La vida de Adèle (2013), de Abdellatif Kechiche
Por Jordi Campeny.
Las temporadas cinematográficas nos ofrecen, como es lógico e innecesario recordar, propuestas de muy diversa índole y calidad. Algunas de ellas son mediocres e intrascendentes y, por lo tanto, el tiempo se encarga de borrar de nuestro archivo mental de forma inexorable. Otras son directamente infames y aborrecibles hasta el punto de llegar a agredir nuestra –supuesta- inteligencia. Misterios insondables de la vida, algunas de estas propuestas se niegan a desaparecer del todo de nuestro disco duro, como empeñadas en recordarnos la basura que ha desfilado ante nuestros ojos. Porque sí, también en el cine, como en la vida, lo mediocre se borra; lo malo permanece. A lo que íbamos. Luego están las películas buenas, sólidas, sustanciosas, complejas; propuestas que nos rozaron la piel y desaparecieron; o que nos atravesaron por dentro, para luego irse. O para quedarse. O que se fueron al principio pero que, al tiempo, volvieron. Depende. El buen cine a veces es caprichoso. Y luego están, por encima de todas ellas -de las buenas, de las mediocres, de las malas-, las obras maestras. Más que películas, las películas que se sitúan por encima de la aplastante mayoría pueden ser –o llegar a ser- auténticos acontecimientos cinematográficos. Cine mayúsculo que sobrevuela por encima del cine ofreciéndonos a los espectadores auténticos e inolvidables viajes (a menudo también interiores) que, éstos sí, jamás desaparecerán de nuestra memoria.
Las películas galardonadas con la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes en los últimos años podrían incluirse en este último grupo (según el que esto escribe; de más está recordar el carácter insoslayablemente subjetivo de todo criterio cinematográfico). Las últimas películas premiadas en el certamen son propuestas rotundas, arriesgadas, mayúsculas, que transitan territorios raramente explorados con anterioridad y, dato importante, siempre envueltas en un halo de controversia: en el 2011 la ganadora fue El árbol de la vida (Terrence Malick); en el 2012, Amour (Michael Haneke) y este año, la que nos ocupa, La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche).
El punto de partida de la propuesta del director franco-tunecino Kechiche es simple y visto mil veces con anterioridad: el despertar sexual y vital de una adolescente. Son los pasos vacilantes y frágiles de una cría que intenta descubrirse y aceptar quién es, hallándose en constante pugna con el mundo que la rodea; un mundo que a menudo intenta esculpirnos a imagen y semejanza de lo que se espera que seamos, y no de lo que realmente somos. La eterna batalla. La cría intenta amoldarse a lo que se espera de ella, triunfar en la vida, amar a un chico. Blablá. No puede; lo intenta pero fracasa. Hasta que un día se cruza en su camino una chica con el pelo azul que le removerá las fibras más secretas y hará que aflore su auténtico yo. Se entregará en cuerpo y alma a esta relación intensa y apasionada. Hasta que, de nuevo, todo vuelva a quebrarse. De un modo u otro, tendrá que seguir adelante. Será difícil, pero ya se ha construido un mundo en el que puede ser realmente ella; es un mundo pequeño pero es suyo.
No desvelaremos más de las minucias y sutilezas de la trama. La historia no es más que un retazo de vida; de vida normal y prosaica como la de cualquiera de nosotros. Lo que hace que esta película sea única es el tono y la inagotable verdad que emana de ella. Porque sí, como hemos apuntado, nos hallamos ante un film inigualable, bellísimo y triste, impregnado de sutilezas y matices; un retrato de la adolescencia como nunca lo habíamos visto antes.
La historia de amor entre las dos chicas protagonistas (unas Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux inmensas, extraordinarias, que merecen un punto y aparte) está contada con rigor, mimo, pasión, matices, verdad, ternura, luz. Las dos chicas provienen de realidades sociales distintas -motivo que acabará abriendo y ampliando una grieta entre ellas- pero aún así logran construir su mundo particular, repleto de amigos y caricias, sexo y arte, humo y pérdida. La película ofrece sensaciones reconocibles y una asombrosa capacidad para la empatía del espectador, hasta el punto que no vemos la película, la vivimos desde dentro. Palpamos su piel, padecemos su llanto.
Son tres horas que no pesan, pasan como una exhalación, y todo ello gracias a la mano maestra de un director que, más que construir una película, nos sitúa un espejo en la cara, y en él sólo vemos verdad. La de estas dos chicas lesbianas, que es también la nuestra. Tomar el pulso a la vida, lo llaman. Pues eso.
Y, desde luego, esta película no sería lo que es sin las dos portentosas chicas protagonistas. Cuesta encontrar adjetivos que definan con justicia y precisión el abanico de matices que ofrecen. Son conocidas las desavenencias entre el director y Léa Seydoux; aparentemente, las tomas se repitieron hasta la saciedad y el rodaje resultó arduo y extenuante, tanto a nivel físico como mental. Casi seguro que es cierto. Para conseguir esta desnudez (física y emocional) y que no asome ni un solo gramo de impostura por ningún momento de estas tres horas de metraje debe de ser preciso un trabajo tenaz, reiterado y muy estricto. Y la verdad es que las dos actrices rozan algo cercano al milagro: que no notes la película, que simplemente pase, te emocione y te embriague. Incluso las escenas de sexo están rodadas con un realismo desarmante: hasta diez minutos ininterrumpidos de sexo lésbico, explícito, pero totalmente desprovisto de cualquier atisbo de pornografía.
La vida de Adèle es un recorrido vital que ningún amante del cine debería perderse. Es pura vida, también es un lienzo, sutilmente aderezado con toques de azul, ese cálido color.