61 Festival de San Sebastián: Día 6
Por David Garrido Bazán.
SAN SEBASTIAN 2013 – J06 – THE RAILWAY MAN, CLUB SANDWICH, A TOUCH OF SIN, HELI
Vivir en el pasado conlleva sus riesgos. Tomemos por ejemplo a Eric Lomax, el protagonista de The Railway Man (Un Largo Viaje en España). Con el rostro y la elegancia natural de Colin Firth transmite serenidad, tranquilidad, cierto aire encantador. Así seduce, en un viaje en tren, a Nicole Kidman, que cae rendida a sus pies y se casa con él a las primeras de cambio. Hasta aquí parece que estemos en el terreno de una encantadora comedia romántica pero el drama asoma la patita por la esquina en cuanto Lomax empieza a tener furiosas visiones de un pasado vivido en un campo de trabajo japonés durante la II Guerra Mundial que parece haberle dejado cierta huella. Y allá que va la Kidman a desentrañar ese pasado interrogando a veteranos de guerra que fueron sus compañeros porque, claro, Lomax no suelta prenda. El flashback es inevitable. Y en este caso un tanto agravado, porque a poco que uno haya visto Feliz Navidad Mr. Lawrence o El Puente Sobre El Rio Kwai sabe de qué va la cosa: guardianes japoneses que le cogen cierto gusto a eso de torturar a sus prisioneros y oficiales británicos que mantienen el tipo ante la adversidad y se prestan a heroicos sacrificios. Como corresponde. Uno reprime las ganas de silbar la melodía durante la proyección y sigue adelante.
Da un poco igual que The Railway Man esté basada en un hecho real. Aquí lo que se trata es de juzgar si una película funciona o no y quizás determinar hasta qué punto es merecedora de formar parte de la Sección Oficial a Concurso de un Festival como San Sebastián. En el caso de la película que nos ocupa, la respuesta es negativa a las dos cuestiones. La torpeza del director Jonathan Teplitzky es tal que ni contando con una historia realmente con potencial para ahondar en las miserias y grandezas de la naturaleza humana ni con el concurso de un actor tan solvente como Colin Firth, consigue que su película interese demasiado al espectador. Para cuando llega el previsible momento álgido del filme – un encuentro entre torturador y torturado que se hace esperar mucho más de lo aconsejable – el director se ve incapaz de sacarle partido. Todo se hace rutinario, farragoso, aburrido, previsible hasta la nausea. Haya o no esperanza o redención para sus personajes, Teplitzky consigue que nos importe o nos conmueva más bien poco. Decía al principio que vivir en el pasado conlleva sus riesgos. Hace dos años la producción británica ambientada en más o menos el mismo periodo bélico era la maravillosa The Deep Blue Sea de Terence Davies. Este año es esto de The Railway Man. Las comparaciones son odiosas. Mejor pasemos a otra cosa.
Fernando Eimbcke es un tipo interesante. Sus dos primeras películas, Temporada de Patos (2004) y Lake Tahoe (2008) nos hablaban de un realizador con un estilo muy particular, cadencioso, que parecía saber conectar muy bien con ese mundo adolescente que retrata en sus películas, pues en todas ellas siempre hay uno o varios adolescentes por ahí rondando. Hay que tenerle no poca paciencia a Club Sandwich, la película que ha traído a concurso este año, porque esta historia de la relación entre una madre y su hijo adolescente que pasan unos días de vacaciones en un complejo turístico casi fuera de temporada arranca con la sensación para el espectador de que se ha detenido el tiempo. Las relaciones entre las madres y los hijos son así, llenas de silencios y de instrucciones repetidas una y mil veces para no enrarecer mucho la convivencia, incluso cuando la complicidad y la comunicación entre ambos, como es el caso que nos ocupa, sea buena. Los adolescentes, ya se sabe, llevan en su condición la necesidad imperiosa de ir poniendo tierra de por medio con sus padres como parte de su proceso de rebeldía y afirmación. Y aunque Héctor es un chaval tranquilo, reposado, nada problemático, ya va viendo que eso de compartir con tu madre las vacaciones en la piscina o en la playa no mola. Pero nada de nada. Como decía, durante los primeros cuarenta minutos de película uno tiene cierta sensación de ahogo. Club Sandwich podría desmotivar a un hormiguero, rescatando esta afortunada frase escuchada ayer en la película de Tavernier en otro contexto. Uno se remueve inquieto en la butaca, mira el reloj una vez, dos veces, siente que la energía, ese bien tan preciado en cualquier festival, se le escapa a borbotones y se teme lo peor.
