La 58ª edición de la Seminci deja muchas dudas
Por David Garrido Bazán.
‘Una Familia de Tokyo’ consigue la Espiga de Oro en un certamen demasiado desigual
Solo existían dos certezas claras una vez finalizada la Sección Oficial a Concurso de la 58ª Seminci de Valladolid: una era que la única película indiscutible del certamen era la japonesa Una Familia de Tokyo (Tokyo Kazoku) de Yoji Yamada y el Jurado se encargó de refrendarlo otorgándole la Espiga de Oro a la Mejor Película. La otra era que, por desgracia, posiblemente estábamos ante la edición de menor calidad media de los últimos años y desde luego, la peor desde que el equipo de Javier Angulo tomó los mandos como director de la misma. Uno podría pensar que se debe a una mala cosecha puntual, cosa que podría ser cierto, pero no conviene engañarse: como ya me sucedió en San Sebastián este año, ha habido demasiadas ocasiones en las que me he preguntado por los motivos que explicaran la presencia de varias películas en la Sección Oficial sin acabar de encontrar una respuesta clara al respecto. Puede que sea cosa mía, pero me cuesta mucho entender como un festival como éste, que tiene una amplia capacidad de maniobra al no encontrarse tan atado por las obligaciones de un Festival clase A y que ha demostrado un excelente criterio en la programación en ediciones anteriores me ha defraudado en tantas ocasiones este año.
Como decía al principio, solo una película ha conseguido suscitar el consenso de todos y esa no ha sido otra que Tokyo Kazoku, en la que Yoji Yamada deja a un lado su trilogía reciente sobre samuráis y consigue ir mucho más allá del simple remake u homenaje de la obra maestra de Ozu Cuentos de Tokyo (1953) Su actualización de esa historia de padres que van de visita e hijos ocupados con sus propias vidas que no pueden o no quieren atenderles como deberían es de una sutileza y una inteligencia incuestionables. Todo en ella resulta mágico y nada, ni siquiera ese tempo lento característico del gran cine japonés, perturba la emoción que produce ésta que sin duda es la gran obra de un maestro que ha sabido interiorizar las lecciones de cine y de vida de sus predecesores y, como ya hiciera en su momento y de otra forma Hirokazu Kore Eda en la magnífica Still Walking, partiendo de un material conocido, conseguir desmarcarse lo suficiente de la obra original sin perder por ello ni un ápice de su belleza y su capacidad de reflexionar sobre las cuestiones esenciales de la vida: la brecha generacional, la necesidad de comprenderse dentro de los intrincados laberintos familiares, el lidiar con la pérdida, madurar, vivir en suma. Nadie alcanzó el nivel de calidad exhibido por Yamada en su precisa actualización de un clásico y si alguien quiere discutirle su Espiga de Oro, solo puede hacerlo desde la legítima reivindicación de la obra maestra de Ozu, no desde los incuestionables méritos de una película que emociona y convence.
No obstante es cierto que el premio gordo a Yamada era la elección más sencilla. Quizás la Seminci podría haber salido beneficiada si el Jurado presidido por el documentalista Raoul Peck y del que formaban parte la publicista y promotora británica Ginger Corbett, el director marroquí Nabil Ayouch, la actriz Ana Torrent, el guionista Thomas Bidegain y la crítica Nuria Vidal hubieran optado por la que fue la otra gran sorpresa agradable de esta Seminci, la película holandesa Matterhorn, un hermoso canto a la tolerancia y la aceptación que se inicia como una comedia algo surrealista entre un cincuentón viudo, estricto y muy religioso y un hombre víctima de un ictus y con sus facultades mentales disminuidas cuya presencia en la vida del primero la trastoca por completo, llevando al espectador por caminos insospechados dibujando una sonrisa en su rostro al tiempo que afronta temas verdaderamente serios en su propuesta. Su director Diederick Ebbinge tuvo que conformarse con el premio al Mejor Nuevo Director, algo sin duda corto para los muchos méritos que acumula un filme que, de haber sido recompensado en mayor medida, podría haber otorgado al certamen ese sentido del riesgo, ese toque original e innovador que tan bien le habría venido a la Seminci. Para el olvido quedó su estupenda fotografía o el maravilloso trabajo de sus dos actores que habría incluso justificado un ex-aequo que nadie habría protestado. Preciosa película.
