EL BANCO
Por Roberto Lara. El otro día cuando iba a ver a mis padres me di cuenta.
Andaba distraído y absorto en mis cosas y de repente algo llamó mi atención en la plaza.
Ya sé que no se trataba de una obra de arte ni tan siquiera de una genialidad arquitectónica, y sé que su diseño era simple y tosco, pero con todo eso, siento que me han arrebatado una parte importante de mí.
El banco de la plaza de debajo de mi casa había sido sustituido por un enorme bloque de hormigón destinado a que catervas de pseudo adolescentes con gorra pasasen las horas monopatín en ristre.
Dicen que las cosas más importantes de la vida no son cosas, pero soy de la opinión de que determinados objetos con los que convivimos a diario acaban adquiriendo alma, convirtiéndose en parte esencial de nuestra vida, de nuestra historia.
Objetos que en sí mismos no son nada más que eso, pero que han sido testigos mudos de multitud de momentos que han marcado e incluso cambiado las vidas de las personas que de una u otra manera los hemos disfrutado.
En ese banco mi madre me daba la merienda al volver del colegio cada día.
En ese banco me sentaba con mi hermana a esperar a que mi padre llegara del trabajo.
En ese banco (subido a él) veía cada año la cabalgata de Reyes junto con otros chicos del barrio.
En ese banco aprendí el valor de la amistad.
En ese banco me atracaron dos veces.
En ese banco besé a una chica por primera vez.
En ese banco recibí la noticia de la muerte de mi hermana.
En ese banco le pedí matrimonio a la que hoy es mi mujer.
En ese banco lloramos mis padres y yo el día en que me marche de casa.
Sin duda era mucho más que unas maderas y dos trozos de hierro.
Sé que puede parecer absurdo, pero desde que ya no está, desde que paso por el lugar donde siempre estuvo y no lo veo, siento que me falta algo.
Aquel, no era un banco cualquiera. Era mi banco.