Saber irse
Por Miguel Barrero. Uno viene pensando que en España lo habitual empieza a ser que las etapas políticas se finiquiten a golpe de partes médicos. Treinta y muchos años después de que los informes consuetudinarios de los galenos transmitieran, en estudiado diferido, la agonía del anterior baranda del Estado, todo parece indicar que antes o después asistiremos a un revival de aquel cardiaco noviembre de 1975 en el que, de haber existido Twitter, el detalle de las heces en forma de melena se habría convertido ipso facto en radiante trending topic. Ahora, como entonces, unos legisladores perezosos y unas estructuras no sé bien si inmovilizadas o inmovilistas han conseguido convertir un problema privado, como es la salud de un individuo concreto, en una cuestión de alcance internacional. Cuatro décadas después de que las televisiones asediaran las puertas del hospital de La Paz, asistiremos a la perpetua vigilancia de la entrada a la clínica Quirón con una estrambótica sensación de déjà-vu aderezada por esa inamovible constatación lampedusiana de que nosotros, los de entonces, sí seguimos siendo un poco los mismos, aunque falte en el desfile un marqués de Villaverde y tampoco resulta probable que Mariano tenga cuajo para deshacerse en lágrimas si se viera en el brete de amargar la merienda de los españoles con una mala noticia.
Cada vez está más claro que el principal problema de este país tiene que ver con que la gente no sabe irse de los sitios. Ni del Gobierno, ni de la oposición, ni de la portería del Real Madrid. Todo Dios se atrinchera en su statu quo como si le fuera en ello la vida, acaso porque entienden que no hallarán una luz más hospitalaria que la que ya les ilumina o porque sospechan que, una vez despojados de los oropeles que los cubren, se verán incapacitados para dar el pego en otro sitio. Una vez, un alto cargo con experiencia en estas lides me contó que lo más jodido de abandonar el poder era que al día siguiente, y de manera automática, dejaba de sonar el teléfono. Yo no creo, sin embargo, que el Rey se resista a abdicar por miedo a que Corinna se olvide repentinamente de su número, ni que tema que su hijo le desaloje de Zarzuela una vez que le dejen acostumbrarse a las mieles del trono. Me suena más bien a lo que nos pasa, sin ir más lejos, a los periodistas y a los escritores, que cuando no tenemos cerca un ordenador nos sentimos tan perdidos como Rouco Varela ante las instrucciones de su nuevo Pontífice. Entiendo que Juan Carlos es incapaz de imaginarse entregado a otras labores, cualesquiera que éstas sean, y que le cuesta resignarse a dejar pasar lo que le queda de vejez paseando apaciblemente con sus nietos por los jardines de palacio. Nada que deba mosquearnos demasiado: si Rajoy no fue capaz de abandonar su puesto como registrador de la propiedad en Santa Pola, por qué no iba a hacerse fuerte un tipo que ciñó corona sin apenas oposición y la ha mantenido sin despeinarse gracias a su proverbial facilidad para la contemporización y a su campechanía. En realidad, quedan pocas cosas nuevas bajo el sol. El único consuelo radica en que, esta vez, los partes médicos vendrán firmados por un señor de Mondoñedo, y acaso eso imprima un cierto deje cunqueiriano al asunto. Menos da una piedra.