Penas y personas, más allá del muro.
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
«Abrid escuelas y se cerrarán cárceles», afirmaba con convicción la escritora gallega Concepción Arenal a finales de un ya lejano siglo XIX. Las palabras de Arenal adquieren hoy un valor el mismo sentido y la misma relevancia de antes, pues a pesar del tiempo transcurrido, poco hemos aprendido. Amparados por la falsa excusa de un inmediato e imperante ahorro, han dejado de abrir escuelas; masificadas y, padeciendo una reducción de personal, los centros educativos -desde las escuelas hasta los superiores, Formación profesión y universidades- que permanecen abiertos están obligados a cerrar sus puertas a muchos estudiantes: «no hay plazas suficientes», se justifican, olvidando que tras la verja se quedan un gran número de jóvenes, un gran número de futuros adultos, abandonados a la más cruel de las leyes, la ley de la supervivencia. Cuando no hay salida, cuando no se ha conocido ninguna otra realidad que no sea la realidad de la calle -con sus leyes, sus mecanismos de supervivencia y su particular sociabilidad- la delincuencia aparece como una alternativa, para algunos la única alternativa posible, para sobrevivir en una sociedad que, paradójicamente, los ha marginado de antemano. En su libros Penas y personas, 2810 días en las prisiones españolas, editado por Debate, Mercedes Gallizo subraya como la mayor parte de presos que se encuentran en prisiones españolas tiene en sus espaldas delitos menores, la mayor parte de las veces, delitos vinculados al tráfico de drogas. «La mayoría de los presos», afirma Gallizo en las primeras páginas, son personas pobres, en muchos casos enfermas, a quienes la prisión refuerza su condición de marginalidad y con muy poco apoyo y oportunidades reales de rehacer su vida». Aquel ideal de reinserción que, en su todavía tan iluminador libro, De los delitos y de las penas, proclamaba el italiano Cesare Beccaria queda lejos de la realidad; era un ideal para el ilustrado italiano y, a partir de las palabras de Gallizo, bien podría decirse que lo sigue siendo todavía hoy, pues para muchos la prisión es la definitiva condena a una vida vinculada a la marginalidad y a la delincuencia». En estos días de escándalos de corrupción, malversación y cohecho, la incredulidad y la desconfianza frente a la justicia y, sobre todo, la cínica convicción de que los grandes delincuentes nunca van a recibir la condena merecida, impregna a una ciudadanía golpeada por la peor de las crisis. Si, por una parte, la cárcel representa para muchos una realidad otra, marcada por la inseguridad, a la que es preferible no dirigir la mirada, por otra parte, la prisión es el castigo de todos aquellos que, a pesar de sus pequeños delitos, no tienen el amparo de quienes ocupan determinadas posiciones socio-económicas.
Son pocos los ladrones de cuello blanco que comparten celda con otros presos, denominados, y ya el nombre es de por sí significativo, presos comunes. Es suficiente con analizar, afirma Gallizo, «la desproporción que existe entre la penalización de los grandes delitos y la que se aplica a los pequeños delitos» para comprender «mejor por qué las prisiones están llenas de personas marginadas, pobres, enfermas y con carencias de todo tipo». Sin embargo, todavía hoy, quienes tendrían las facultades y el poder para hacerlo, no ponen en cuestión dicha desproporción; mientras la impunidad sigue amparando a quienes, ostentando cargos institucionales, malversan dinero público, los delitos vinculados a la pobreza y a la marginalidad -desde pequeños robos hasta el trapicheo con drogas- son penalizados con condenas que, sumándose unas a otras, encierran tras las a los responsables durante diversos años. No se trata de justificar dichos delitos, el delito en sí nunca es justificable; se trata, sin embargo, parafraseando a Concepción Arenal, de odiar el delito, pero de compadecer el delincuente, puesto que, como ilustra Mercedes Gallizo a lo largo de su libro, la prisión es el retrato, menos agradable, pero, a la vez, uno de los más fiables, de nuestra sociedad.
En 1975 Michel Foucault publicaba Vigilar y castigar, un ensayo en el que recorría la historia de los sistemas penales en la cultura occidental desde la Edad Media hasta la actualidad; en esos mismos años, puede que algo posteriormente, Foucault definía las prisiones como heterotopías, es decir, como espacios otros que, alejados de la cotidianidad comúnmente aceptada y de las reglas que la rigen, encerraban precisamente aquello que la realidad no acepta pública y abiertamente. Con Penas y personas, Mercedes Gallizo se adentra, precisamente, en estas realidades otras, se adentra en la demasiadas veces ignorada realidad de las prisiones. Recuperando las cartas que los presos le hicieron llegar durante los ocho años en los que fue responsable del sistema penitenciario español, Gallizo realiza un retrato sociológico, no exento de un análisis crítico, del sistema penitenciario español. A través de Penas y personas, el lector podrá traspasar el muro que lo separa de las prisiones y, a la vez, el muro que lo atrapa en aquellos prejuicios que le impiden ver con objetividad y, ¿por qué no?, con crítica conmiseración, la realidad que se esconde tras las rejas de la cárcel.
Mercedes Gallizo recupera el legado de Concepción Arenal y de Victoria Kent, con Penas y personas desmiente los tópicos solamente producidos por la ignorancia y -si, confesémoslo- por un cierto grado de desprecio y temor; Gallizo da voz a los protagonistas, a los siempre silenciosos y anónimos protagonistas, cuyas vidas, marcadas en gran medida por la miseria, la enfermedad, el abandono del propio país y la desesperación, han adoptado la dirección errónea, una dirección que tenía como primera parada el delito y como última la condena.
Mejorar las condiciones de las prisiones, humanizarlas es dar el auténtico sentido a la institución penitenciaria, el de ser una institución que, juntamente con el castigo, ofrezca a los que allí residen una nueva posibilidad, una alternativa. La prisión, se lee a lo largo de todo el libro de Gallizo, no debe abocar nuevamente a los presos a la delincuencia, como en tantas ocasiones sucede; la prisión debe ser una necesaria parada para conseguir una reinserción de individuos que sueñan, la mayoría de ellos, de conseguir la libertad para así reconstruir una existencia rota y fragmentada desde demasiado tiempo atrás. Se pojaron cambios, Gallizo los fomentó; fueron diversos, algunos de grandes, otros más pequeños, pero todos perceptibles; todavía hay mucho camino por hacer, pero para poderlo recorre es necesario creer en los cambios «inspirados por el humanismo y por la razón», capaces no sólo de mejorar las prisiones, sino de fortalecer y dar legitimidad al sistema penitenciario. Mercedes Gallizo cruza los muros, da voz a sus tristes protagonistas, dándoles esa humanidad y mostrándoles ese respeto que nunca se les tuvo que negar. Gallizo da sentido, una vez más, a las palabras de Concepción Arenal: «odia el delito, pero ten conmiseración del delincuente».