La novela de tu vida: Juan Carlos Díez Jayo
Me piden que hable de la novela de mi vida. El encargo me deja pensativo. No consiste, creo, en escribir acerca de la mejor novela, ni en elegir la que más me ha gustado. Se trata de dar con ese libro que una vez abrí siendo una persona y que llegué a cerrar convertido en otra: el mismo de siempre ante los ojos de los demás pero irremediablemente distinto en mi interior.
Así que me levanto y camino hacia el mueble del salón. Los libros me observan ceñudos y concentrados desde sus baldas, mientras aguardan expectantes a que me decida. De pronto, me fijo en él y vuelvo a ser aquel joven que pasaba revista a otro estante y otros lomos, un día cualquiera en el año del Señor de mil novecientos ochenta y pico. Mi padre, que sabía de mis gustos, acarreaba con constancia de buey un libro cada semana desde el quiosco de la esquina. Mi madre toleraba esa paulatina invasión en su salón y hacía hueco a los intrusos que colonizaban el territorio reservado a las figuritas y los marcos de alpaca, apilándolos en disciplinadas hileras contra el guáflex verde de la enciclopedia Durvan. Así entró en mi casa la colección de obras maestras de la literatura contemporánea de Seix Barral, afortunadamente encuadernada en símil piel. Mi madre nunca hubiera tolerado unas tapas menos respetables en su santuario.
Yo solía pasar la vista por los lomos de aquellos libros, leía nombres que no me sonaban de nada (Bretchcortázarupdikeböll) y memorizaba títulos que me intrigaban pero que no me decidía a explorar. Un día di con Sobre héroes y tumbas, de un tal Ernesto Sábato. Me pareció un título adecuadamente gótico y rimbombante. Por entonces, como todos a mi edad, me apasionaba Lovecraft y devoraba todas las obras de fantasía y ciencia ficción que llegaban a mis manos. Por eso, cuando comencé a leer la historia de Martín y de Alejandra, de sus problemas y discusiones, de su amor y posterior ruptura, no estaba preparado con lo que me iba a encontrar. Comprobé que hay libros con los que se puede mirar más lejos y más adentro. Encontré gente de verdad dentro de sus páginas, seres sufridores y desesperados, imperfectos y maravillosamente humanos. Supe que los rincones más oscuros no estaban en la Meseta de Leng o en Arkham, porque acostumbran a ocultarse tras el silencio o en una frase no pronunciada. Choqué contra una novela larga y ancha, enorme, con páginas para digresiones sobre literatura o política, con espacios y huecos para que sus habitantes entraran, desaparecieran y maduraran en el transcurso de sus ausencias, como si el maravilloso mecanismo puesto en marcha también fuera efectivo cuando alguien no estaba en escena. Observé que en un libro así hay sitio para seres reales, como un encuentro con Borges por la calle, o fantásticos, como los de la poderosa Secta de los Ciegos. Aprendí, al fin, que hay libros que son palabras mayores y que, como en la magia, tienen el poder de cambiarnos por dentro para siempre.
Sobre héroes y tumbas me enseñó también que lo más difícil del oficio es no estar pendiente de un adverbio si los personajes peligran y que el primer mandamiento en literatura es remover el interior del lector, aunque le duela. Desde entonces me queda la inquietud de un deber no cumplido. Algún día iré a Buenos Aires, caminaré hasta el parque Lezama y me sentaré en cierto banco cercano a la estatua de Ceres, donde hace ya tanto se sentó el muchacho que dio cuerda a la historia. Un mínimo tributo a quien desde entonces considero mi amigo.
*Juan Carlos Díez Jayo (Bilbao, 1966) es Licenciado en Bellas Artes. Recientemente acaba de publicar su primer libro, Libros malditos, malditos libros (Piel de Zapa, 2013), que a pesar de su título es una declaración de amor a la literatura.