'Quai d'Orsay', de Lanzac y Blain. Desmontando géneros
En la reciente renovación del cómic, auspiciada por el éxito editorial y formal de la novela gráfica, tienen mucho que decir los herederos franco-belgas de la línea clara clásica. La vía elegida por los herederos de Hergè, Jacobs y Franquin ha sido tan heterodoxa como fructífera. En vez de arrancar de las líneas perfectas moduladas, los colores planos y la devoción por el misterio aventurero de sus padres putativos, los nuevos autores franceses, nacidos de la independencia y del amparo de editoriales desprejuiciadas, como l’Association, han optado por seguir un camino mucho más libre y radical que planta sus raíces en el esquematismo de Hugo Pratt, el trazo sinuoso de Crepax y la poesía visual expresionista de Baudoin; su más directo antecedente. Tres maestros para una camada de genios.
Sorprende constatar cuantos puntos de contacto existen entre la obra de Larcenet, Sfar, Trondheim, Blutch, Blain y el aún jovencísimo Bastien Vivès, por ejemplo. El italiano Gipi también tendría un carné honorífico dentro de esta nueva generación de fantásticos dibujantes y guionistas. Todos ellos se han decantado, en un momento u otro de su obra, por un estilo gráfico fluido y sintético, por una línea de dibujo que se identifica con un expresionismo en ocasiones cercano al esbozo y por una búsqueda de la expresividad máxima a partir de un número reducido de elementos. Todo ello subrayado por una audaz experimentación formal y un poderoso simbolismo que denotan un conocimiento exhaustivo de los mecanismos comicográficos y el deseo ferviente de superar las convenciones clásicas que los regulan.
Cristophe Blain es uno de los representantes más valiosos de esta nueva Línea Clara Expresionista. En sus obras, el francés demuestra un enorme talento plástico y una capacidad infinita para la deconstrucción genérica. Si para muchos críticos y lectores Isaac, el pirata fue una verdadera revelación (mejor álbum del año en Angulema 2002), trabajos posteriores como Gus, En la cocina con Alain Passard o Quai d’Orsey (de nuevo, premio a la mejor obra en Salón de Angulema de este mismo año), no hacen sino incidir en esa brillantez que venimos señalando. La forma en la que Blain disecciona y pone al día las convenciones genéricas tiene mucho de desmitificación (o humanización) del tópico. A base del humor, la gestualidad y los diálogos, el francés consigue que una historia tradicional de piratas (Isaac, el pirata) o un western (Gus), en los que no falta ni uno sólo de sus ingredientes tradicionales, se conviertan en aventuras de andar por casa protagonizadas por tipos tan normales y poco ideales como podamos serlo cualquiera de sus lectores. De esta forma, en los tebeos de Blain, el humor, el absurdo existencial y los pequeños gestos cotidianos se dan la mano con esos grandes acontecimientos históricos que modelan una buena tragicomedia literaria.
Así, después de haber colocado a ras de suelo a Alain Passar (una de las grandes estrellas de la cocina gala) en Quai d’Orsay, Blain se empeña en desmontar/deconstruir el glamour de la alta vida política francesa. Lo hace a partir de un equilibrado y muy inteligente guión realizado a medias con Lanzac (el pseudónimo de un exconsejero del exministro francés, Dominique de Villepin), que encaja como un guante en el estilo fluido y ágil de Blain, apoyado en una organización libre, poco expuesta a los rigores de la linealidad narrativa. Gracias a la combinación de los dos talentos, la obra (publicada originalmente en dos volúmenes) adquiere ese aire expresionista y fragmentario que tan bien les sienta a los cómics de Cristophe Blain.
Le quai d’Orsay es uno de los muelles del río Sena, pero también es el nombre que recibe el Ministerío de Asuntos Exteriores de la República Francesa, el escenario del cómic que nos ocupa. A través de sus páginas, asistiremos a las cómicas andanzas y desvelos cotidianos de Arthur Vlaminck, el joven escritor cargado de nobles valores morales que entrega su colección de códigos éticos al monstruo de la alta política profesional cuando decide aceptar un puesto de trabajo, como encargado de los lenguajes, junto a Alexandre Taillard de Vorms (álter ego apenas disimulado de Dominique Marie François René Galouzeau de Villepin, un personaje a quien, supuestamente, Lanzac debió de conocer bien durante los años que trabajó a su servicio).
Partiendo de la dupla Vlaminck-Lanzac / Taillard de Vorms-Villepin, el relato disecciona con el ácido bisturí del humor irreverente el nódulo tumefacto de la burocrática y no siempre inteligible vida política en palacio. En su recorrido caótico y vertiginoso por los pasillos, las oficinas y asesorías del Quai d’Orsay, la obra de Blain y Lanzac alcanza momentos de verdadera hilaridad. Asistimos a las intrigas pergeñadas por los ambiciosos burócratas al servicio de la máquina estatal. Constatamos las intrincadas relaciones nacidas en la cueva de despachos, oficinas, puestos oficiales y cargos subordinados que abarrotan los pasillos del ministerio. Y, sobre todo, nos reímos con la personalidad extravagante, magnética, egomaniaca y avasalladora de Alexandre Taillard de Vorms, el superministro que, sólo aparentemente en un segundo plano, protagoniza el cómic de principio a fin. Por momentos, el lector entiende que la personalidad (la cabeza) de este hombre excesivo es tan intrincada como los pasillos que habitan sus subalternos; unos pobres hombres, en su mayoría, que supeditan su vida privada a una existencia satélite alrededor del gran sol que alimenta sus pequeños egos (y que en casos como los de Arthur Vlaminck llegan a poner en serio peligro las relaciones personales privadas de sus protagonistas). Hilarantes son los episodios de la comitiva francesa en Nueva York, durante las reuniones de Naciones Unidas, aunque al mismo tiempo espeluzna constatar cuan frágiles e improvisadas son las certezas que mueven las trascendentales decisiones de nuestros gobernantes.
Quai d’Orsay es, en definitiva, uno de esos cómics que hay que leer si queremos saber por donde avanza el medio en nuestros días; una novela gráfica cargada de ideas narrativas y soluciones visuales que revelan a las claras que el del cómic es un lenguaje que no deja de crecer y enriquecerse con cada nueva aportación de autores como Blain, Sfar o Blutch. El cómic, un medio, un lenguaje.
Dicho lo cual, en el Festival de San Sebastián de este año, tendremos la ocasión de disfrutar de la adaptación cinematográfica del este cómic, nada menos que a manos de Bertrand Tavernier y sobre un guión de los mismos autores. El juego interdiscursivo promete.