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PRECISO TIEMPO, NECESITO ESE TIEMPO

Por OSCAR M. PRIETO. Así como el animal vive en un casi permanente estado de alteración, el ser humano tiene la capacidad de ensimismarse. Así lo entendía Ortega y Gasset, aunque para explicarlo, yo recurra a la etimología, ese código genético de las palabras, en el que se atesora toda la información que necesitamos sobre ellas, sin necesidad de recurrir a prolijas y sinuosas explicaciones. Alterado, proviene del latín, alter, que significa otro. Alterado está quien está pendiente del otro. Por el contrario, ensimismado, que deriva fácilmente de en sí mismo, es quien se olvida del otro, de los otros y centra su atención en sí. Según Ortega, los animales, para su propia supervivencia, deben estar en constante alerta, pendientes de su entorno, de todo lo que acecha, es decir, alterados. Por el contrario, el ser humano, puede olvidarse de lo que le rodea y volver la mirada hacia sí mismo, pensar en sí, es decir, ensimismarse. Quizás, este ensimismarse, el ser conscientes de uno mismo, preguntarse quién es uno y qué hace aquí, sea uno de los rasgos diferenciales más propiamente humanos. Aunque, quién puede saber en qué piensa un cangrejo cuando se recoge en los estrechos agujeros de un ladrillo.

Durante el año solemos vivir bastante alterados. Alterados por las ocupaciones diarias, por las preocupaciones cotidianas, por horarios, los plazos, las entregas, las recogidas, por los jefes y los jefecillos, por los subalternos y también por los monosabios, por el temido fin de mes. Alterados, pendientes de todo aquello que no somos nosotros, esto es, lo que es otro, en nuestro hábitat más cercano.  Pero si abrimos un poco más el foco y ampliamos más las perspectiva, el espacio, es sencillo imaginarnos alterados como pequeños roedores, conejillos, presintiendo el peligro muy cerca, quizás detrás de aquellos matorrales o en Bruselas, olfateando a los grandes depredadores, aunque no los veamos. Alterados porque sabemos que allí están, vigilándonos, esperando la ocasión para abalanzarse sobre nosotros y zas. Alterados por los más fieros felinos: los mercados, los organismos internacionales, las autoridades europeas, las primas de riesgo, las agencias de calificación, los altos tribunales, los grandes titulares y, una especie invasora muy reciente, los eres. Sentimos lo que se siente cuando uno es el último peldaño en la escala alimenticia: pánico.

Esto es así durante el año.  En teoría, con las vacaciones, desconectamos, que es otra manera de decir que dejamos de estar pendientes de los otros, de estar alterados. En verdad, necesitamos de ese tiempo. De ese tiempo que Mario Benedetti –en el mismo poema que da título a esta reflexión veraniega-, necesitaba: “… necesito tiempo para mirar un árbol, un farol, para andar por el filo del descanso, para pensar: ¡qué bien, hoy es invierno!, para morir un poco y nacer enseguida y para darme cuenta y para darme cuenta”. Necesitamos, de alguna manera, ensimismarnos.

En principio, las vacaciones son un momento propicio para esta especie de ensimismamiento tan necesario, para este descanso de los otros, para quedarnos a solas con nosotros mismos. Aparentemente es así, porque, en teoría, libres de despertadores, tenemos tiempo, tenemos tiempo hasta para perder el tiempo (que Unamuno diría, es una forma de ganar la eternidad). Sin embargo, a nada que reflexionemos, constataremos que esto ya no es cierto tampoco en vacaciones. Antes de comenzar las vacaciones –meses o semanas antes, según el espécimen- ya las tenemos repletas de planes, sin dejar un resquicio a eso que, en propiedad, se llama tiempo libre: festivales, excursiones, catas, centros de interpretación de fauna y flora, museos y eventos sociales, incluso folklores y algunas procesiones. Todo vale, con tal de no tener un momento para detenernos y quedarnos a solas con nosotros mismos. Pareciera que tuviéramos miedo a detenernos, a sentarnos o tumbarnos en la hamaca, sin nada que hacer, sin ninguna distracción ni ocupación, sin otra compañía que la nuestra, a la que también se le suele llamar por otro nombre: soledad.

Tengo la sensación de que sucede así, últimamente, que durante las vacaciones también vivimos alterados, que ni siquiera durante las vacaciones encontramos un momento para ensimismarnos. Y siento que sea así, ojalá me equivoque, pues si tiene razón Ortega, y ensimismarse es rasgo diferencial de los humanos, me temo que progresamos hacia la inhumanidad. En este sentido. Quizás, también en otros.

Entiendo, que deberíamos valorar cada instante a solas, sólo con nosotros, como la delicia exprimida del tiempo. Es más, lo considero necesario si no queremos perdernos en este vertiginoso torbellino de los días que nos lleva y nos arrastra. Considero necesario conversar sin otro interlocutor que nosotros mismos. Aunque hablemos con nosotros del tiempo, aunque no alcancemos ninguna respuesta o ni siquiera nos formulemos las preguntas. Considero necesario ese tomar consciencia de nosotros mismos, como individuos, como diferenciados de todo lo demás. Sólo así tendremos algo que aportar a la vida en común y a la sociedad. Si no, poco más que bestias o máquinas.

Ensimismados, aunque sólo sea un rato a la hora de la siesta, o al atardecer caminando por la orilla del río o del mar. Conversando con nosotros mismos o en silencio. O, como tercera opción, la elegida por Quevedo cuando se retiraba a la paz de esos desiertos suyos, en los que vivía en conversación con los difuntos y escuchaba con los ojos a los muertos. Esto es: leía.

La lectura, cuando no son títulos que prolongan el estado de alteración, es una buena opción para los tímidos que tienen miedo a conocerse. Es una manera discreta de acercarse a uno mismo y cogerse de la mano. A mí me lleva acompañando desde hace muchos años uno de los libros más deliciosos que se han escrito, en mi opinión. Un libro infalible si se trata de ahuyentar el ruido. No es otro que Las Meditaciones, de Marco Aurelio. Os lo recomiendo. Es un libro único, escrito por el emperador de Roma, el hombre más poderoso del mundo, cada noche en su tienda de campaña, en el campamento de Carnuto, durante la guerra interminable que Roma libraba contra los germanos. Imaginad si tenía motivos este hombre para estar alterado y, sin embargo, cada noche, Marco Aurelio encontraba la serenidad de ánimo necesaria para ensimismarse. Les dejo aquí un par de pasajes de esta obra, especialmente significativos. Aunque cada uno encontrará los suyos.

“Cuando hubieres hecho un favor y otro lo hubiere reconocido, ¿Qué otra tercera satisfacción buscas todavía, como hacen los necios? ¿La de pasar como bienhechor o ser pagado con una recompensa?”

“No es fácil tropezar con un hombre que sea desgraciado por deja de entrometerse en lo que ocurre en el alma de los demás. Pero los que no escudriñan los movimientos de su propia alma, fuerza es que sean desgraciados”.

Espero no haberles alterado y, por favor, olvídense un poco de todo y piensen en sí mismo. Les sentará bien.

Oscar M. Prieto

Escritor

*Artículo publicado en El Diario de León

 

 

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