Un canto (pop) a la diferencia
Por FERNANDO J. LÓPEZ
Pudo haber sido una simple comedia. O una serie de instituto más. O un híbrido sin personalidad que naciese del cruce de ambos géneros. Pero Glee ha sido, desde su origen, mucho más. Claro que no todas sus temporadas han mantenido el nivel de la (memorable) primera. Y se ha echado en falta que los guionistas mimasen a sus personajes y les dotasen de un mayor recorrido que, a menudo, se veía truncado por el abigarrado mundo coral de la serie. Pero, más allá de sus lagunas, Glee ha conseguido crear una galería de personajes de los que resulta difícil no enamorarse y, sobre todo, ha dado voz a problemas y situaciones que no habían tenido un tratamiento tan fresco y natural en la televisión juvenil desde hacía mucho tiempo.
El McKinley se convirtió, desde el episodio piloto, en una suerte de nuevo Camelot hecho por y para perdedores. Un espacio donde ser diferente era requisito sine qua non para formar parte de un grupo que dio lugar a escenas delirantemente cómicas -¿quién no recuerda al equipo de rugby en la versión de Beyoncé?- y a escenas intensamente emotivas -¿a alguien no se le empañó la mirada con la conversación entre Kurt y su padre en la primera temporada? El divismo y los cameos, sin embargo, no siempre han jugado a favor de esta serie que respiraba mejor cuando sus tramas se centraban más en las vidas de sus personajes –narradas desde una óptica que no tenía miedo a lo grotesco ni a lo políticamente incorrecto- y que ahora, sin embargo, se debate en una narración discontinua y poco afortunada: la trama neoyorquina –con personajes que requieren bien una despedida, bien un spin-off- y la trama del propio instituto, en el que, con excepciones como la de Blaine, faltan personajes del carisma y la entidad de la primera promoción.
De todos modos, esta pequeña joya llena de imperfecciones no admite un análisis racional porque, en el fondo, tampoco creo que Ryan Murphy pretendiera plantear una narración compleja y ambiciosa. Su mirada –la de un deconstructor nato, como demuestra en casi todas sus creaciones televisivas- se centra más en el detalle y en lo fragmentario, regalándonos momentos musicales simplemente geniales, gags hilarantes y personajes que, en su histrionismo, dibujan las taras y carencias de nuestra sociedad. En cierto modo, los alumnos de Glee son el reverso orgulloso de los pacientes de Nip/Tuck: si en aquella (magnífica) serie, nos mostraba la necesidad de ocultarnos de nosotros mismos a través de la cirugía plástica, en esta nos habla de gente que aprende no solo a aceptarse sino, más aún, a exhibirse, en un continuo canto por la visibilidad.
En su quinta y nueva temporada, la serie se enfrenta a dos retos de diferente complejidad. El primero y más obvio es la ausencia de uno de sus protagonistas, Finn Hudson, interpretado por el tristemente fallecido Corey Monteith. No solo se trata de un problema de guión –a fin de cuentas, su personaje, como el de Rachel o Kurt, estuvo más que desdibujado en la anterior temporada-, sino de un problema de identidad y de conexión emocional: ¿cómo se afronta, dentro de una serie juvenil, la muerte de uno de sus ídolos? El episodio 3 de esa temporada será el que nos disipe esas dudas y, teniendo en cuenta la capacidad de sus creadores para abordar el drama, podemos esperar que sea un capítulo de los que arrancan océanos de lágrimas.
El segundo reto es encontrar, de una vez, su nueva voz. La inclusión de nuevos personajes no ha terminado de funcionar y los guiones se aferran demasiado a los personajes que ya no están en el McKinley y a la aparición estelar de cantantes y actores como Ricky Martin o Sarah Jessicah Parker, entre otros muchos. A cambio, descuida a alguno de sus mejores hallazgos, como el personaje de Emma o la desaparecida ex mujer de Will, una pequeña joya de neurosis y obsesión que se marchó en la primera temporada. A cambio, hemos tenido presencias mucho más estimulantes, como la de Kate Hudson –protagonista de algunos de los mejores números musicales de la última temporada- o la de Matt Bomer, cuya versión –a coro con Blaine- de Somebody that i used to know figura entre los mejores momentos de la serie.
Discriminación, acoso, soledad, búsqueda de uno mismo, racismo, violencia, embarazos no deseados, amistad, familia, desarraigo, fracaso… La serie es un catálogo de grandes temas servidos desde una óptica pop y desenfadada donde, sin embargo, todo es mucho menos inocente de lo que parece. Y claro que las tramas son repetitivas y que a veces se les va la mano con el moralismo y que el happy-ending no siempre le hace un gran favor a la evolución narrativa. Pero, más allá de todo eso, es un gigantesco canto a la diferencia, a la integración desde la coherencia con nuestras peculiaridades más o menos inconfensables, a la idea de una sociedad donde los prejuicios solo sirvan para ser destruidos. Y solo por eso, por su capacidad para haber conseguido que millones de adolescentes en todo el mundo –y de los que no lo somos pero sí sentimos que lo seguimos siendo- se sientan menos solos, Glee ya se merece un lugar en la historia de la televisión. Veremos si en las nuevas –y dos últimas temporadas- consiguen mantenerlo.●