Los infiernos de Ulrich Seidi

Por José Luis Muñoz

 

En primer lugar, ¿qué les pasa a los austriacos? ¿Por qué llegan a ser tan especialmente morbosos en todo lo que hacen? Y no hablo de aquí y ahora, porque esto viene de lejos.

Bien. Viena fue la cuna de Sigmund Freud. Salzburgo alumbró a Mozart. Pero Austria dio al mundo, además de los almibarados valses de Strauss, un cabo austriaco y frustrado pintor que resultó letal para la humanidad. Pero también a Billy Wilder, por ejemplo, y a Otto Preminger, que tuvieron que desarrollar su talento en Hollywood precisamente por culpa del cabo austriaco. Literariamente conozco escritores austriacos que me inquietan, y mucho, por su forma de escritura y lo que dicen. A Arthur Schnitzler, cuyo Relato soñado adaptó Stanley Kubrick en su última película Eyes Whide Shut, se le suele considerar el alter ego literario de Sigmund Freud. Schnitzler era un escritor atormentado que incidía en sus obras en los retratos psicológicos complejos de sus personajes. El lapidario, y genial, Thomas Bernard era de los que no dejaban títere con cabeza y cordialmente odiado por sus compatriotas por el escaso amor a Austria. Si voy a lo estrictamente personal nunca he tenido tanta sensación de frustración, tristeza, amargura y desesperanza como durante los tres días que pasé en Viena, en invierno, buscando un Danubio azul que era ocre, feo y ni siquiera pasaba por la ciudad: los camareros no me daban mesa, la recepcionista del hotel no me atendía, la guía turística montó una bronca descomunal con el conductor del autocar después de despotricar contra los rusos, el tipo de los ascensores de la catedral me miraba como si yo fuera un judío y él un secuaz del cabo austriaco…La ciudad era bonita, fascinante, pero me transmitía inquietudes parecidas a las que Carol Reed, u Orson Welles, en El tercer hombre. Eso sí, en Viena había infinidad de mujeres hermosas, envueltas en pieles (La venus de las pieles, de Leopold Von Sacher Masoch, padre del masoquismo, y ¡vaya!, otro austriaco!)  y el mayor porcentaje de sexshops y puticlubs por metro cuadrado de Europa, algo que quedaba reflejado también en la película póstuma de Kubrick (ese Nueva York de estudio era en realidad Viena) en donde salía un elenco de espectaculares y gélidas prostitutas rubias que parecían clones unas de otras y salidas de un casting de Helmut Newton, este no austriaco, pero australiano de origen alemán. Quizá todo tenga una explicación más simple e histórica: el desmoronamiento del imperio austro-húngaro pesa todavía sobre los austriacos que no acaban de digerirlo.

Paraiso¿A qué viene todo eso? A que a Michael Haneke, otro austriaco, para variar, le ha salido un competidor en cuanto a causar el incomodo del espectador: Ulrich Seidi. Estos días se pueden ver en los cines su inclasificable trilogía que responde al genérico título Amor, que lleva a engaño porque ese sentimiento no se ve por ninguna parte, y que ya ha producido algún que otro descosido en las vestiduras de críticos cinematográficos (Carlos Boyero, entre otros, lo detesta cordialmente).

Soy de los que piensan que hoy en día un cineasta como Nagisha Oshima, desaparecido este mismo año, no habría podido rodar su Imperio de los sentidos. O que ningún cine se habría atrevido a proyectar Saló de Pasolini por miedo a que fuera pasto de las llamas. Según dejamos atrás el siglo pasado y avanzamos por éste cada vez somos un poco más provincianos y monjiles.

¿Qué tiene Ulrich Seidi que produzca tantos sarpullidos? La mirada. Una mirada nada complaciente que no huye de lo poco estético; del cuerpo de esa madre obesa de Paraíso. Amor que acude a Kenya buscando sexo; de la fanática hermana que quiere expandir la fe católica entre sus vecinas en Paraíso. Fe, o de esa adolescente con problemas de sobrepeso, la hija de la primera, que acude a un campamento dietético a perder kilos y tiene una mala experiencia amorosa en Paraíso. Esperanza.

