Zoe la Roja
Por Miguel Ángel Montanaro. Cuando le pido cita a Alfonso, mi peluquero, siempre perpetro al teléfono el fragmento más conocido del Aria de Fígaro del Barbero de Sevilla.
–…Navaja y peine, pinzas y tijeras. Fígaro, Fígaro, Fígaro ¡Figaroooo!…
–Dime. Petardo –suspira resignado en su condición de santo varón.
–Me paso el martes a las once.
–Tiene que ser el viernes. Tengo la agenda completa.
–Va a ser el martes, o me chivaré a Edurne de que fumas en el cuarto de baño -amenazo.
Edurne es su socia. Él corta el pelo a los hombres en la planta superior de la peluquería, y ella, hace lo propio con las mujeres en el piso de abajo.
Ante la posibilidad de que Edurne se entere de su fumeteo clandestino, Alfonso, acojonado, me hace hueco. Y es que las mujeres del norte mandan mucho, y lo hacen con una autoridad inherente a su condición femenina.
Si quieren ustedes saber más del plano antropológico de la cuestión, léanse el descacharrante ensayo del genial Oscar Terol, titulado: “Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta de maridos”. Ed. Aguilar.
Cuando llega el día fijado y me siento en la butaca, ya con ese babero anudado al cuello que nos hace parecer a todos tan ridículos, Alfonso y este servidor de ustedes, nos contamos nuestros proyectos. Entre los artistas debemos llevarnos bien. ¿No les había dicho? Alfonso, además de un maestro con la tijera, es trompetista.
Y de los buenos.
–¿Qué tal el último concierto, Alfonsito?
–Estamos sonando bastante. Ahí andamos. Oye y tú muy inspirado ¿no? Te leo en Culturamas. Ya te va bien la cabeza para ser hombre.
–Sí. Gracias. Pero nunca llegaré a alcanzar la potencia intelectual de las tías. Soy hombre y por lo tanto, no puedo teclear una columna y masticar chicle al mismo tiempo. La cabeza no me da para tanto.
–Y lo competitivas que se han vuelto. Preséntate a una oposición donde compita una sola mujer y si tienes cojones, le mejoras la nota –apunta.
–Ya te digo. Eso, sin hablar ya del tema de la liberación sexual. Antes, siempre tomábamos nosotros la iniciativa. Hoy, yo me tropiezo con una despedida de soltera por la calle y cambio de acera.
–Están desatadas.
–Doy fe. Lo peor es que, además de su inteligencia natural, su sensibilidad y su resistencia al dolor, las tipas han tenido desde siempre otras armas contra las que los hombres no podemos luchar.
–Explícate, pero ojo con lo que dices. A ver si te va a oír Edurne –murmura.
–Vale, pues dale al chiqui-chiqui de la tijera y yo, bajo la voz, que te voy a contar una anécdota sobre una chica que conocí hace años…
Verás, en los noventa, viví durante un par de años en Alicante.
Por lo general, me las tomaba en el Barrio, en el Jamboree, concretamente; y me daba los baños en San Juan y también, si iba escaso de tiempo, en el mismo centro, en la playa del Postiguet.
En esta última playa conocí a Zoe, una alemana que se instaló allí con unos fumaos que vendían baratijas –y si les venía bien para terminar el mes, también pasaban alguna china de chocolate–, aunque dudo mucho de que tuviesen idea del día del mes en el que vivían. Me atrevo a decir incluso, el año en el que vivían.
La chica era una monada pelirroja, rondaría los veinte años y estaba neumática.
Al vuelo me pareció una Janis Joplin rediviva y tuneada, más pija que grunge; pero cuando la vi, enfundada en aquellos cortitos pantalones vaqueros, con su pin del Ché enganchado en el tirante del sujetador del bikini, se me alegraron todos los órganos internos y uno externo.
El primer día que charlé con ella, le eché unas monedas cuando terminó de rasguear su guitarra interpretando Montecito Boliviano. Después, se trabajó una versión bastante indecente de Ojalá, de Silvio Rodriguez y como de aquella, yo estaba aún más guapo, más terso y más sexy de lo que estoy hoy en día –si es que puede darse esa posibilidad–, decidí entrarle, cuando iba a darle caña a la popular: con las barbas de Fidel.
Al fin y al cabo, en ese momento, yo era su único espectador.
Me contó que viajaba de un lado para otro sin rumbo fijo. Se había peleado con su padres y vivía la vida sin otro interés que el de disfrutar cada momento como si fuese el último.
Le pregunté si no le preocupaba su futuro.
Zoe rio antes de confesarme que ese no era su problema, sino el problema del sistema. Que los estados debían procurar la felicidad de los ciudadanos. Además, ella estaba fuera del alcance de la marginalidad si las cosas se ponían crudas. Su padre –reconoció–, era un eminente cardiólogo con un par de clínicas en la Selva Negra que le habían convertido en un hombre riquísimo.
De hecho, según me reveló Zoe, su papá operaba también en algunas clínicas españolas, por lo que tenían propiedades en Canarias y en Alicante, ya que pasaban seis meses al año en nuestro país.
La muchacha me contó que sus ideales no estaban reñidos con la fortuna familiar, tan era así, que en el grupo de hippys en el que se movía en esos días, la conocían como Zoe la Roja, por su incansable activismo de izquierdas.
Aquello me sentó peor que una crónica rosa en ayunas, porque de aquella, yo estaba más tieso que la mojama, y le eché un discurso bastante rencoroso sobre su estilo de vida, bien asegurado por los millones de su progenitor.
Le recordé, que solo pueden envanecerse de ser de izquierdas, los que por un motivo u otro, han alcanzado una posición acomodada en la vida, sean políticos, intelectuales, sindicalistas o periodistas a sueldo; pero que el currante que tiene que mantener a la familia o pagar el techo bajo el que se cobija, en una diaria provisionalidad, no puede permitirse según que discursos, por mucha razón que tenga y por mucho que sufra en sus carnes el mordisco del capital.
Le expuse como mejor supe, las bondades de no dejarse atrapar por radicalidad alguna, ni de derechas ni de izquierdas, sobre todo por estas últimas, ya que, como le apostillé, en los regímenes marxistas, al ciudadano, no se le permite expresar de manera libre su propia individualidad; mientras que en el nefasto capitalismo salvaje, al menos, uno puede manifestarse en contra del sistema sin verse conducido a un campo de reeducación.
Ella escuchó paciente mi perorata. Se lió un porro con un Marlboro y después de darle un buen trago a su Coca-Cola, me lanzó una sentencia irrebatible.
–Todo lo que tú quieras, pero el capitalismo es una mierda.
El debate subió de tono y quedamos como enemigos ideológicos irreconciliables.
Es más, le dejé entrever que su visión de la vida, me parecía infantil y necesitada de unos buenos años de trabajo y esfuerzo sin el apoyo paterno, para que valorase con más tino la realidad a la que parasitaba.
Me puse bastante pedantito y llegué a decirle que su compañía no me aportaba nada. Ella me miró con una expresión preñada de conmiseración, se levantó y se desprendió del pantaloncito, después dio unos pasos hacia la orilla y se soltó el sujetador del traje de baño.
Sé que cometo un grave error si caigo en la sobre adjetivación, pero es que nunca podré olvidar aquellas tetas teutónicas, prietas, pecosas y revolucionarias.
–¿Vienes al agua y hacemos las paces? –Ronroneó melosa como si fuese francesa en lugar de alemana.
Y recuerdo, que al segundo, abjuré de mis principios.
–¡Voy presto! –clamé al seguirla silbando la Internacional.