La novela de tu vida: Lara Moreno
Robé Lolita, de Vladimir Nabokov, de la estantería del cuarto del fondo de la casa de los padres de un novio que yo tenía cuando aún no había cumplido los veinte años. No había muchos libros en aquella casa, pero por suerte estaba ese, alineado junto a otros diez o quince o más, todos del mismo tamaño, del mismo color, con la misma cubierta. La colección Obras Maestras de la Literatura Contemporánea de Seix Barral, tapa dura imitando a piel marrón con letras doradas, edición de los primeros años ochenta, el número 17, Lolita, de Nabokov; el 18, Relatos de Julio Cortázar, también lo acabé robando. Por aquella época, en aquella ciudad, estas colecciones de grandes clásicos que servían un poco para leer y un poco para adornar eran una mina de oro para mí. No robé Lolita con intención de robarlo, pero jamás lo devolví. No robé Lolita pensando que hoy podría ser objeto de algo tan azaroso como “La novela de tu vida”, porque yo no tenía ni idea de quién era Vladimir Nabokov y por supuesto no había visto la película de Kubrick, pero muy posiblemente lo robé porque hice lo que sigo haciendo hoy en día, abrí el libro y leí las primeras líneas (me salté el prólogo creyendo que era un prólogo), y decía así: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta”. No hay forma humana de evadir ese milagro. Tampoco robé Lolita por la adivinación de lo más descabellado: casi quince años después, mi hija llevaría el nombre de la mujer a quien está dedicado el libro, exactamente su mismo nombre de cuatro letras.
Leí la mayor parte de Lolita en un viaje en tren de Huelva a Barcelona, de doce horas, en un vagón de fumadores. Íbamos a una boda y mis padres habían elegido el vagón de fumadores con ilusión, pensando que tendrían ganas de fumar. Yo acababa de empezar a fumar por aquella época, pero nadie lo sabía. Igualmente era imposible encenderse un cigarro en aquella tumba de humo. Tengo la sensación, ficticia, ya que mi hermana iba sentada a mi lado, de que no hablé con nadie durante el trayecto. Leí.
Lo primero fue el lenguaje. Aquellos primeros párrafos maravillosos se sucedían de otros y otros y otros y la potencia narrativa era embargadora: el perfecto equilibrio entre lo descriptivo -funcional y lo evocador, la tripa, la pompa de vidrio, la desvergüenza, la cuajada hermosísima de la palabra. Pero luego todo lo demás. No hace falta que yo haga aquí un análisis de esa máquina devastadora que es Lolita. Antes he dicho embargadora porque quiero decir paralizante, corrosiva, invasora; Lolita tiene lo que tienen las brujerías fabulosas, te arrancan del mundo cabal de las sustancias nominales y te hacen abrazar lo más inhóspito, sin cuestionarte el hechizo, abandonado a la fatalidad. Leí Lolita e hice lo que supongo que hicieron todos, sin poder evitarlo, desde aquel diciembre de 1953 en que el manuscrito comenzó a moverse, quedé situada, con un espeluznante estatismo vapuleado por fuerzas imantadas, a la distancia exacta entre Humbert Humbert y Dolores Haze, en medio de los dos, ambos piedras preciosas de la ficción, gigantes de lo humano: sí, todos sabemos cómo son las cosas en realidad, todos sabemos a quién hay que expulsar del paraíso sin dilación, pero ahí dentro la vida es poderosísimamente de otra forma, quizá de la única forma, Humbert Humbert, Dolores Haze, ambos monstruos, ambos daga, ambos llanto y despojo, ciervo herido de muerte, los dos juntos en su daño, hermosos, terribles, bailando la danza despótica de las cosas que la vida no permite.
* Lara Moreno (Sevilla, 1978) acaba de publicar su primera novela, Por si se va la luz (Lumen).