Los niños del patio
Por Miguel Ángel Montanaro. Hasta hace pocos años soñaba con una imagen recurrente.
Me veía en plena noche junto a la puerta enrejada que daba acceso a las Casas de Marina donde pasé mi infancia. La luz encendida del portal del fondo, en el cual vivíamos, me reclamaba hipnótica. Avanzaba hacia el portón, empujaba la puerta y acto seguido, buscaba en el buzón de correos una carta a mi nombre que nunca hallaba.
Desde que abandonamos aquella residencia –hace tanto tiempo–, siempre que vuelvo por Cartagena y también a la noche, cuando detengo el coche en el semáforo que regula el tráfico frente a aquellas casas del paseo Alfonso XIII, no puedo evitar volver la mirada hacia el interior del patio y a aquellos bloques de viviendas con las ventanas y las puertas pintadas de verde.
Y no puedo evitar tampoco, sentir cierta melancolía.
Dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. No me atrevo a suscribir esa afirmación tan rotunda, pero si puedo asegurarles que aquella etapa de mi vida fue, con total seguridad, la más feliz.
Aquel tiempo nos marcó a los niños del patio –había tres patios, en nuestra jerga: el de alante, el de en medio y el de atrás–, con un sello propio, porque aquellas casas no fueron solo un lugar donde vivir, fueron también, una escuela de aprendizaje y supervivencia.
Una época de austeridad auxiliada con los precios baratos del Economato y la Farmacia de Marina, que ayudaron a nuestros padres a sacarnos adelante, porque cada familia era un pequeño cuartel.
Fueron decenas de ellas las que vivieron en aquellas casas, pero recuerdo siempre a las más emblemáticas: los Ruiz, que eran ocho o nueve hermanos, los Acosta, que eran once o doce, los Miranda, que eran otra tropilla, los Álamo, los Artero, los Navarro, los Oliver, los Norte y mi familia, que éramos seis.
Todos de un padre y una madre, pues había canarios, andaluces, gallegos, catalanes, mallorquines, cartageneros y del último rincón de España, pero nos igualaba un denominador común, no necesitábamos un traductor para entendernos entre nosotros, como hoy en el Senado.
No teníamos videoconsolas, ni ordenadores, ni teléfonos móviles, ni ropa de marca; ni íbamos a campamentos de verano a aprender inglés, ni nos llevaban a ballet.
Pero teníamos el patio.
Allí, los niños fuimos, el Capitán América, Spiderman y el Capitán Trueno. Nos batimos como consumados espadachines y nos lanzamos en paracaídas sobre la isla de Java; y cómo no, cruzamos los océanos en nuestros submarinos con los mandos pintados con tiza sobre la pared.
En aquel paraíso, jugamos a policías y ladrones, a la pillá americana, al pañuelo, a los rompis, y a las chapas. Nos convertimos en maestros del guá con las canicas y dominamos el arte de bailar las peonzas, a las que llamábamos trompas. Fabricamos escopetas de gomas y nos espachurramos las espaldas jugando al chinchemonete al grito de: ¿Churro, mediamaga o mangotero? ¿Cuál es el primero?; pero sobre todo, jugamos al fútbol, actividad ésta a la que le dedicaré unas líneas especiales.
Porque en aquellas casas, no estaba permitido jugar al fútbol.
Lo prohibía el todopoderoso conserje. El señor Eusebio –de aquella no controlábamos el uso del señor y del don–, un empleado de la Maestranza que vestía uniforme y llevaba la gorra de plato ligeramente levantada como un Humphey Bogart de andar por casa. A su mujer, que necesitaba un recambio urgente de sus prominentes incisivos, la llamábamos coloquialmente, la coneja, pues de todos es sabido, que no hay nada más cruel en el mundo, que un niño con mala leche.
El caso es que cuando acordábamos un partidillo clandestino, al punto aparecía por allí el señor Eusebio para secuestrarnos el balón que arrestaba convenientemente en uno de los sótanos bajo su control.
Entonces, como potenciales aprendices de infantes de marina, planeábamos todos los meses un golpe de mano para rescatar los balones capturados y al final, siempre ocurría los mismo. El Tentín –de la familia de los Ruiz–, tomaba la iniciativa y le echaba un par de pelotas para recuperar las nuestras.
–¿Cómo has hecho para abrir la puerta del sótano? –le preguntábamos ansiosos cuando le veíamos aparecer con nuestros redondos tesoros.
–¡No preguntéis! ¡No preguntéis! –respondía el Tentín iniciando la fuga.
Las niñas, por su parte, jugaron a la comba, al elástico, al testé y a las cuatro esquinas. Disfrutaron con sus cocinitas y sus muñecas, soñaron con sus cantantes favoritos y consiguieron evitar día tras día, que nosotros les levantáramos la falda a la menor ocasión.
Juegos que a veces se interrumpían cuando varios de los niños que participaban, todos hermanos, salían corriendo en dirección a la puerta, al ver a su padre regresar a casa y entonces, se podía ver la estampa de un curtido hombre de la mar, con la gorra de plato bajo el brazo y la emoción hecha un nudo en la garganta, recibiendo los besos de sus hijos tras varios meses de navegación.
De aquella, nuestras excursiones fueron cortas. Si acaso al cine de verano de los Juncos a ver películas de Tarzán y al quiosco del señor Pedro a comprar chicles Bazoka y polos de dos pesetas. No necesitábamos a un mundo que por lo visto, era mucho más pequeño que el que albergábamos en nuestra imaginación. Y como la oferta televisiva se limitaba a dos canales, ya nos ocupábamos nosotros de repartir nuestro tiempo organizando tómbolas con nuestros juguetes viejos y dedicándonos al tráfico. De tebeos.
Sí, porque cuando caía la noche, antes de meternos en la cama –a la hora que los niños se iban a la cama–, pedíamos permiso para ir a casa de un compañero de correrías a cambiar tebeos.
–Mamá, me voy a casa de Juanico Miranda a cambiar tebeos.
–¿Pero Juanico no ha sido el que te ha tirado el diente?
–Sí. Y yo le he hinchado un ojo, pero ya somos amigos.
Así eran las cosas entonces, los enfados duraban poco y el sabor de los chicles duraba mucho.
Hoy, aquellos niños, convertidos en hombres y mujeres, hemos vuelto a contactar por una de esas oportunidades que de vez en cuando nos regala la vida, para que valoremos las cosas que realmente importan, como son, la amistad y el cariño. Y les aseguro que no voy a desaprovechar tal ocasión.
La única pena es, que la Cuqui y la Maria Antonia se habrán cambiado el peinado y ya no podré tirarles de las coletas.