Y de repente, sin cambiar el estilo ni el tiempo un ápice, todo cambia. Aparece por allí un tercer personaje, otra adolescente tan receptiva o más que el propio Héctor y comienzan a sucederse situaciones interesantes. Entre el tira y afloja de esos dos chavales que van experimentando con escarceos varios, asoman secuencias construidas de forma tan primorosa que de repente te encuentras riéndote a carcajadas con ellas. La tensión de esa madre que ve como su retoño se hace mayor y se escapa de debajo de su ala en cuestión de horas se nos transmite con una extraña mezcla de resignación, humor y patetismo. Todo lo que Eimbcke ha construido al principio de la película en cuanto a ritmo, encuadres, reiteraciones y alargados planos fijos cobra pleno sentido. La película crece, crece y crece de forma imparable. Y tú te remueves nervioso en el asiento pero ahora algo molesto contigo mismo por la poca confianza que le has dado al principio. Es una mezcla entre maravillado y asqueado por la tu propia falta de fe. Cuando la película termina, a un nivel realmente alto – hay un plano de esa madre acercándose a la intimidad de su hijo como por última vez, como despidiéndose de él, que es prodigioso – concluyes que sí, que el tal Eimbcke sabe bien lo que se hace. Que igual eres tú el que está ya algo cansado a estas alturas como para saber apreciarlo. A ver qué dice el Jurado.
La jornada transcurrió entre México y Cannes. Además de Club Sandwich, la sección de Horizontes Latinos nos permitió disfrutar – todo un eufemismo conjugar este verbo – de Heli, la película presentada en Cannes que generó no pocos chascarrillos sobre lo que le habría parecido a Spielberg una escena de tortura en la que a un chaval le queman los genitales. Au. Spielberg respondió dándole a Amat Escalante el premio a la Mejor Dirección. Y el resto del mundo ojipláticos perdidos. Vista la película, hay que decir que la experiencia resulta estremecedora. La forma en la que Escalante muestra lo fácil que resulta perder la vida en ese México dominado por la violencia, la corrupción y el narcotráfico es para echarse a temblar. Construye Escalante con pulso muy firme su relato, en el que el Heli del título ve como sin tener nada que ver en el asunto, acaba envuelto en un lio de drogas con consecuencias tremebundas. La dichosa escena de la tortura – la más llamativa, pero no la más impactante – puede provocar abandonos tanto de sala como de la más mínima gana de visitar alguna vez ese país. Heli no puede jamás dejar indiferente. Otra cosa es que uno tenga cuerpo para aguantar según qué cosas. Resuelvo como con Eimbcke: a Escalante conviene seguirle la pista ahora y en el futuro.
De Cannes se vino de vacío aunque con excelentes referencias A Touch Of Sin, la última película de Jia Zhang-Ke que nos ha alegrado el día desde Perlas. Había leído mucho acerca del cambio de tercio del director de The World y Naturaleza Muerta, del sorprendente despliegue de violencia del que hacía gala y de cómo su cine podría desde ahí hacerse algo más accesible al público. Sin embargo, aquel que se acerque a Un Toque de Violencia (título español del filme) buscando un Jia Zhang-Ke diferente va a ver sus expectativas defraudadas porque más allá del salvaje primer bloque de las cinco historias encadenadas – que no entrecruzadas – que componen la película que llama poderosamente la atención por su crudeza, lo cierto es que la principal clave de su cine permanece intacta. Esa no es otra que la denuncia constante de lo que Jia Zhang-Ke entiende como los diversos males que atenazan a cada vez más desigual sociedad china. Por las imágenes de A Touch Of Sin desfilan personas buscando como ganarse la vida: prostitutas, camareros, recepcionistas, mafiosos, operarios de fábricas, asesinos a sueldo… Todos ellos en constante movimiento de un sitio a otro, incapaces de encontrar la felicidad, maniatados por un sistema corrupto que los atrapa, los presiona y que, de vez en cuando, les hace estallar en salvajes ráfagas de violencia que son casi como un sistema de autodefensa ante una sociedad ciega y sorda a sus padecimientos.
Zhang-Ke rueda con maestría sus historias, enlaza unas con otras con sutileza y compone un cuadro desolador y terriblemente crítico con su país que imagino que no habrá hecho la más mínima gracia a sus actuales dirigentes. Puede que China sea el gigante económico actual y el motor del futuro en lo que a crecimiento se refiere, pero Zhang-Ke está dando un aviso muy serio: su población tiene serios problemas para encontrar esos mínimos básicos que toda sociedad necesita para ser razonablemente feliz. El último plano de la película, tras más de dos horas de asistir a un buen puñado de dramas cotidianos, con un montón de rostros sonrientes mirando a cámara mientras un actor de teatro de la obra que están viendo les pregunta en off si son conscientes de su pecado, resulta un cierre tan brillante como ilustrativo. A Touch of Sin es una película incuestionable. Y una de las joyas más importantes que nos ha brindado San Sebastián en esta 61 edición cuya recta final ya vamos enfilando.