Frankie y la boda
Frankie y la boda. Carson McCullers. Austral, 2013. 239 pp. 7.95 €
Por Sara Roma
Un día, cuando la pequeña Carson McCullers (Georgia, 1917—Nueva York, 1967) tenía solo cuatro años vivió una experiencia que la marcaría para toda su vida. Pasó por delante de un convento que tenía las puertas abiertas y que mostraba una estampa idílica para cualquier niño: en su interior habían niños que comían helados y que jugaban en columpios. Carson quedó fascinada y quiso entrar, pero su amiga le dijo que no podían porque no era católica. Al día siguiente, volvió a pasar por la misma calle pero lo encontró cerrado. Desde entonces, nunca dejó de pensar en aquella fiesta de la que había sido excluida: el mundo que fue descubriendo (las gentes, las calles, los colores, etc.) era algo alejado e inalcanzable, como si fuera una fiesta a la que nadie le había invitado a asistir.
Esta experiencia fue sin duda el germen de Frankie y la boda (Austral, 2013), el relato particular de las ilusiones y la decepción de una niña de doce años ante la boda de su hermano mayor que hasta entonces había sido su compañero de juegos, pero que ahora se ha convertido en un apuesto soldado a punto de casarse y entrar definitivamente en la esfera de los mayores. Frankie hará todo lo que sea para marcharse con él.
Cuando escribe esta novela Carson McCullers es una escritora consagrada. Su primera obra, El corazón es un cazador solitario (1940), escrita con tan solo 22 años, supuso un éxito sin precedentes en la narrativa norteamericana. Lo mismo sucedió con Reflejos en un ojo dorado (1941), que terminó en solo dos meses y que fue una verdadera obra maestra en su género. Sin embargo, Frankie y la boda no siguió la misma estela. Su escritura, además, fue un proceso creativo lento y doloroso. Trabajó durante cinco años, a lo largo de los cuales redactó seis versiones distintas. La primera vez que apareció fue en la revista Harper´s Bazar en 1946. Alentada por su amigo Tenesse Williams, decidió llevarla a los escenarios y convertirla en una obra de teatro y una fallida adaptación musical, que no desalentaron al propio Fred Zinnemann para dirigirla en la gran pantalla en 1953. Sin embargo, no comprendo por qué pasó sin pena ni gloria para el público y los lectores; los mismos que se habían emocionado una década antes con la sensibilidad poética con la que describió el ambiente de una pequeña ciudad sureña habitada por personajes solitarios y marginados, rechazados por una sociedad que los ignora. Esta novela, reeditada por Austral, es una muestra del talento de McCullers y merece ocupar un puesto de honor entre los clásicos contemporáneos.
Es mucho más fácil, pensaba ella acordándose de Berenice, convencer a los desconocidos de que van a realizarse nuestros más entrañables deseos, que a las personas que tenemos en nuestra propia cocina.
La novela gira en torno al tema de la pubertad y la entrada en la edad adulta. A pesar de sus doce años, Frankie se ha desarrollado bastante rápido y ha sido excluida de su grupo de amigos. Frankie y la boda es la aventura personal, valiente y romántica de una niña que lucha hasta adaptarse a esa crisis que supone la entrada en la pubertad y el paso a la adolescencia: las normas y el mundo en el que había vivido se tambalean. Frankie se siente en tierra de nadie porque, a pesar de que ya no es una cría, percibe que todavía le está vetado entrar en la esfera “de los mayores”. Se siente, por tanto, en tierra de nadie. Es incluso pequeña para participar en las fiestas de la vecindad que se realizan en un club al que acuden chicas de entre 13 y 15 años. Para Frankie el mundo es repentino y pequeño y tiene la sensación de que el universo ha confabulado para abandonarla en un rincón de la cocina, aquellos días de verano previos a la boda de su hermano. Todos pueden invocar un “nosotros” excepto ella.
Frankie ansía irse a vivir con el joven matrimonio y conocer el mundo que se abre como una promesa y que está lejos de su antigua casa sureña. Este es su sueño y así se lo comunica a su negra ama de llaves, Berenice, que se revela como el personaje clave de esta novela que la ayudará a aceptar su nueva condición: aunque queramos abrirnos paso y campar libremente, «cada uno de nosotros está como prisionero de sí mismo». Al final, el corazón sigue siendo ese cazador solitario.