El escritor alucinado
Por Miguel Ángel Montanaro. Quiero, al comienzo de este artículo, dejar constancia de que no me meto nada.
Les juro que estoy limpio y tienen mi palabra de que ninguna página que yo firme –y que ustedes lean benevolentemente–, será fruto de un atracón de peyote, o producto de un estratosférico cuelgue tras una tisana de datura stramonium. Es más, que nadie busque en esta líneas un recetario prohibido de sustancias dopantes que refuercen su exigua capacidad imaginativa. Esta es una columna decente, no la mochila de Pocholo.
Yo escribo a pelo.
La cosa versa hoy sobre algunos de los grandes nombres de la literatura mundial, que escribieron sus obras más dormidos que despiertos. Evidentemente, pintores, músicos, y otros artistas también han consumido drogas duras y blandas a lo largo de la historia para potenciar sus impresiones sensoriales, pero es imposible hacer un catalogo de fumetas célebres en un artículo –para ese menester, ya hay gente que se ha preocupado de escribir compendios muy ilustrativos–, por lo que solo citaré a los escritores cuyas adicciones han sido sonadas.
La búsqueda de la inspiración literaria en los psicotrópicos, es tan antigua, como la primera tabla de arcilla donde un sumerio grabó el primer símbolo cuneiforme y dijo: pues nada, que acabo de inventar la escritura.
Lo evidente es, que desde ese glorioso momento en el que el ser humano quiso reflejar físicamente sus pensamientos, muchos, recurrieron a hierbajos y pócimas para sublimar sus escritos.
Sin embargo, cuanto más lejano es el momento histórico a revisar, obviamente, más difícil se vuelve la tarea de aportar datos fidedignos de la afición de ciertos autores, que en su afán creativo, consumieron drogas para alcanzar estados alterados de conciencia en los que sumergirse. Por ello, debemos evitar las endebles referencias a este asunto que nos procuran la Edad Clásica, o el Renacimiento y brincar unas centurias acercándonos al romanticismo, para rastrear a los contumaces consumidores de estupefacientes.
Hay que decir –en descargo de algunos de estos escritores–, que se dieron de bruces con las drogas, al tropezarse inocentemente con la farmacopea de la época.
La salud de estas personas, sufría en demasiadas ocasiones, una precariedad pareja al nivel de la medicina de su tiempo y claro está, a comienzos del siglo XIX, no existía el concepto de monodosis. El médico recetaba láudano, el frasquito se quedaba en la mesilla de noche del enfermo y chupito a chupito, la cosa fue a mayores; no olvidemos que el láudano es un bebedizo alcohólico preparado con una base de opio.
Autores románticos y postrománticos como Bysshe Shelly o Lord Byron entre otros, se entregaron al efecto sedante e inspirador del opio. Baudelaire, lo comía, aunque le daba más al láudano.
Dumas también se inició en el consumo y Poe, se ponía hasta las cejas de morfina. Lo mismo que hizo Robert Louis Stevenson con la cocaína, así que no debe extrañarnos que acabase en seis días El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. De hecho, de haber existido la ruta del bacalao, Stevenson todavía hubiera sacado unas horillas para irse de farra el domingo de esa eufórica semana, al grito de: ¡no puedo parar! ¡no puedo parar!
Es de suponer, que fueron diversos los influjos que llevaron a muchos autores a dar un alucinado paso que les alejase más allá de la sensata realidad que les tocó vivir.
En ese tiempo revolucionario en lo generacional y por lo tanto, en lo literario, el espíritu común de los que buscaban contravenir las rígidas normas de clase existentes era compulsivo, y su avidez por lo novedoso de la cultura oriental que llegaba misteriosa y atrayente a Europa, insaciable. Y Oriente les descubrió muchas sustancias con las que potenciar el átono nivel de su creatividad y también, sus melancólicas existencias.
Era inevitable por lo tanto, que el consumo de opio y sus derivados se pusiese de moda en el mundo cultural, que siempre ha sido la vanguardia de todos los movimientos sociales.
Así, el pistoletazo de salida para la gran fumada lo dio Théopile Gautier –coetáneo de Honoré de Balzac, que también se ponía fino– con su obra La pipa de opio.
No puedo evitar, el fantasear un diálogo entre ambos…
–Te vas a quemar los dedos, Honorato.
Ese canuto no rula hace un rato.
–Tranqui, Teófilo, que no se acaba,
Ahora te paso la pava.
O sea, que se ponían cómodos hasta que se les desbolaban la tres potencias del alma, a saber: la memoria, el entendimiento y la voluntad.