En su lugar fue Papusza, ambiciosa producción polaca que contaba la historia de la primera mujer de etnia gitana que puso sus poemas por escrito y consiguió publicarlos, rompiendo la tradicional imagen de la mujer, la que gozó del favor del Jurado consiguiendo dos galardones: Mejor Dirección para la pareja Joanna Kos-Krauze y Krzysztof Krauze y Mejor Actor para el veterano Zbigniew Walerys. La película cuenta, en un deslumbrante envoltorio en blanco y negro – una jugada muy inteligente que busca desproveer del tópico y característico colorido a este retrato del pueblo gitano que quiere estar en las antípodas de las películas de Kusturica o Gatlif – esa trayectoria vital que es asimismo la historia en continuo movimiento de la raza gitana por Polonia desde los prolegómenos de la II Guerra Mundial hasta la posterior época comunista que acabó con su carácter nómada. Su compleja y tal vez innecesaria estructura con continuos flashback y una duración algo alargada, sumada a ese maravilloso continente que a ratos devora el contenido, hizo que esta interesante película no fuera del agrado de muchos, aunque sí convenció a este cronista, que supo apreciar el equilibrio entre su belleza formal y su interesante historia. No obstante, estos dos premios se me antojan algo excesivos, especialmente porque ninguno de ellos fue el de mejor Fotografía, que parecía cantado y el de Mejor Actor dejaba en el olvido otros trabajos de interpretación estupendos.
La cuota española de la Sección Oficial, si dejamos de lado la muy olvidable y fallida Presentimientos – un errático intento de Santiago Tabernero de adaptar una novela que dejaba poco más que el buen trabajo de una esforzada Marta Etura y un puñado de homenajes cinéfilos un tanto groseros – recayó en dos producciones catalanas, Todos Queremos Lo Mejor Para Ella de Mar Coll, drama familiar que le valió a Nora Navas un Premio a la Mejor Actriz que pocos han discutido y sobre el que no puedo opinar con propiedad pues fue la única película que no pude ver de la Sección Oficial y la gran olvidada a mi juicio de este Palmarés la estupenda La Por (El Miedo), en la que Jordi Cadena cuenta con una magnífica habilidad la dura realidad de la violencia doméstica a través del miedo que atenaza a todos los miembros de la familia sometida al yugo de un violento maltratador. En apenas 76 minutos y con un prodigioso dominio del fuera de campo, las miradas y el off visual – ésta es una película narrada en imágenes en las que éstas a menudo incluso contradicen lo que hablan sus personajes – Cadena consigue transmitir toda la angustia vital y el dolor de una situación tristemente habitual. Un Premio Especial del Jurado que éste no concedió en el Palmarés cuando tenía facultad para hacerlo quizás habría hecho justicia a esta notable pieza de cámara, tan angustiosa como necesaria, que para mí fue la mejor aportación española a esta Seminci. Es interesante preguntarse por la coincidencia en el tiempo de tres obras como Caníbal de Manuel Martín Cuenca, La Herida de Fernando Franco y esta El Miedo que hurgan desde propuestas narrativas diferentes en temáticas y personajes igualmente poco habituales. Algo peculiar se mueve en este cine español tan denostado desde ciertos ámbitos y que sin embargo está ofreciendo una cosecha de títulos aparentemente pequeños en presupuesto pero grandes en resultados.
La Espiga de Plata a la Mejor Película recayó en la simpática producción irlandesa Run & Jump, en la que una mujer optimista y vital – estupenda Maxine Peake, verdadero corazón del filme – ha de hacerse cargo de la vuelta a casa de un marido afectado por un ictus (otro, como el de Matterhorn) que ya no es el mismo que fue mientras un doctor estadounidense – un contenido Will Forte – documenta el caso en video y hace tambalearse su frágil estabilidad al configurarse como una alternativa sentimental. Run & Jump tiene algo de predecible y una narrativa de telefilme intrascendente pero no cabe duda que la ópera prima de Steph Green y sus personajes sumamente abrazables hacen que sea difícil atacar una película bien llevada y sin duda simpática. Aun así, el segundo premio del certamen es algo que le viene quizás demasiado grande a sus logros.
