslumbrante del libro es precisamente aquel en el que más decididamente se aleja del esquema de los finales inesperados y se propone experimentar con otras estructuras. Me refiero al excelente relato “El largo encierro”, protagonizado por un estudioso que decide renunciar al mundo y pasar el resto de su vida en el interior de una biblioteca. Ahí, entre libros, artículos académicos y visitantes que se sirven de sus consejos, pasa Raimundo Valdezate una vida tal vez tan plena como la de cualquier otro ser humano, en una entrega que recuerda a la bibliofilia de Borges y por momentos al personaje de Cósimo de “El barón rampante” (Italo Calvino), quien juró no bajar nunca de la copa de los árboles. Es en este relato, que no cae en la tentación de un desenlace efectista, donde a mi juicio descubrimos al mejor Reques, y se nos da un anticipo de las muchas sorpresas que todavía puede depararnos su narrativa.
“La última vez que lo vi seguía ahí leyendo, sentado en aquella silla junto a la pared, alumbrado por la luz del tubo fluorescente del techo. Me despedí de él como cualquier otro día: nada me hacía sospechar que fuera el último. No encontré nada en sus viejos cuadernos que pudiera interpretarse como un adiós”.