Sé que algunos de ustedes estarán formulándose sabias disquisiciones sobre el uso de las drogas en estos momentos y estarán acordándose del alcohol.
Efectivamente, los románticos también le dieron al codo con frenesí.
Su bebida favorita –al menos para los franceses–, fue la absenta.
Una bebida –les recuerdo–, cuya venta estuvo prohibida en España durante el franquismo, ya que se aseguraba, que su ingesta habitual provocaba alucinaciones.
Es en este momento, cuando con un autor nacido en el siglo XIX, nos plantamos en el siglo XX. Hablo de Aldous Huxley.
El amigo Huxley tomó de todo para poder hablar del asunto con fundamento: mescalina, hongos alucinógenos y LSD. Desde luego, sabía de lo que alucinaba.
No es de extrañar, que en su inconmensurable obra Un mundo feliz, nos hable de una droga llamada soma, que es consumida por la sociedad futurista que describe en su novela.
Como ha salido a colación el asunto del LSD –que como sabrán descubrió casualmente Hofman en los años treinta del pasado siglo, y que bautizó como LSD25, al resultar su hallazgo en la vigesimoquinta prueba de sintetización–, debemos recordar que el LSD es la dietilamida del ácido lisérgico y ha resultado desde entonces una de las drogas de mayor uso en los ambientes artísticos desde los psicodélicos años sesenta hasta la actualidad.
Lo que es posible que desconozcan algunos de ustedes, es que, esta droga se obtiene de una estrecha síntesis de los alcaloides de un parásito llamado: el cornezuelo del centeno.
Estoy seguro de que ya han captado la relación de este hecho con la fantástica obra de J.D. Salinger, El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye) cuya traducción del citado título está sujeto a una controversia sobre el sentido de la misma: pero que a nadie se le escapa que el autor pudo camuflar, despistando la atención del personal, con una explicación increíble sobre la figura del catcher, el jugador de beisbol que se mantiene oculto a los ojos del bateador.
Llegados a este punto, no podemos obviar el influjo de las drogas en la contracultura beat, que tiene en Jack Kerouac a uno de sus máximos exponentes.
Lo que muchos no saben, es que Kerouac –que llegaba a las entrevistas con una copilla de más que le ayudase a sobrellevar su timidez–, escribió su obra más representativa On the road, puesto hasta las cejas de benzedrina.
De los viajes a otras dimensiones con el ánimo de experimentar beatíficos raptos místicos o diabólicos episodios epistemológicos de la supra realidad, tampoco se han privado algunos autores de lengua hispana. Desde Rubén Darío según se dice, pasando por Fernando Sánchez Dragó y terminando con Antonio Escohotado, autor este último, de los tratados más extensos en los planos cultural y antropológico sobre el uso recreativo de las drogas y cuya obra, Historia general de las drogas, es de obligada lectura.
Pero no quiero despedir esta columna sin citar a un autor de mi especial predilección.
El escritor modernista Ramón María del Valle-Inclán, a quien su médico le recetó hachís para sus dolencias y al que se ve que se aficionó, pues entre su fértil producción literaria nos dejó esta joya publicada con el título La pipa de Kif. Una orgiástica recreación de un universo de sensaciones, de la cual, extraeré dos estrofas de las más conocidas y sabrosas…
¡Adormideras! Feliz neblina,
humo de opio que ama la China.
El opio evoca sueños azules,
lacas, tortugas, leves chaúles.
Ojos pintados, pies imposibles,
lacias coletas, sables terribles.
Verdes dragones, sombras chinescas,
trágicas farsas funambulescas.
Genuflexiones de Mandarines,
sabias princesas en palanquines.
Y nombres largos como poemas
que evocan flores, astros y gemas.
¡Verdes venenos! ¡Yerbas letales
de Paraísos Artificiales!
A todos vence la marihuana,
que da la ciencia del Ramayana.
¡Oh! Marihuana, verde neumónica,
cannabis índica et babilónica.
Abres el sésamo de la alegría,
cáñamo verde, kif de Turquía.
Yerba del Viejo de la Montaña,
el Santo Oficio te halló en España.
Yerba que inicias a los faquires,
llena de goces y Díes Ires.
¡Verde esmeralda -loa el poeta
persa- tu verde vistió el profeta!
(Kif -yerba verde del persa- es
el achisino bhang bengalés.
Charas que fuma sobre el diván,
entre odaliscas, el Gran Sultán.)
Finis
Se apagó el fuego de mi cachimba,
y no consigo ver una letra.
Mientras enciendo -taramba y timba,
tumba y taramba- pongo una +.