La pedrea del Palmarés recayó en la Mejor Fotografía para Christopher Blauvelt por Night Moves, plúmbea producción de Kelly Reichardt que narra las dudas morales de un trío de ecoterroristas que deciden volar una presa para llamar la atención sobre su causa de defensa del medio ambiente con funestas consecuencias. La justificación del premio recae en su renuncia al uso de luz artificial para narrar una historia que transcurre principalmente de noche y la dificultad extra que eso supone para conseguir que el espectador consiga seguir una historia algo oscura en el amplio sentido del término. Una decepcionante propuesta de Reichardt tras su estupenda Meek’s Cutoff que pese a contar con unos solventes Jesse Eisenberg, Dakota Fanning y Peter Saarsgard en su reparto despertó poco más que considerables bostezos en una película anodina y ciertamente antipática.
El Mejor Guion a la pareja formada por Agnes Jaoui y Jean Pierre Bacri por su Au Bout Du Conte, en la que vuelven una vez más a sus entramados de idas y venidas sentimentales y de un puñado de personajes vinculados por el amor o sus relaciones de familia esta vez levemente inspirados en versiones de cuentos infantiles, es otro de esos premios que pueden justificarse en base al dominio del diálogo ágil y estructuras narrativas fluidas que son marca de la casa de los autores de Le Gout Des Autres o Comme Une Image. Su última película sigue la misma línea de siempre y no ofrece grandes novedades ni llega al nivel de trabajos anteriores, pero es francamente divertida en su aparente ligereza, contiene algunos de los mejores chistes que hemos podido escuchar en esta Seminci y sin duda está bien resuelta e interpretada, tan francesa ella como es de esperar. Y entiéndase esto último en el buen sentido y no como un reproche.
Fuera ya del Palmarés oficial queda por señalar el Premio del público a otra ópera prima, la agradable Short Term 12, en la que el empeño de Daniel Destin Cretton por explicar de forma exhaustiva las motivaciones tanto de la pareja de cuidadores de un centro de adolescentes problemáticos como a estos mismos internos malogra varios momentos de una fuerte intensidad emocional y una buena interpretación a cargo de Brie Larson. Su exceso de buenrollismo en el tramo final acabó con sus posibilidades aunque, como en el caso de Run & Jump, es una propuesta que puede caer simpática en ciertos ámbitos. Más incomprensible y rechazable fue la concesión cobarde del premio Fipresci de la crítica internacional a la insulsa La Reconstrucción, en la que Juan Taratuto se pasa del drama a la comedia sin renunciar a su actor fetiche Diego Peretti, al que construye un personaje hermético y aislado del mundo durante la primera mitad de la película para obligarnos después a comulgar con una más que improbable recuperación de la mano de los últimos deseos de un amigo que le solicita hacerse cargo de sus asuntos inacabados. Falta de contención y previsible hasta la nausea, la película de Taratuto es una de esas obras cuya presencia a competición es incomprensible, solo superado por el hecho que el Jurado Fipresci comulgara con tal impostura y le concediera un injustificable Premio de la Crítica a una de las películas menos arriesgadas y más previsibles de esta Seminci.
En tierra de nadie quedó Omar, en la que el palestino Hany Abu Assad nos contaba la forma en la que un joven puede ser manipulado y desposeído de toda esperanza hasta quedarse poco menos que completamente aislado tanto por parte israelí como por las asfixiantes exigencias de las reglas de su propia sociedad que lo conducen hasta casi un callejón sin salida. Lo interesante del planteamiento de la nueva película del realizador de la muy estimable Paradise Now es que, a diferencia de lo que pasaba en aquella, Omar comete gran parte de sus actos llevado por el amor y la esperanza de conseguir la mujer que quiere. La película arranca con un buen planteamiento y está llevada con suma solvencia hasta que un grosero y evitable error de guion que cualquier espectador atento no puede evitar ver justo antes del último tramo derrumba la propuesta como un castillo de naipes, sacando al espectador del filme y diluyendo por completo el alcance de un final algo efectista. Una verdadera lástima.