Lo desconcertante, e incómodo, de las imágenes de Ulrich Seidi, un cineasta tan próximo a Haneke como a Lars Von Trier en su desnudez formal y en el poco respeto que le merece el espectador, es su cariz documental. La cámara, como el objetivo de Gran Hermano, hurga en las miserias de sus poco edificantes personajes con los que el espectador no establece ni el más mínimo atisbo de empatía porque carecen de carisma y cualidades humanas. El espectador llega a preguntarse: ¿es cine o está pasando? 

paraiso2Cuatro turistas sexuales alemanas, pasadas de peso y copas, manosean, porque los dólares les dan ese poder, a un asustado prostituto masculino negro desnudo al que humillan para divertirse. Quizá esa imagen perturbe más al espectador que está acostumbrado a que sean cuatro tipos barrigudos ahítos de cervezas los que soben a una jovencita. Un médico siente una morbosa atracción por su jovencísima paciente que acude a su consulta para insinuarse en Amor. Esperanza. O un par de adolescentes quieren abusar de la chica en su estado de semiinconsciencia en ese final de la trilogía. Pinceladas que hablan por sí solas de las tres películas.  

No hay ningún tipo de condescendencia en la trilogía de Ulrich Seidi, y esa quizá sea una de sus virtudes. Las turistas sexuales tratan a los negros como esclavos, pero los negros las consideran a ellas unas solemnes estúpidas, unas putas despreciables a las que les sacan el dinero con cuatro arrumacos. Se explotan y se engañan mutuamente. El médico de Paraíso. Esperanza, quizá uno de los personajes más morboso de la historia del cine con permiso de James Mason en la Lolita de Kubrick, está a un paso de violar a la adolescente cuando ésta pierde el conocimiento, pero se contiene luchando contra su instinto y se limita a olisquearla entre las piernas como un perro.

paraiso3No hay personajes atractivos en el casting de esa trilogía. No los quiere Seidi y está en su derecho a ofrecernos esa trilogía irónica y feísta cuya crudeza puede escandalizar a muchos. Van todos mal vestidos, salvo el elegante médico de la tercera parte, tienen conversaciones vulgares y sus vidas no interesan. Los Amores de Seidi parecen una apología de la vulgaridad humana para que nos avergoncemos de nosotros mismos como especie humana. Y no nos cuenta el austriaco una historia, el guion de la trilogía es bastante anodino y reiterativo (las turistas van cada día a broncearse a la playa; las chicas obesas hacen sus ejercicios a golpe de silbato del instructor), sino que nos obliga a acompañarle en sus paseos por los dormitorios de las chicas obesas  de ese campamento dietético que hablan de comida y sexo, o por las camas de los hoteluchos kenyanos en las que las mujeres obsesas compran sexo pero no parecen disfrutar de él. Sin encanto y sin calidad humana las mujeres de la trilogía no son más que pedazos de carne que sufren en el camino que ellas mismas han elegido. Seres sin el más mínimo interés, con existencias anodinas y mediocres que adquieren relevancia al deambular ante nuestros ojos de la mano del director que las saca de la invisibilidad.

Salgo del cine, aturdido, inquieto y con mal sabor de boca,  y me viene a la cabeza otro austriaco por parte de abuelo aunque nacido en Gran Bretaña. Este pintor. Uno de mis favoritos: Lucien Freud. Nadie como el nieto de Sigmund Freud retrató la decadencia del cuerpo humano que es también la de su alma. Seidi lo hace en cine.

                                                                                        

*José Luis Muñoz es escritor. Ha publicado en 2013 las novelas La doble vida (Suburbano Miami) y El secreto del náufrago (Ediciones del Serbal). El 4 de octubre presenta en el Café Salambó de Barcelona su libro 37, una novela negra y futurista titulada Ciudad en llamas (Neverland)

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