Al menos el Jurado tuvo la coherencia de no premiar las peores propuestas de la Sección Oficial como la insulsa Marina del belga Stijn Coninx, una acartonada y tópica mirada a la emigración de italianos hacia Bélgica en los años posteriores a la II Guerra Mundial que acaba por convertirse en un almibarado biopic del cantante Rocco Granata, autor entre otras de la famosa canción que da título al filme. O la moralmente deleznable Metro Manila, en la que el británico Sean Ellis se aplica con fruición a la explotación del miserabilismo del tercer mundo desde su confortable mirada occidental con una película ambientada en la capital de Filipinas con familia de campesinos a la búsqueda de una vida mejor que son arrastrados por la corrupción de la gran urbe. Para cuando la película quiere convertirse en un esforzado thriller de atracos a furgones blindados la bajeza moral del planteamiento de base de Ellis ha anulado cualquier posibilidad de engancharse a ella. La críptica y hermética I’m The Same I’m An Other, insufrible producción belga de Caroline Strubbe, es el ejemplo perfecto de aquello en lo que puede convertirse el cine cuando se empeña en contar una simple historia sobre la huida de un hombre y una niña con pasado oscuro de forma que la crítica vea en el impresionante vacío de sus tediosas imágenes y los estruendosos silencios del filme algo más que una elaborada tortura al espectador medio, es decir, una de esas películas “de festivales” capaz de expulsar de la sala al más curtido. Un infierno de la cinefilia mal entendida. Por último, nombremos la risible producción Zero del marroquí Nour Eddine Lakhmari en la que un policía de medio pelo harto de todo decide enfrentarse a la corrupción de sus superiores al implicarse en la búsqueda de una chica de quince años desaparecida y presumiblemente atrapada en las redes de la prostitución. La película, añeja en su estilo visual de aires setenteros e incomprensiblemente torpe viniendo del realizador de la interesante Casanegra, es una indigesta mezcla entre Serpico, Taxi Driver y Torrente imposible tomar mínimamente en serio y cuya presencia en la Sección Oficial solo puede entenderse como parte del precio a pagar por la retrospectiva del cine marroquí del siglo XXI que ha ofrecido esta Seminci en una de sus secciones paralelas y que ha servido para acercarnos a ese cine prácticamente desconocido que se realiza a muy pocos kilómetros de nosotros que algunos han tenido ocasión de disfrutar.
Concluyendo: más allá de las siempre estimables propuestas documentales de Tiempo de Historia, la recuperación de algunos títulos españoles aun inéditos comercialmente en Spanish Cinema, los homenajes en forma de Espigas de honor a Paul Schrader, Jacques Audiard, Jose Sacristán y Concha Velasco y, por encima de todo, el privilegio de poder ver fuera de concurso la película Centro Histórico compuesta por cuatro cortos inspirados en la localidad portuguesa de Guimaraes de Aki Kaurismaki, Pedro Costa, Manoel de Oliveira y un espléndido Victor Erice que además vino en persona a defender su fragmento y nos regaló una rueda de prensa inolvidable, esta Seminci tiene que reflexionar muy seriamente sobre qué camino quiere emprender de cara al futuro. No es de recibo que uno de los festivales más importantes de España – aunque su posición esté seriamente amenazada por certámenes nacionales como Gijón y Sevilla e internacionales como Roma que se celebran en fechas muy cercanas con toda la dificultad que intuimos que eso conlleva en cuanto a conseguir determinadas películas – ofrezca una programación tan desigual y errática, corriendo el riesgo de perder esa identidad propia que siempre ha tenido. Esperemos que esto sea el simple fruto de una mala cosecha o algo puntual. Lo contrario sería algo preocupante.